2002
El testificar de la grande y gloriosa expiación
abril de 2002


El testificar de la grande y gloriosa expiación

Al comprender y creer personalmente en la Expiación, ustedes y yo podremos enseñar y testificar de ella con mayor gratitud, mayor amor y mayor poder.

La brevedad misma de las charlas misionales nos recuerda el cesto de la cosecha que la Restauración es en realidad. Jesús nos pide que cuando demos, lo hagamos con “medida buena”, empleando la metáfora de un cesto de la cosecha que es apretado, remecido y que rebosa (véase Lucas 6:38). De ese maravilloso cesto de la cosecha, no debemos enseñar sino unas pocas verdades y conceptos clave.

Esta realidad es un poderoso recordatorio sobre la necesidad de que el Espíritu haga llegar nuestro mensaje al corazón y a la mente de la gente, puesto que las grandes cosas de la eternidad se transmiten a través de muy breves momentos de instrucción; de ahí la necesidad de que el Espíritu acompañe lo que digamos.

Cuando compartamos el Evangelio como miembros o como misioneros regulares, nuestros amigos e investigadores necesitan sentir nuestras convicciones y nuestros testimonios sobre la expiación de Jesucristo. Sí, estamos enseñando un concepto profundo, pero también debiéramos estar compartiendo una convicción profunda sobre esa poderosa doctrina.

Al preparar a las personas para recibir la plenitud de las bendiciones de la Expiación, lo más importante que podemos hacer es comprenderla y creerla nosotros mismos. Al comprender y creer personalmente en la Expiación, ustedes y yo podremos enseñar y testificar de ella con mayor gratitud, mayor amor y mayor poder.

Es Posible el Arrepentimiento

¡La gloriosa expiación de Jesús es el acto central de toda la historia humana! Nos proporciona la resurrección universal; hace posible el arrepentimiento personal y nuestro perdón. Puesto que “todos [pecamos], y [estamos] destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23), la necesidad del arrepentimiento es universal. Misericordiosamente, la expiación de Cristo abarca pecados de todos los tamaños, bien sean éstos pequeños pecados de omisión o grandes transgresiones. Por ende, al despojarnos de nuestros pecados, unas personas se liberan de mayor carga que otras, aunque el hacerlo es necesario para todas.

La palabra latina de la que arrepentimiento es la forma española denota “un cambio que se efectúa… en el modo de pensar, lo cual significa adoptar una nueva actitud en cuanto a Dios, en cuanto a uno mismo y en cuanto a la vida en general” (Guía para el Estudio de las Escrituras, “Arrepentimiento”, pág. 19). Esto significa que debemos cambiar nuestros pensamientos y luego nuestro comportamiento hasta que nos hayamos alejado de nuestros pecados y vivamos en conformidad con los mandamientos de Dios. Este cambio de mentalidad da a entender que en realidad estamos progresando hacia lo que Pablo llamó “la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16). Así que el arrepentimiento es un proceso continuo en el que cada uno de nosotros precisa aferrarse a la Expiación en busca de alivio, perdón y progreso verdaderos.

Cristo nos dio de forma gratuita un don enorme y magnífico: la resurrección universal. Sin embargo, Su ofrecimiento del don mayor de la vida eterna sí es condicional. Como el Legislador nuestro que es, Él establece los requisitos que debemos llenar a fin de recibir ese gran don (véase 3 Nefi 11:31–41; 15:9–10; 27:13–21). Por tanto, nuestro progreso individual hacia la vida eterna requiere que estemos dispuestos a someternos a Cristo (véase Mosíah 3:19). Entonces, si verdaderamente somos fieles y perseveramos hasta el fin, nuestra voluntad será finalmente absorbida en la del Padre (véase Mosíah 15:7; véase también 3 Nefi 11:11).

Sin embargo, para dar comienzo a tan enorme transformación, primero debemos abandonar “todos [nuestros] pecados” (Alma 22:18), ¿y quién se los llevará sino Jesús? (véase Alma 36:18–20).

¡Con razón hay tanta urgencia respecto a la necesidad que tenemos de compartir el Evangelio! El presidente Howard W. Hunter (1907– 1995) declaró:

“Un gran indicador de la conversión de una persona es su deseo de compartir el Evangelio con los demás. Por esta razón el Señor nos dio la obligación de que todo miembro de la Iglesia sea misionero.

