2002
El maravilloso fundamento de nuestra fe
Noviembre de 2002


El maravilloso fundamento de nuestra fe

Gracias sean dadas a Dios por Su maravilloso otorgamiento de testimonio, autoridad y doctrina relacionados con ésta, la Iglesia restaurada de Jesucristo.

Mis queridos hermanos y hermanas, pido la inspiración del Señor al dirigirme a ustedes. No salgo de mi asombro ante la tremenda responsabilidad de dirigirme a los Santos de los Últimos Días. Estoy agradecido por su bondad y su paciencia. Ruego constantemente ser digno de la confianza de la gente.

Acabo de regresar de un viaje muy largo; ha sido muy pesado, pero ha sido maravilloso estar entre los santos. Si fuese posible, dejaría a cargo de otras personas los asuntos administrativos y rutinarios de la Iglesia, y luego, me dedicaría a visitar a la gente de las ramas pequeñas así como a la de las estacas grandes. Me gustaría reunirme con los santos dondequiera que estén. Considero que todo miembro de esta Iglesia merece una visita. Lamento que debido a las limitaciones físicas ya no me sea posible saludar con un apretón de manos a todos, pero puedo mirarles a los ojos con gozo en mi corazón y expresar mi amor y dejarles una bendición.

El motivo de este viaje reciente fue la rededicación del Templo de Freiberg, Alemania y la dedicación del Templo de La Haya, Holanda. Tuve la oportunidad de dedicar el Templo de Freiberg hace 17 años. Era un edificio un tanto modesto, construido en lo que antes era la República Democrática Alemana, la Zona Oriental de una Alemania dividida. Su construcción fue literalmente un milagro. El presidente Monson, Hans Ringger y otros se habían ganado la simpatía de los oficiales gubernamentales de Alemania Oriental, quienes dieron su aprobación.

El templo ha sido maravillosamente útil a través de estos años. El abominable muro ya ha desaparecido, lo que facilita que nuestros miembros viajen a Freiberg. El edificio se había deteriorado después de esos años y ya era inadecuado.

El templo se ha ampliado, al mismo tiempo que se ha hecho más hermoso y práctico. Efectuamos sólo una sesión dedicatoria, a la que concurrieron santos de una extensa región. En la espaciosa sala en la que nos encontrábamos sentados, podíamos ver las marcadas facciones en el rostro de muchos de esos firmes y maravillosos Santos de los Últimos Días quienes, a través de todos esos años, en los tiempos buenos como en los malos, bajo restricciones impuestas por el gobierno, y ahora en perfecta libertad, han guardado la fe, han servido al Señor y han sido grandes ejemplos. Lamento tanto no haber podido poner mis brazos alrededor de esos heroicos hermanos y hermanas y decirles lo mucho que los quiero. Si me están escuchando en estos momentos, espero que sepan de ese amor y que disculpen mi apresurada partida.

De ahí viajamos hasta Francia para atender unos asuntos de la Iglesia. Luego volamos a Rotterdam y por auto fuimos hasta La Haya. El trabajar en tres naciones en un día es un horario un tanto pesado para un anciano.

Al día siguiente dedicamos el Templo de La Haya, Holanda, donde se efectuaron cuatro sesiones. ¡Fue una experiencia conmovedora y maravillosa!

El templo es un edificio hermoso ubicado en un buen lugar. Estoy muy agradecido por la Casa del Señor que satisfará las necesidades de los santos de Holanda, Bélgica y partes de Francia. En 1861 se enviaron misioneros a esa parte de Europa. Miles se han unido a la Iglesia, habiendo emigrado la mayoría a los Estados Unidos. No obstante, ahora tenemos allí un maravilloso grupo de fieles y queridos Santos de los Últimos Días que son merecedores de una Casa del Señor en su país.

Decidí que mientras nos encontrábamos en esa parte del mundo visitaríamos otras regiones. Es así que viajamos a Kiev, en Ucrania, lugar que visité hace 21 años. Allí se respira una nueva sensación de libertad. ¡Qué inspiración reunirnos con más de 3.000 santos ucranianos! Las personas se congregaron de todas partes del país a costa de grandes incomodidades y gastos para llegar allí.

Una familia no podía pagar los pasajes para ir con todos sus integrantes, de modo que los padres se quedaron en casa y enviaron a sus hijos para que tuviesen la oportunidad de estar con nosotros.

De ahí fuimos a Moscú, Rusia, lugar donde estuve también hace 21 años. Se ha realizado un cambio; es como la electricidad: no se puede ver pero se puede sentir. Allí también tuvimos una maravillosa reunión, con la oportunidad de conversar con importantes oficiales del gobierno, como lo habíamos hecho en Ucrania.

