2002
Aprendamos a servir
mayo de 2002


Aprendamos a servir

El conocimiento del Evangelio nos guía a una felicidad que sólo se halla en el servir y el compartir.

A los miembros de la Iglesia no les sorprende que las Autoridades Generales pasen mucho tiempo en aviones. La Iglesia es ahora una entidad mundial y hay centros de estaca en muchos países.

En una ocasión en que me hallaba viajando, inicié una conversación con un piloto de avión en cuanto a qué podría pasar si se desviara de su plan de vuelo, y su respuesta me dejó atónito.

Dijo que por cada grado de variación del plan, se desviaría del destino trazado 1.6 kilómetros de cada 97 de vuelo. Eso quiere decir que en un vuelo de Salt Lake a Denver, aterrizaríamos en el centro de Denver en vez de en el aeropuerto. En un vuelo de Salt Lake a Chicago, nos pasaríamos el aeropuerto de largo y aterrizaríamos en el lago Michigan. Si fuéramos de Salt Lake a Nueva York, nos pasaríamos de largo el aeropuerto Kennedy y aterrizaríamos en el río Hudson. Si nos dirigiéramos a Londres, ni siquiera llegaríamos a Inglaterra, sino que aterrizaríamos en algún lugar de Francia.

Una desviación de varios grados con respecto al plan de vuelo nos alejaría por completo del curso. El piloto me explicó que, obviamente, cuanto más rápido se descubra el error, tanto más fácil es retomar el plan de vuelo. Si la corrección se retrasa mucho tiempo, resulta muy difícil encontrar el camino debido al tráfico aéreo, a las malas condiciones atmosféricas, a la disminución de la visibilidad y otros factores restrictivos. El curso establecido se hallaría tan alejado que sería casi imposible llegar al destino deseado. La conversación con el piloto no me tranquilizó, pero sí me hizo pensar en la semejanza que existe entre un plan de vuelo y la dirección que trazamos para nuestra vida.

Nos hallamos aquí en la vida terrenal experimentando una gran aventura; debemos trazar nuestro propio curso y luego seguir el plan a fin de llegar a nuestro destino final. Gracias a nuestro conocimiento del Evangelio, resulta fácil determinar la meta final ya que es el Señor el que nos ha fijado el camino a seguir. En el Sermón del Monte Él dijo:

“Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella;

“porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mateo 7:13–14).

En repetidas ocasiones las Escrituras nos dicen que sólo hay un camino que conduce a la vida eterna. La noche de la Última Cena, el Salvador se estaba despidiendo tiernamente de Sus apóstoles en el aposento alto cuando les dijo:

“En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros.

“Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:2–3).

Entonces, el apóstol Tomás dijo: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” (versículo 5).

La respuesta del Salvador fue clara y sencilla: “…Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (versículo 6).

Cuán afortunados somos por conocer el plan que nuestro Padre Celestial tiene para nosotros. Él nos ha indicado el camino que nos conducirá de regreso a Su presencia. Si el camino es tan fácilmente reconocible, ¿por qué tantos se desvían de él y no corrigen el curso, haciendo que resulte imposible alcanzar su tan ansiado destino?

El camino a la exaltación y a la vida con nuestro Padre Celestial está lleno de riesgos de diversas clases: hay tribulaciones —algunas breves y otras largas—; hay tentaciones que aguardan en las curvas, las bifurcaciones y las intersecciones. El que sucumbamos o no a la tentación y nos alejemos de nuestro sendero queda determinado por la firmeza con la que nos propongamos alcanzar nuestra meta.

El Libro de Mormón nos habla de la visión que Lehi tuvo sobre el árbol de la vida. Al asirse a la barra de hierro, la gente pudo llegar al árbol y probar del fruto, que era el más dulce y deseable de todos los frutos. Lehi dijo entonces:

“Y yo también dirigí la mirada alrededor, y vi del otro lado del río un edificio grande y espacioso que parecía erguirse en el aire, a gran altura de la tierra.