“Aquellos que hemos participado de la Expiación estamos bajo la obligación de dar un fiel testimonio de nuestro Señor y Salvador, pues Él ha dicho: ‘…yo os perdonaré vuestros pecados con este mandamiento: Que os conservéis firmes en vuestras mentes en solemnidad y en el espíritu de oración, en dar testimonio a todo el mundo de las cosas que os son comunicadas’ (D. y C. 84:61)” (“La Expiación y la obra misional”, seminario para nuevos presidentes de misión, 21 de junio de 1994, pág. 2).

Así que todos debemos “conservar[nos] firmes… en dar testimonio a todo el mundo de las cosas que [nos] son comunicadas” (D. y C. 84:61). El perdón que necesitamos está correlacionado con nuestra firmeza en la obra del Señor.

El Bautismo Y El Don del Espíritu Santo

El verdadero arrepentimiento, por tanto, requiere los emancipadores efectos del bautismo; nos limpia por completo. Piensen en ello: ¡cuán misericordioso es que nuestro mañana deje de ser cautivo de nuestro ayer!

Después de los efectos limpiadores y emancipadores del bautismo, experimentamos efectos fortalecedores adicionales cuando recibimos el don del Espíritu Santo. Necesitamos desesperadamente al Espíritu Santo para ayudarnos a escoger el bien. Él también nos ayudará al predicarnos pequeños sermones desde el púlpito del recuerdo; además, nos testificará de las verdades del Evangelio.

En vista del lugar a donde debemos ir, necesitamos al Espíritu Santo como un compañero constante y no tan sólo como una influencia esporádica.

También podemos recibir fortaleza adicional después del bautismo al participar en forma regular de la Santa Cena, reflexionar sobre la Expiación y renovar nuestros convenios, incluso los que hicimos al bautizarnos. Este proceso de emancipación y de fortalecimiento se hace posible al aplicar la expiación de Jesús a nosotros mismos al igual que a los que enseñamos. Debemos aplicarla, en forma regular, a la superación mientras perseveramos hasta el fin. Si escogemos el curso de la superación constante, el cual claramente es el curso que nos lleva a ser discípulos, llegaremos a ser más rectos y podremos avanzar en lo que, al principio, sea sólo reconocer a Jesús, admirarlo, después adorarlo y finalmente emularlo. Sin embargo, en ese proceso de esforzarnos por ser más semejantes a Él mediante la superación constante, debemos tener siempre una actitud de arrepentimiento, aunque no hayamos cometido ninguna transgresión seria.

Desarrollemos los Atributos de Cristo

Al apartarnos de la transgresión y al esforzarnos por ser más amorosos, mansos, pacientes y sumisos, para la mayoría de nosotros los pecados restantes usualmente son los menos visibles pecados de omisión. Sin embargo, esos también debemos desecharlos. En este proceso, Jesús ha definido los atributos que debemos buscar, tales como la fe, la virtud, el conocimiento, la templanza y la paciencia. Además, menciona los atributos de fe, esperanza, caridad y la mira puesta únicamente en la gloria de Dios y dice que éstos nos habilitan para hacer la obra del Señor (véase D. y C. 4:5–7; 2 Pedro 1:4–8). Con razón se nos amonesta a pedir, buscar y llamar para recibir esos dones del Espíritu a fin de que seamos mucho más eficaces al hacer esta gran obra del Señor. ¡En este proceso de llegar a ser discípulos, nunca debemos olvidar que la Expiación sigue siendo absolutamente vital para todos nosotros!

Jesús nos instruye, por ejemplo, que debemos venir a Él (véase Alma 5:34; Mateo 11:28–30). Sin embargo, como se habrán dado cuenta, al esforzarnos por hacerlo, llegamos a comprender cómo, en esos momentos, nos revelará nuestras debilidades, a veces dolorosamente, a fin de ayudarnos a progresar. Cristo hasta nos promete que hará que algunas debilidades sean fortalezas (véase Éter 12:27.)

Con respecto al lugar, el país, la hora y las circunstancias en que se nos llame a servir, debemos contentarnos con lo que se nos ha concedido (véase Alma 29:3, 6.) No obstante, sentiremos a la vez un descontento divino que nos motivará a seguir adelante al esforzarnos por ser más semejantes a Jesús.

Ya sea que el atributo necesario sea el ser de buen ánimo, pacientes, sumisos, mansos o amorosos, dicho proceso requiere la ayuda constante del Espíritu Santo. Él nos inducirá a arrepentirnos aún más, como cuando somos demasiado orgullosos, impacientes o faltos de amor, incluso con nuestro cónyuge, con nuestro compañero misional o con otras personas. Sin embargo, en vista de que dicho progreso tiene su costo, o sea, no se logra sin algo de sacrificio, también necesitamos al Espíritu Santo para consolarnos mientras pagamos el precio.