¡Qué valioso e inestimable privilegio el reunirnos con esos extraordinarios santos que se han congregado “uno de cada ciudad, y dos de cada familia” en el redil de Sión, en cumplimiento de la profecía de Jeremías (véase Jeremías 3:14). La vida no es fácil para ellos; sus cargas son pesadas, pero su fe es firme y sus testimonios son vibrantes.

En esos lugares lejanos, desconocidos para la mayoría de los miembros de la Iglesia, la llama del Evangelio arde brillante y alumbra el camino para miles.

Luego viajamos a Islandia, un bello lugar con gente bella. Allí sostuvimos una larga entrevista con el presidente de la nación, un hombre sumamente distinguido y capaz que ha estado en Utah y que se expresa muy favorablemente de nuestra gente.

De nuevo nos reunimos con los santos. ¡Qué inspiración el mirar sus rostros que abarrotaban el centro de reuniones de la ciudad de Reykjavík!

En todos esos lugares, y en todas las oportunidades de hablar ante tantas personas, había algo que ocupaba mi mente en todo momento: la maravilla de esta obra, su absoluta maravilla. Las palabras de nuestro gran himno que acaba de entonar el coro acudían a mi mente repetidas veces:

“¡Qué firmes cimientos, oh santos de Dios,

tenéis por la fe en Su palabra de amor!”

(“Qué firmes cimientos” Himnos, Nº 40).

Como Santos de los Últimos Días, ¿comprendemos y apreciamos de verdad la fortaleza de nuestra posición? Entre las religiones del mundo es singular y admirable.

¿Es esta Iglesia una institución educativa? Sí; constante e interminablemente nos encontramos enseñando en una gran variedad de circunstancias. ¿Es una organización social? Lo es. ¿Es una gran familia de amigos que pasan tiempo juntos y disfrutan de la compañía de unos y otros? ¿Es una sociedad de ayuda mutua? Sí. Posee un extraordinario programa para edificar la autosuficiencia y brindar ayuda a los necesitados. Es todas esas cosas y más. Pero más que eso, es la Iglesia y reino de Dios, establecidos y dirigidos por nuestro Padre Celestial y Su amado Hijo, el Señor Jesucristo resucitado, para bendecir a todos aquellos que entren en Su redil.

Declaramos sin duda alguna que Dios el Padre y Su Hijo, el Señor Jesucristo, se aparecieron en persona al joven José Smith.

Cuando Mike Wallace me entrevistó en el programa 60 Minutos, me preguntó si en efecto yo creía eso. Le respondí: “Sí, señor; ese es lo milagroso”.

Así me siento al respecto. Nuestra fortaleza entera se basa en la validez de esa visión. O sucedió o no sucedió; si no ocurrió, quiere decir que esta obra es un fraude; si ocurrió, quiere decir que es la obra más importante y maravillosa debajo de los cielos.

Piensen en ello, hermanos y hermanas. Los cielos permanecieron sellados durante siglos. Varios hombres y mujeres buenos —personas realmente grandiosas y maravillosas— trataron de corregir, fortalecer y mejorar su sistema de adoración y el conjunto de su doctrina. A ellos rindo honor y respeto. El mundo es un lugar mejor debido a sus acciones valientes. Aunque considero que su obra fue inspirada, no se vio favorecida con la abertura de los cielos ni con la aparición de la Deidad.

Luego, en 1820, se recibió esa gloriosa manifestación en respuesta a la oración de un jovencito que en la Biblia familiar había leído las palabras de Santiago: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada” (Santiago 1:5).

Sobre esa singular y extraordinaria experiencia se basa la validez de esta Iglesia.

En todos los registros de la historia religiosa no hay nada que se le compare. En el Nuevo Testamento se encuentra el relato del bautismo de Jesús, en que se oyó la voz de Dios y el Espíritu Santo descendió como paloma. En el monte de la transfiguración, Pedro, Santiago y Juan vieron delante de ellos al Señor transfigurado; oyeron la voz del Padre, pero no le vieron.

¿Por qué tanto el Padre como el Hijo se aparecieron a un muchacho, un simple jovencito? Por una razón: Ellos vinieron para dar inicio a la más grandiosa de las dispensaciones del Evangelio de todos los tiempos, en que todas las generaciones anteriores se congregarían y se agruparían en una.

¿Duda alguien de que la época en la que vivimos sea la más maravillosa en la historia del mundo? En la ciencia, la medicina, los medios de comunicación y de transporte se ha llevado a cabo un asombroso florecimiento sin igual en todas las crónicas de la humanidad. ¿Sería razonable creer que también debería haber un florecimiento de conocimiento espiritual como parte de ese renacimiento incomparable de luz y entendimiento?

El instrumento en esta obra de Dios fue un jovencito cuya mente no estaba atestada de las filosofías de los hombres. Esa mente estaba limpia y sin el adiestramiento en las tradiciones de esa época.