“Y estaba lleno de personas, tanto ancianas como jóvenes, hombres así como mujeres; y la ropa que vestían era excesivamente fina; y se hallaban en actitud de estar burlándose y señalando con el dedo a los que habían llegado hasta el fruto y estaban comiendo de él.

“Y después que hubieron probado del fruto, se avergonzaron a causa de los que se mofaban de ellos; y cayeron en senderos prohibidos y se perdieron” (1 Nefi 8:26–28).

Si durante nuestro trayecto por la vida tenemos la esperanza de llegar a nuestro destino, debemos aprender a hacer caso omiso de las provocaciones y el ridículo de los que se hacen llamar nuestros amigos. Debemos hacer oídos sordos a las sugerencias que nos invitan a seguir la ruta más fácil y placentera que señalan los que profesan saber más que los profetas y los apóstoles del Señor.

Nefi aconsejó: “Por tanto, yo, Nefi, los exhorté a que escucharan la palabra del Señor; sí, les exhorté con todas las energías de mi alma y con toda la facultad que poseía, a que obedecieran la palabra de Dios y se acordaran siempre de guardar sus mandamientos en todas las cosas” (1 Nefi 15:25).

El cometido que aparece a la entrada de la Universidad Brigham Young indica algo sobre el curso que conduce a la vida eterna: “Entren para aprender; salgan para servir”. Para permanecer en el curso correcto, primero tenemos que aprender todo lo que podamos sobre el sendero estrecho y angosto que debemos seguir. El Señor ha revelado el plan de la vida para Sus hijos a Sus profetas a lo largo de las épocas. El presidente Spencer W. Kimball (1895–1985), duodécimo Presidente de la Iglesia, nos aconsejó:

“Me siento agradecido que ustedes y todos nosotros tengamos el Evangelio de Jesucristo a modo de guía, para así disponer de un marco de entendimiento en el que podamos encajar los acontecimientos y las circunstancias que llegaremos a ver. De las Escrituras se desprende con claridad que en esta parte de nuestra dispensación, nuestros líderes políticos no nos pueden prometer que vaya a haber ‘paz en nuestros días’, pero como miembros de la Iglesia se nos conceden los medios para que tengamos paz personal, para que lleguemos a conocer lo que es la serenidad en nuestra alma, ¡aun cuando no la haya a nuestro alrededor!

“Puede que ustedes ya se hayan acostumbrado a que algunos de nosotros, que estamos un poco más adelantados en el camino de la vida, les describamos la importancia de permanecer en el sendero ‘estrecho y angosto’. Con frecuencia les repetimos las mismas cosas una y otra vez, pero si reflexionan en por qué es así, pronto descubrirán que los precipicios que se encuentran a ambos lados del sendero estrecho y angosto no cambian ni se vuelven menos peligrosos; lo escarpado del sendero no cambia” ( President Kimball Speaks Out, 1981, pág. 89).

Sin aguardar a descubrir el verdadero significado de la vida, muchos jóvenes actúan impulsivamente y se embarcan en su jornada de la vida sin estar preparados. Van por el sendero sin la ayuda de un mapa, y no es causa de sorpresa que lo único que encuentran por el camino es la decepción. ¿Qué precisamos aprender antes de poder servir?

Aprendamos Primero Sobre Sus Caminos

En las Escrituras se nos dice que es imposible que el hombre se salve en la ignorancia (véase D. y C. 131:6), un principio ampliamente mal entendido. El élder John A. Widtsoe (1872–1952), del Quórum de los Doce Apóstoles, escribió: “Existen, por supuesto, muchos grados de conocimiento: unos de escaso valor y otros de valor muy elevado. Cuando José Smith dijo que el hombre no se puede salvar en la ignorancia, se refería, naturalmente, a la ignorancia de las leyes que, todas juntas, conducen a la salvación. Tal conocimiento es el de mayor valor y es el que se debe buscar primero. Después se pueden añadir otras clases de conocimiento para apoyar y ampliar ese conocimiento más directo de la ley espiritual. Por ejemplo, la Iglesia tiene el deber de predicar el Evangelio en todo el mundo, lo cual requiere de la ayuda de ferrocarriles, barcos de vapor, imprentas y muchas otras cosas que forman parte de nuestra civilización. El tener conocimiento del Evangelio es la primera necesidad del misionero, pero las demás, aunque menos importantes, le ayudan a cumplir más plenamente con el divino mandamiento de enseñar el Evangelio a toda la gente” ( Evidences and Reconciliations, compilación de G. Homer Durham, 1987, pág. 224).