Sí, misericordiosamente es por medio de la expiación de Jesucristo que podemos ser perdonados, ¡pero es a través del Espíritu Santo que podemos saber que hemos sido perdonados!, y es de tremenda importancia que lleguemos a comprender ese hecho. Por tanto, no debemos desesperarnos, ni vivir una vida en la que “desfallezca[mos] …en el pecado” (2 Nefi 4:28), sino “seguir adelante” con “un fulgor perfecto de esperanza” (2 Nefi 31:20).

La Segunda Venida de Cristo y La Resurrección de La Humanidad

Si necesitamos algún otro recordatorio de la importancia de desarrollar más las virtudes de Cristo, debemos contemplar Su gloriosa Segunda Venida, cuando, entre otras cosas, las estrellas caerán de manera espectacular de su lugar en el cielo. Aun así, no habrá comentarios entre los seres mortales en cuanto a ese acontecimiento, ya que sus explicaciones y sus exclamaciones se referirán a Cristo y serán palabras de alabanza por dos de Sus muchos atributos: Su “bondad” y Su “amorosa misericordia” (D. y C. 133:52). Recuerden, no sólo debemos tener fe en Cristo, sino que debemos esforzarnos por ser más como Él en cuanto a nuestra bondad y nuestra amorosa misericordia (véase 3 Nefi 27:27.)

En esa Segunda Venida, Jesús no mencionará que soportó la corona de espinas, los terribles azotes, la Crucifixión, el vinagre y la hiel. Sin embargo, sí citará su terrible soledad: “Y se oirá su voz: He pisado yo solo el lagar y he traído juicio sobre todo pueblo; y nadie estuvo conmigo” (D. y C. 133:50; véase también Isaías 6:33).

Con razón la Expiación se halla en el corazón mismo del Evangelio de Cristo; de hecho, el mensaje central de la Restauración tiene que ver con Jesús y la resurrección, cumpliendo esta profecía dada en la antigüedad a Enoc: “y justicia enviaré desde los cielos; y la verdad haré brotar de la tierra”. ¿Por qué? “para testificar de mi Unigénito, de su resurrección de entre los muertos, sí, y también de la resurrección de todos los hombres” (Moisés 7:62). No hay nada más importante.

Sí, “…de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). Jesús y Su expiación representan la expresión más profunda del amor del Padre Celestial por Sus hijos. Cuán importante es para todo el género humano el don gratuito de la resurrección, así como el ofrecimiento del máximo don que Dios puede darnos: la vida eterna para los que estén dispuestos a vivirla y a reunir los requisitos para recibirla (véase D. y C. 6:13; 14:7).

La Adversidad

En este proceso de labrar nuestra salvación, la adversidad será parte de nuestra labor. Una y otra vez, experiencia tras experiencia, tendremos motivos para meditar en la gran Expiación y regocijarnos en ella. Para mí, varios pasajes de las Escrituras son especialmente pertinentes y tranquilizadores. Al leerlos en voz alta con alguien que sufra, o al leerlos esa persona misma, esos pasajes dicen mucho más de lo que yo podría decir, sobre todo para esas almas valientes que ya estén cansadas de estar enfermas.

Primero, consideremos lo que dijo el perplejo pero notable Nefi: “Sé que [Dios] ama a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas” (1 Nefi 11:17). ¡Realmente no hace falta saber “el significado de todas las cosas” si sabemos que Dios nos ama!

De igual manera, nuestra sumisión ante Él debe aumentar, como lo dijo el rey Benjamín, a fin de “…[hacernos santos] por la expiación de Cristo el Señor, y [volvernos] como un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre él, tal como un niño se somete a su padre” (Mosíah 3:19).

El uso que el rey Benjamín hace de la palabra imponer nos sugiere unos retos a la medida y una capacitación que requerirá de nosotros una sumisión especial.

Del mismo modo, el saber sobre la empatía perfecta de Jesús por nosotros en forma individual nos ayudará grandemente a soportar nuestras diversas penas. “[Cristo] saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo.

“Y tomará sobre sí la muerte, para soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo; y sus enfermedades tomará él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos” (Alma 7:11–12).

¡Jesús nos comprende plenamente! ¡Su empatía es perfecta! ¡Él sabe cómo ayudarnos!

Las Bendiciones de la Expiación

En resumen, la expiación de Jesucristo nos bendice de tantas formas. Solamente por medio de ella podremos obtener la remisión de nuestros pecados y la emancipación necesaria que mencioné antes.

