2002
Un susurro en mi corazón
marzo de 2002


Un susurro en mi corazón

En 1878, el presidente John Taylor llamó a los santos a que se establecieran en la parte sur del estado de Colorado, en los Estados Unidos. A principios del siglo diecinueve, mi padre se trasladó con su familia a esa tierra desierta.

La tierra de la nueva granja estaba llena de piedras y antes de poder ararla tuvimos que quitarlas todas. Mamá y yo echábamos las rocas pequeñas en una carretilla, pero sólo había una forma de retirar las rocas grandes: volarlas con dinamita.

Cuando se quitaron todas las piedras pequeñas y ya hubo que empezar con las rocas, papá cavaba tanto como podía debajo de cada una y allí ponía la dinamita. Con sumo cuidado, ponía las cargas en los lugares exactos para que la explosión quebrara las peñas.

Al final todo estaba listo para que papá encendiera la mecha, mientras mamá se aseguraba de que los niños no corrieran peligro.

¡Bum!

La primera roca explotó en cientos de pedazos y levantó una nube de polvo. Una vez asentado el polvo, la roca había desaparecido; todo lo que quedaba era un agujero en la tierra y muchas piedras pequeñas. Mi trabajo consistía en recogerlas y llenar el agujero con tierra.

Repetimos el proceso: Papá encendía la dinamita y yo limpiaba el terreno de trozos. Después de la tercera explosión, ya estaba cansado de recoger piedras y quería hacer el trabajo “de verdad”: encender la dinamita, así que me dirigí hacia donde estaba mi padre.

“¡Willard, vuelve!”, gritó mi madre. Yo fruncí el ceño, pues con nueve años era el mayor y creía tener edad para ayudar.

Al dirigirme de nuevo a la casa, me embargó un sentimiento de peligro. Un susurro en el corazón me advertía que algo iba mal.

Yo no entendía; no estaba en peligro ya que me hallaba lejos del lugar de la explosión. Estando seguro de que me lo había imaginado, me centré en lo que estaba haciendo papá. Quizás se diera cuenta de que yo ya era mayor y podía trabajar con él.

La sensación de que había algún peligro crecía.

Recordé la promesa que mi padre me había hecho cuando me confirmó miembro de la Iglesia: “Te bendigo con el poder de discernimiento. Escucha al Espíritu, pues te guiará y te protegerá del peligro”.

Intenté no hacer caso de la voz, pero no se callaba. No podía seguir fingiendo que no oía aquel insistente susurro.

Te bendigo con el poder de discernimiento.

Las palabras eran tan claras como cuando papá dijo la bendición hacía más de un año. Si yo no estaba en peligro, quizás la voz me estaba diciendo que otra persona lo estaba. Mamá estaba tendiendo ropa, mi hermana pequeña le tiraba de la falda. Fue entonces que me di cuenta de que no veía al pequeño Hyrum, de tres años.

“¡Hyrum!”, grité. “¡Hyrum!”. Cubriéndome los ojos del reflejo del sol, miré el horizonte, y entonces lo vi, en dirección al campo, con sus piernitas gordinflonas llevándole a toda prisa.

Corrí tras él, orando y gritando al mismo tiempo. “¡Papá!”, grité mientras agitaba las manos intentando llamar su atención.

Él estaba de espaldas y no podía ni ver ni oír mis advertencias, y tampoco podía ver a Hyrum que avanzaba hacia el desastre.

Alcancé a Hyrum justo en el momento de la explosión. Cubrí su cuerpo con el mío y le protegí lo mejor que pude, mientras los pedazos de roca caían sobre mí, golpeándome en la cabeza, la espalda y las piernas.

Hyrum comenzó a moverse. “Pesa”, dijo. “Levanta”.

Me aparté, y aunque me dolía todo el cuerpo, no me importó, sino que comencé a palpar a mi hermano.

“¿Estás bien?”, le pregunté.

Dio unos pasos y se levantó. Le temblaba la barbilla y tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no estaba herido. “Susto”, dijo.

“Yo también me asusté”, dije mientras le abrazaba.

Para entonces papá ya había llegado; las lágrimas le corrían por la cara llena de polvo y tierra. Nos rodeó con sus grandes brazos, apretándonos fuerte, y me preguntó: “¿Cómo supiste que tu hermano estaba en peligro?”.

Vacilé un poco, sin saber cómo explicárselo. “Una voz me dijo que algo iba mal”, le dije. “Al principio no le presté atención, pero siguió insistiendo hasta que le hice caso”. Entonces admití la parte que más me atormentaba. “Si hubiera escuchado la primera vez, Hyrum no se habría alejado; jamás habría estado en peligro”.

Papá colocó la mano sobre mi hombro. “Pero escuchaste, y eso es lo importante”. Respiró hondo y prosiguió. “Willard, fuiste muy valiente”.

“Oré, papá; oré tanto que las palabras casi se me atragantaban”, le dije.

“Yo también, yo también”.

Mamá y mi hermana pequeña vinieron corriendo. Riendo y llorando a la vez, mamá nos abrazó a mí y a Hyrum, y al rato todos estábamos abrazándonos y llorando.

Cuando esa noche me arrodillé al lado de la cama, tuve una sensación de paz en mi corazón. Mi oración fue más larga de lo acostumbrado, pues di gracias a nuestro Padre Celestial por el susurro del Espíritu en mi corazón.