Por supuesto, hoy día algunas personas requieren conocimientos sobre computadoras, comunicaciones por satélite, etc., pero el comentario del élder Widtsoe sigue vigente. Él se refería a que debe existir un orden en la adquisición de conocimiento, el mismo orden que señala la enseñanza del Salvador: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33). El aprender acerca de las cosas sagradas debiera estar en primer lugar, proporcionando así el contexto y la necesidad de adquirir conocimiento secular. Si deseamos regresar a la presencia de nuestro Padre Celestial, nuestra prioridad debe ser el aprender sobre Su camino y Su plan.

El mundo quiere engañarnos, haciéndonos creer que no disponemos de tiempo suficiente para enfrascarnos tanto en el conocimiento espiritual como en el secular. Hago la advertencia para que no nos dejemos engañar por esas filosofías de los hombres. Nuestro aprendizaje de las cosas sagradas facilitará —y hasta acelerará— la adquisición de conocimiento secular. El presidente John Taylor (1808–1887), tercer Presidente de la Iglesia, formuló “Las limitaciones de las hipótesis seculares”, donde declara: “El hombre, mediante la filosofía y el ejercicio de su inteligencia natural, puede obtener una comprensión, hasta cierto punto, de las leyes de la Naturaleza; pero para comprender a Dios, son necesarias la sabiduría y la inteligencia celestiales. La filosofía terrenal y la celestial son dos cosas diferentes y es una locura el que los hombres basen sus argumentos en la filosofía terrenal al tratar de comprender los misterios del reino de Dios” ( The Gospel Kingdom, selecciones de G. Homer Durham, 1987, pág. 73).

Si proporcionamos un cimiento espiritual para nuestro conocimiento secular, no sólo entenderemos mejor las leyes de la naturaleza, sino que obtendremos una profundidad de conocimiento que jamás imaginamos que fuese posible sobre el arte, las lenguas, la tecnología, la medicina, el derecho y el comportamiento humano. Podremos ver el mundo que nos rodea y entenderlo a través de los ojos de Dios.

La historia del rey Salomón nos enseña que podemos pedir entendimiento a Dios. Cuando Salomón se encontraba en Gabaón, el Señor se le apareció en un sueño y le dijo: “…Pide lo que quieras que yo te dé” (1 Reyes 3:5). Salomón, sintiéndose abrumado y falto de preparación ante sus nuevas responsabilidades como rey, dijo al Señor: “…yo soy joven, y no sé cómo entrar ni salir” (versículo 7). Así que pidió al Señor un “corazón entendido para juzgar” al pueblo (versículo 9). El Señor quedó complacido con la petición de Salomón y le respondió:

“…Porque has demandado esto, y no pediste para ti muchos días, ni pediste para ti riquezas, ni pediste la vida de tus enemigos, sino que demandaste para ti inteligencia para oír juicio,

“he aquí lo he hecho conforme a tus palabras; he aquí que te he dado corazón sabio y entendido, tanto que no ha habido antes de ti otro como tú, ni después de ti se levantará otro como tú” (versículos 11–12).

No debemos subestimar el poder del Señor y la disposición que tiene para bendecir nuestra vida si le pedimos con un corazón sincero y con verdadera intención. Él dispone de designios instructivos y teorías sobre el aprendizaje que los psicólogos educativos del mundo ni siquiera han imaginado.