Es fácil ver por qué la gente no acepta este relato. Es algo casi incomprensible, y sin embargo es sumamente razonable. Las personas que están familiarizadas con el Antiguo Testamento admiten la aparición de Jehová a los profetas que vivieron en esa época relativamente sencilla. ¿Pueden ellas con razón negar la necesidad de que el Dios de los cielos y Su Hijo resucitado aparecieran en este periodo sumamente complejo de la historia del mundo?

Testificamos de estas cosas extraordinarias: de que Ambos vinieron, de que José les vio en Su gloria resplandeciente, de que Ellos le hablaron y que él oyó y registró Sus palabras.

Conocí a alguien que decía ser intelectual, que dijo que la Iglesia era prisionera de su propia historia. Le respondí que sin esa historia no tenemos nada. La veracidad de ese acontecimiento singular, excepcional y extraordinario es el elemento fundamental de nuestra fe.

Pero esa gloriosa visión era tan sólo el comienzo de una serie de manifestaciones que constituyen la historia de los primeros días de esta obra.

Como si esa visión no fuese suficiente para corroborar la personalidad y la realidad del Redentor de la humanidad, a ello le siguió la aparición del Libro de Mormón; he aquí algo que el hombre podía tener en sus manos, que podía “sopesar”, por así decirlo; podía leerlo, podía orar en cuanto a él, ya que contenía una promesa de que el Espíritu Santo declararía su veracidad si ese testimonio se buscaba por medio de la oración.

Este libro extraordinario se yergue como un tributo a la realidad viviente del Hijo de Dios. La Biblia declara que “en boca de dos o tres testigos conste toda palabra” (Mateo 18:16). La Biblia, el testamento del Viejo Mundo, es un testigo; El Libro de Mormón, el testamento del Nuevo Mundo, es otro testigo.

No puedo comprender por qué el mundo cristiano no acepta este libro. Pienso que estarían en busca de cualquier cosa y de todo lo que estableciese sin duda alguna la realidad y la divinidad del Salvador del mundo.

A todo ello siguió la restauración del sacerdocio: primero, el Aarónico bajo las manos de Juan el Bautista, quien había bautizado a Jesús en el Jordán.

Luego vinieron Pedro, Santiago y Juan, apóstoles del Señor, quienes confirieron en esta época aquello que habían recibido de las manos del Maestro con quien habían caminado, incluso “las llaves del reino de los cielos” con autoridad para atar en los cielos lo que ellos ataren en la tierra (véase Mateo 16:19).

Posteriormente se confirieron llaves adicionales del sacerdocio bajo las manos de Moisés, Elías y Elías el profeta.

Piensen en ello, hermanos y hermanas. Piensen cuán maravilloso es.

Ésta es la Iglesia restaurada de Jesucristo. Nosotros somos Santos de los Últimos Días. Testificamos que los cielos se han abierto, que se ha partido el velo, que Dios ha hablado y que Jesucristo se ha manifestado a Sí mismo, a lo que siguió el otorgamiento de la autoridad divina.

Jesucristo es la piedra angular de esta obra, y está edificada sobre un “fundamento de… apóstoles y profetas” (Efesios 2:20).

Esa maravillosa restauración debe hacer de nosotros personas de tolerancia, de amor al prójimo, de agradecimiento y bondad hacia los demás. No debemos ser jactanciosos; no debemos ser orgullosos. Podemos ser agradecidos, y debemos serlo; podemos ser humildes, y debemos serlo.

Amamos a los miembros de otras iglesias; trabajamos juntos en buenas empresas. Les respetamos. Mas nunca debemos olvidar nuestras raíces; esas raíces que están en lo profundo del suelo del inicio de ésta, la última dispensación, la dispensación del cumplimiento de los tiempos.

¡Qué inspiración ha sido el mirar el rostro de hombres y mujeres a través del mundo, quienes llevan en su corazón una convicción solemne de la veracidad de este fundamento!

En lo que respecta a la autoridad divina, esto es lo más básico y fundamental de todo.

Gracias sean dadas a Dios por Su maravilloso otorgamiento de testimonio, autoridad y doctrina relacionados con ésta, la Iglesia restaurada de Jesucristo.

Éste debe ser nuestro grandioso y singular mensaje al mundo, el cual no ofrecemos con jactancia. Testificamos con humildad, pero con solemnidad y absoluta sinceridad. Invitamos a todos, a la tierra entera, a que escuchen este relato y evalúen su veracidad. Dios nos bendiga por creer en Sus manifestaciones divinas y nos ayude a extender el conocimiento de esos extraordinarios y gloriosos sucesos a todos los que estén dispuestos a escuchar. A éstos decimos, en un espíritu de amor: traigan todo lo bueno y toda la verdad que hayan recibido de cualquier fuente y veamos si podemos añadir a ellas. Extiendo esta invitación a los hombres y a las mujeres de todas partes con mi solemne testimonio de que esta obra es verdadera, y sé que es verdad por el poder del Espíritu Santo, en el nombre de Jesucristo. Amén.