De igual manera, la Expiación hace posible una importante superación personal, mediante lo que el Libro de Mormón llama la “fe para arrepentimiento” en Jesús, en la Expiación y en el plan de salvación del Padre (véase Alma 34:15–17). De otra manera, las personas que no tienen “fe para arrepentimiento” razonan erróneamente: “¿Para qué nos molestamos en arrepentirnos?”. Con razón las Escrituras dicen que la “desesperación [humana] viene por causa de la iniquidad” (Moroni 10:22). La Expiación puede brindarnos un “fulgor… de esperanza” (2 Nefi 31:20) aun en medio de nuestras pérdidas, cruces, pesares y desilusiones.

Cuando dirigió a la familia en oración poco antes de que su padre muriera de cáncer, Melissa Howes demostró bien la sumisión espiritual que se precisa para recibir las bendiciones de la Expiación. Melissa tenía sólo 9 años y su papá 43. Consideren el ruego desinteresado de ella: “Padre Celestial, bendice a mi papá, y si Tú lo necesitas más que nosotros, puedes llevártelo. Lo queremos con nosotros, pero que se haga Tu voluntad. Y, por favor, ayúdanos a no estar enojados contigo” (citado en una carta de Christie Howes, fechada el 25 de febrero de 1998).

¿Cuántas personas, faltas de esa comprensión del plan de salvación, están enojadas con Dios en lugar de estar agradecidas a Él y a Jesús por la gloriosa Expiación?

No sólo es la Expiación la gran expresión del amor de nuestro Padre Celestial y de Jesús por nosotros, sino que por medio de ella podemos llegar a conocer el amor personal que Ellos tienen por nosotros.

La Influencia del Espíritu del Señor

Nunca debemos subestimar el poder del Espíritu para influir en el alma de las personas más allá de cualquier habilidad o capacidad que tengamos como maestros. Como saben, eso ocurrió con Alma en un momento de gran necesidad, y ¿qué es lo que recordó? Dijo que recordó las palabras de su padre acerca de la expiación de Jesús y que su mente se concentró “en este pensamiento” (véase Alma 36:17–18).

El Espíritu puede ayudar a las personas a las que enseñamos y testificamos para que también se concentren en las palabras de manera que su mente y su corazón las comprendan, especialmente cuando esas palabras tengan que ver con las doctrinas profundas del reino, como lo es la Expiación.

En otro momento inspirador que refleja una acumulación de enseñanzas, las madres de los jóvenes soldados nefitas sabían que sus hijos habían recibido promesas especiales antes de partir para la guerra. Ellos no tenían la misma madurez espiritual de sus madres; sin embargo, esas promesas eran tan notables que les sirvieron de sostén, y leemos que “no [dudaban] que [sus] madres lo sabían” (Alma 56:48).

Algunas de las personas a las que ustedes enseñen, bajo la dirección del Espíritu y de igual manera, sentirán el poder de sus palabras acerca de la Expiación y del Evangelio restaurado, ¡y no dudarán que ustedes lo saben! Como dice Alma, esas personas están “preparad[as] para oír la palabra” (Alma 32:6).

La Gloriosa Expiación

Les testifico de la gloria y de la realidad de la grande y gloriosa Expiación. Alabo a Jesús por aguantar lo que aguantó y por descender debajo de todas las cosas para poder comprenderlas todas. Alabo al Padre por todo lo que experimentó al ver a Su Primogénito, Su Amado y Su Unigénito, con quien estaba bien complacido, padecer todo lo que Jesús padeció. Alabo al Padre por esa empatía divina y por todo lo que haya soportado y experimentado en aquel momento.

Testifico que lo que hizo Jesús en aquel momento definitivo entre Getsemaní y el Calvario fue lo que proporcionó la inmortalidad al género humano. Jesús terminó Sus preparativos, como lo dijo Él, para con los hijos de los hombres (véase D. y C. 19:19) y ahora nos toca a nosotros, los seres humanos, reclamar las bendiciones de la gran Expiación. Nuestra gratitud por Cristo y por Su expiación crecerá con los años y las décadas; jamás dejará de crecer, pues las Escrituras predicen que lo alabaremos para siempre jamás (véase D. y C. 133:52).

Le alabo tanto por la grande y gloriosa Expiación, y le pido que nos bendiga a todos para que reclamemos en forma individual las bendiciones de esa gran Expiación, ganada a tan alto precio, y que durante nuestro ministerio ayudemos a los demás a reclamarlas. De hecho, “tan sólo Él fue digno de efectuar la Expiación” (“En un lejano cerro fue”, Himnos, Nº 119).

Extraído de una transmisión vía satélite sobre la conversión y la retención, celebrada en el Centro de Capacitación Misional de Provo el 29 de agosto de 1999.