Aunque el don de la vida terrenal nos ofrece un período de tiempo relativamente corto para aprender sobre Dios y Sus vías, tenemos las eternidades para aprender sobre el universo y las cosas que hay en él y para acumular conocimiento secular. El presidente Kimball nos enseñó que una de las bendiciones de la exaltación es el disponer de una cantidad infinita de tiempo para aprender de las cosas seculares. Él dijo: “ Después de la muerte seguimos aprendiendo. La exaltación significa divinidad, el poder de crear. ‘Tal como el hombre es, Dios así fue; tal y como Dios es, el hombre puede llegar a ser’ (Eliza R. Snow Smith, Biography of Lorenzo Snow, Salt Lake City: Deseret News Co., 1884, pág. 46). Esto sucederá en el futuro. Resulta obvio que antes que una persona pueda tomar materiales ya existentes y organizarlos para formar un mundo como el nuestro, debe dominar la geología, la zoología, la fisiología, la psicología y todos los otros saberes. También es obvio que nadie puede adquirir todo ese conocimiento y dominar todas esas ciencias en su breve vida terrenal, pero sí puede comenzar a hacerlo; y con el cimiento de una vida espiritual, con control y dominio, así como con la autoridad y los poderes recibidos mediante el Evangelio de Cristo, se halla en posición de comenzar su casi ilimitado estudio de lo secular” ( The Teachings of Spencer W. Kimball, editado por Edward L. Kimball, 1982, pág. 53).

De modo que no nos preocupemos jamás por el tiempo que nos lleve aprender las cosas espirituales, pues se trata de un tiempo bien empleado y nos facilita el cimiento para el aprendizaje secular. De hecho, el Señor nos bendecirá si primero confiamos en Él y aprendemos Su plan eterno. Estamos hablando de un período que se agranda —no que se estrecha— para aprender, si ponemos en primer lugar lo que es más importante.

El presidente Kimball también dijo:

“Esta vida mortal es cuando debemos prepararnos para comparecer ante Dios, la cual es nuestra principal responsabilidad. Después de obtener nuestros cuerpos, que se convierten en los tabernáculos permanentes de nuestros espíritus durante las eternidades, ahora debemos gobernar el cuerpo, la mente y el espíritu. Es de suma importancia, entonces, que empleemos esta vida para perfeccionarnos, subyugar la carne, sujetar el cuerpo al espíritu, vencer todas las debilidades y gobernar el yo para poder dar dirección a otras personas y efectuar todas las ordenanzas necesarias…

“…Una vez que nuestros pies estén firmemente asentados en el camino de la vida eterna, podremos acumular más conocimiento de las cosas del mundo…

“…Un científico altamente experimentado que sea también un hombre perfecto puede crear un mundo y poblarlo; pero uno que sea inmoral, impenitente e incrédulo jamás será un creador, ni siquiera en las eternidades.

“El conocimiento secular, a pesar de lo importante que pueda ser, jamás podrá salvar alma alguna, abrir el reino celestial, crear un mundo ni hacer de un hombre un dios; pero puede ser muy útil para el hombre que, al poner lo de más valor en primer lugar, ha descubierto el camino hacia la vida eterna y por ende puede utilizar todo ese conocimiento para que sea su instrumento y siervo” ( President Kimball Speaks Out, págs. 90–92).

La Impresión de Haber Contraído Una Deuda Con Dios

Después de aprender todo lo que podamos sobre el curso que debemos seguir y haber proseguido por el camino para obtener la vida eterna, tenemos una obligación para con los demás hijos de nuestro Padre Celestial que precisen ayuda. El obtener conocimiento del plan de Dios tiene diversas consecuencias, y una de las más profundas es la de comprender el importantísimo concepto de haber contraído una deuda con el Dios de este mundo: Jesucristo. El plan de salvación se basa en la necesidad de un Redentor, papel que desempeñó Jesucristo. Él expió nuestros pecados y, en palabras de Isaías y de Pedro: “…por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5; véase 1 Pedro 2:24).

