2002
Un faro en un puerto de paz
abril de 2002


Clásicos de Liahona

Un faro en un puerto de paz

Howard W. Hunter, decimocuarto Presidente de la Iglesia, sirvió como Presidente de la Iglesia desde junio de 1994 hasta marzo de 1995. En la ocasión en que pronunció este discurso, prestaba servicio como Presidente del Quórum de los Doce Apóstoles.

A pesar del progreso que hemos visto en años recientes, muchas partes del mundo todavía están llenas de conflictos, penas y desesperanza. Se nos parte el corazón y se agitan las emociones cuando escuchamos a diario noticias locales y mundiales sobre los conflictos y sufrimientos y, demasiado a menudo, sobre la guerra. Por supuesto, oramos para que el mundo sea un lugar mejor donde vivir, para que las personas se demuestren más interés unas a otras y para que la paz y la tranquilidad aumenten por todo el mundo y se extiendan a todas las personas.

Para que sepamos alcanzar esa paz y tranquilidad, voy a repetir lo que dijo una gran voz del pasado: “Para que el mundo sea un lugar mejor… donde vivir… el primer paso y el más importante es elegir como líder a alguien cuyo liderazgo sea infalible, cuyas enseñanzas no fallen cuando se lleven a la práctica. En… cualquier mar tempestuoso de incertidumbre, el capitán debe ser la persona que durante las tormentas pueda ver el faro en el puerto de la paz” (David O. McKay, Man May Know for Himself, 1967, pág. 407).

Sólo existe una guía en el universo, sólo una luz constante, sólo un faro infalible para el mundo. Esa luz es Jesucristo, la luz y la vida del mundo, la luz que un profeta del Libro de Mormón describió como “una luz que es infinita, que nunca se puede extinguir” (Mosíah 16:9).

A medida que buscamos un puerto pacífico y seguro, así seamos mujeres u hombres, familias, comunidades o naciones, recordemos que Cristo es el único faro en el cual podemos realmente confiar. Fue Él mismo quien dijo lo siguiente de Su misión: “…Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6).

En esta época, como en todas las épocas pasadas y en todas las que vendrán, la necesidad más grande que existe en el mundo es el tener una fe activa y sincera en las enseñanzas básicas de Jesús de Nazaret, el Hijo viviente del Dios viviente. El hecho de que muchos rechacen Sus enseñanzas da más motivo aún a los verdaderos creyentes en el Evangelio de Jesucristo para proclamar sus verdades y demostrar con el ejemplo la fortaleza y la paz de una vida digna y tranquila.

Consideremos, por ejemplo, esta enseñanza de Cristo a Sus discípulos: “…Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).

Pensemos en lo que esta amonestación, por sí sola, podría lograr en nuestros vecindarios, en las comunidades en las que vivimos nosotros y nuestros hijos, y en los países que componen nuestra gran familia mundial. Me doy cuenta de que esta doctrina plantea un reto significante, pero sin duda es mucho más agradable que tener que sobrellevar las horribles consecuencias que nos imponen la guerra, la pobreza y el sufrimiento que el mundo continúa enfrentando.

¿Cómo debemos comportarnos cuando nos ofenden, nos interpretan mal, nos tratan maliciosa o injustamente o se cometen pecados que nos afectan directamente? ¿Qué debemos hacer si nuestros seres queridos nos hieren, o si en el empleo dan a otro el ascenso que nos habían prometido, si nos acusan falsamente o atacan arbitrariamente nuestras buenas intenciones?

¿Ejercemos represalias? ¿Reunimos fuerzas para enviar un numeroso batallón? ¿Volvemos a la ley del “ojo por ojo” y “diente por diente”?

Todos tenemos muchas oportunidades de poner en práctica el cristianismo, y debemos aplicarlo cada vez que se presente la ocasión. Por ejemplo, todos podemos ser un poco más tolerantes y perdonar con más frecuencia. En una revelación de los últimos días, el Señor dijo: “En la antigüedad mis discípulos buscaron motivo el uno contra el otro, y no se perdonaron unos a otros en su corazón; y por esta maldad fueron afligidos y disciplinados con severidad.

“Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado.

“Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres” (D. y C. 64:8–10).

En medio de la majestuosidad de Su vida y el ejemplo de Sus enseñanzas, Cristo nos dio mucha admonición siempre acompañada de promesas seguras. Él enseñó con una grandiosidad y autoridad que llenaba de esperanza tanto a los educados como a los ignorantes, tanto a los ricos como a los pobres, tanto a los sanos como a los enfermos.

Creo firmemente que si nosotros, individualmente, así como las familias, las comunidades y las naciones, al igual que el apóstol Pedro, pudiéramos mantener la vista fija en Jesús, también seríamos capaces de caminar triunfantes sobre “las gigantescas olas de la incredulidad” y permanecer “inmutables ante los crecientes vientos de la duda” (véase Frederic W. Farrar, The Life of Christ, 1994, pág. 313). Pero si apartamos los ojos de Aquel en quien debemos creer —como es tan fácil que nos suceda en medio de las tentaciones del mundo—, y fijamos la mirada en el poder y la furia de los elementos destructivos y horribles que nos rodean, en lugar de prestarle atención a Él, que puede ayudarnos y salvarnos, inevitablemente nos hundiremos en un mar de conflictos, sufrimientos y desesperanza.

En los momentos en que sintamos que las inundaciones amenazan ahogarnos y que lo profundo del océano está a punto de tragar nuestra frágil embarcación llamada fe, ruego que tengamos siempre la disposición de escuchar, entre la tormenta y la oscuridad, las dulces palabras del Salvador del mundo: “…¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!” (Mateo 14:27).

Tomado de un discurso pronunciado en la conferencia general de octubre de 1992.