Es evidente que el apóstol Pablo tenía una profunda comprensión de la importancia de esa deuda que hemos contraído, cuando escribió en su epístola a los romanos: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1). Pablo señaló un aspecto fundamental del servicio: lo prestamos al ser motivados por un sentimiento de gratitud al Señor por las bendiciones que nos ha dado. Más aún, debemos recordar que la mayor bendición de todas es que Él sufrió, sangró y murió para cumplir con el gran plan de felicidad, un plan concebido y llevado a cabo para nosotros, para que pudiésemos regresar con Él a la presencia del Padre. Fue la comprensión de esta idea fundamental lo que llevó al rey Benjamín a decir: “…si lo sirvieseis con toda vuestra alma, todavía seríais servidores inútiles” (Mosíah 2:21).

¿Cómo podemos servir a Aquel que hizo posible que obtuviéramos la vida eterna? De nuevo, el rey Benjamín proporcionó la respuesta cuando aconsejó a su pueblo: “…cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, sólo estáis al servicio de vuestro Dios” (Mosíah 2:17).

El Libro de Mormón nos proporciona varios ejemplos de hombres que entendían la ecuación fundamental que explica mucho de nuestro propósito en la vida: El prestar servicio a los demás equivale a servir a Dios. El rey Benjamín, por supuesto, fue uno de los más grandes ejemplos del servir a Dios y al hombre. Tal y como dijo a su pueblo: “…aun yo mismo he trabajado con mis propias manos a fin de poder serviros” (Mosíah 2:14). El rey Benjamín escogió aprender el plan de salvación y después fue y sirvió.

Puede que un ejemplo aún más extraordinario de cómo el espíritu de servicio consume a los que aprenden y comprenden el plan de Dios sea el de Alma, hijo. Sabemos que en su juventud, Alma y los hijos de Mosíah intentaron destruir la Iglesia de Dios. Sus acciones estaban diametralmente opuestas al camino que debían haber seguido, pero entonces ocurrió algo extraordinario: un ángel se le apareció a Alma y logró que él y sus compañeros enderezaran su camino.

¿Pueden imaginarse la sorpresa de Alma? Había dedicado toda su vida a destruir la Iglesia de Dios y la fe del pueblo y entonces se le apareció un ángel para decirle: “…el Señor ha dicho: Ésta es mi iglesia, y yo la estableceré; y nada la hará caer sino la transgresión de mi pueblo” (Mosíah 27:13).

El asombro de Alma fue tal que, literalmente, enmudeció y no pudo mover las manos. Los que estaban con él se lo llevaron y lo pusieron ante su padre, Alma, el sumo sacerdote principal. Los sacerdotes se reunieron, ayunaron y oraron por Alma durante dos días y noches para que pudiera hablar y recuperar su fuerza. Al final, el Señor contestó sus súplicas y Alma, hijo, ya cambiado, se puso de pie ante ellos y les dijo:

“Mi alma ha sido redimida de la hiel de amargura, y de los lazos de iniquidad. Me hallaba en el más tenebroso abismo; mas ahora veo la maravillosa luz de Dios. Atormentaba mi alma un suplicio eterno; mas he sido rescatado, y mi alma no siente más dolor.

“Rechacé a mi Redentor, y negué lo que nuestros padres habían declarado; mas ahora, para que prevean que él vendrá, y que se acuerda de toda criatura que ha creado, él se manifestará a todos” (Mosíah 27:29–30).

Para Alma había sido una dolorosa corrección de curso; había sufrido un dolor indecible y un tormento eterno, pero estaba de nuevo en el camino correcto. Lo que las Escrituras registran a continuación es muy interesante.

“Y aconteció que de allí en adelante, Alma y los que estaban con él cuando el ángel se les apareció empezaron a enseñar al pueblo, viajando por toda la tierra, proclamando a todo el pueblo las cosas que habían oído y visto, y predicando la palabra de Dios con mucha tribulación, perseguidos en gran manera por los que eran incrédulos, y golpeados por muchos de ellos…

“Y viajaron por toda la tierra de Zarahemla y entre todo el pueblo que se hallaba bajo el reinado del rey Mosíah, esforzándose celosamente por reparar todos los daños que habían causado a la iglesia, confesando todos sus pecados, proclamando todas las cosas que habían visto y explicando las profecías y las Escrituras a cuantos deseaban oírlos.

“Y así fueron instrumentos en las manos de Dios para llevar a muchos al conocimiento de la verdad, sí, al conocimiento de su Redentor” (Mosíah 27:32, 35–36).

Después de la conversión viene la responsabilidad y la obligación de compartir el conocimiento recibido con los demás hijos de nuestro Padre Celestial. La vida de Alma cambió y él se convirtió en uno de los misioneros más grandiosos que hayan existido. Enseñó con poder y con conocimiento propio sobre el plan de redención, ya que lo había aprendido de boca de un ángel, y después fue y sirvió.

Nos percatamos del grado de la conversión de Alma a la verdad y de su consecuente deseo de servir a todos los hijos de Dios cuando leemos lo que escribió cerca del fin de su ministerio:

“¡Oh, si fuera yo un ángel y se me concediera el deseo de mi corazón, para salir y hablar con la trompeta de Dios, con una voz que estremeciera la tierra, y proclamar el arrepentimiento a todo pueblo!

“Sí, declararía yo a toda alma, como con voz de trueno, el arrepentimiento y el plan de redención: Que deben arrepentirse y venir a nuestro Dios, para que no haya más dolor sobre toda la superficie de la tierra” (Alma 29:1–2).

En virtud de su entendimiento del plan de salvación y del servicio que se debe prestar al Señor, Alma había llegado al punto en el que se sentía restringido por las limitaciones de su cuerpo físico. Aunque era consciente de lo irrazonable de su petición, quería hacer más: quería proclamar el Evangelio con la voz del ángel que se lo había proclamado a él. Sintiéndose en gran deuda con el Señor, quería sacrificar incluso más de todo lo que tenía al servicio del Señor.

Algunos predicamos la doctrina del “yo” y declaramos que debemos pensar, primero y por encima de todo, en nosotros mismos. Sin embargo, la historia nos ha enseñado que el egoísmo jamás ha traído felicidad. El servir y compartir es una parte importante de la vida. Ciertamente, el gozo más gratificante para el alma consiste en dejar un legado de amor y servicio para que los demás lo imiten y disfruten de él. Bryant S. Hinckley, padre del presidente Gordon B. Hinckley, dijo lo siguiente sobre el servicio:

“El servicio es la virtud que siempre ha distinguido a los grandes de todos los tiempos y por la que serán recordados. Pone un distintivo de nobleza sobre sus discípulos y es la divina línea divisoria que separa a los dos grandes grupos del mundo: los que ayudan y los que obstaculizan, los que elevan y los que se doblegan, los que contribuyen y los que sólo consumen. Cuánto mejor es dar que recibir. El servicio, en cualquiera de sus formas, es atractivo y hermoso. Dar ánimos, tener compasión, mostrar interés, alejar el temor, edificar la autoconfianza y despertar la esperanza en el corazón de la gente —en pocas palabras, amarlos y demostrárselo— es rendir el más preciado de los servicios” (citado en Steven R. Covey, et al., First Things First, 1994, pág. 306; puntuación modificada).

Venir a esta vida para aprender y luego salir para servir es el fin de nuestra existencia terrenal. Si nuestros hechos se desvían de ese propósito, corrijamos el curso con prontitud y regresemos al camino correcto. Comprometámonos a dedicar más tiempo cada día, cada semana y cada año a asegurarnos que el curso en el que nos encontramos sea el que ha fijado el Señor, el sendero estrecho y angosto que conduce al único destino que nos dará una paz y una dicha imperecederas: el de la vida eterna.