2003
Las palabras de Jesús: En la cruz
junio de 2003


Las palabras de Jesús: En la cruz

Al meditar en las lecciones que encierran las palabras finales de Jesús, exclamamos con el centurión: “Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios” (véase Marcos 15:39).

Cuando viajo solo grandes distancias en automóvil me gusta escuchar El Mesías , de Handel, y otras composiciones sagradas que emplean textos de las Escrituras. Esta música siempre ha hecho que en mi corazón broten profundos sentimientos por el Salvador.

Hace muchos años, un amigo me regaló un disco de un oratorio de Franz Joseph Haydn titulado Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz . Hace poco recordé este oratorio mientras leía y meditaba nuevamente los relatos del Evangelio sobre la crucifixión del Salvador con la intención de entender mejor Su muerte. Obtuve un aprecio mayor por los últimos momentos de nuestro amado Redentor en la tierra mientras leía Salmos 115–118, los cuales el élder Bruce R. McConkie (1915–1985), del Quórum de los Doce Apóstoles, sugirió que debió haber cantado el Salvador durante Su última Pascua. Tanto Haydn como el élder McConkie organizan las últimas manifestaciones terrenales del Hijo de Dios en idéntico orden cronológico, el cual también voy a seguir yo aquí1.

Un prólogo doloroso

Para apreciar las palabras finales y preciadas de nuestro Redentor, debemos recordar que la crucifixión fue el último acto de una serie de acontecimientos profundos y difíciles. El primero fue el manjar de la Pascua, seguido de la agonía mental, física y espiritual de Getsemaní. A ello le siguió el arresto y los subsiguientes juicios ilegales. Pilato y Herodes le interrogaron. Fue azotado con correas de cuero que llevaban insertados fragmentos punzantes de hueso y plomo. El escarnio de los soldados retumbó en Sus oídos mientras le vestían con una túnica púrpura, le pusieron una corona de espinos y una caña a modo de cetro en sus amarradas manos. Luego tuvo que llevar Su cruz hasta el Gólgota con la ayuda de Simón de Cirene y a la hora tercera fue crucificado (véase Marcos 15:25).

Sujeto firmemente a la infame cruz entre dos ladrones también crucificados, despojado de sus ropas, las cuales se repartieron los soldados, torturado cada vez que respiraba, dado lo innatural de la postura, el Hijo de Dios quedó expuesto pública e ignominiosamente ante los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos, los soldados, la gente que pasaba y un puñado de amigos y parientes. Pero aun así, Sus últimas palabras son un reflejo de Su naturaleza divina.

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

El profeta José Smith nos proporcionó una importante percepción al aclararnos que en esa frase se refería a los soldados que le crucificaron (véase TJS—Lucas 23:35).

Los soldados que le azotaron, se burlaron de él y le clavaron a la cruz estaban obedeciendo órdenes. Sólo podían elegir entre hacer la voluntad de Pilato o ser castigados. Es probable que nunca hubiesen oído las enseñanzas de Jesús, y para ellos no era más que un hombre de una nación extraña y difícil de gobernar. Nuestro Salvador suplicó al Padre que los actos de ellos no les fueran contados como pecados sobre sus cabezas. La responsabilidad de Su muerte descansaba merecidamente en aquellos que habían dicho: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25).

Él, que había enseñado “Amad a vuestros enemigos… haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que… os persiguen” (Mateo 5:44), estaba preocupado por el bienestar espiritual de las personas que le traspasaron. ¡Qué gran lección para nosotros! Al ver más allá de sus motivos aparentes, debemos mostrar interés por los que no saben lo que hacen.

“Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43).

Uno de los ladrones crucificados reconoció ser como una oveja que se había descarriado y apartado a su propio camino (véase Isaías 53:6). Su luz interna se reavivó en la presencia de “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (Juan 1:9). Él no se unió a los que se burlaban, sino que apeló al Buen Pastor y se aferró a la tenue esperanza de poder ser salvo: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lucas 23:42). El Salvador respondió lleno de gracia y le dio esperanza. Probablemente, ese criminal no entendía que se le iba a predicar el Evangelio en el mundo de los espíritus ni que se le concedería la oportunidad de vivir en el Espíritu según Dios (véase 1 Pedro 4:6; D. y C. 138:18–34). Ciertamente, el Salvador se preocupó por el ladrón que colgaba a Su lado; y en verdad se preocupa grandemente por los que le aman y se esfuerzan por guardar Sus mandamientos.

“Mujer, he ahí tu hijo” (Juan 19:26).

María, la madre del Salvador, estaba de pie ante la cruz. Quizás en ese momento, mientras padecía al ver la carga infinita que había sido puesta en su hijo, el Hijo de Dios, recordó la profecía de Simeón: “He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel… y una espada traspasará tu misma alma” (Lucas 2:34–35). Pero a pesar de su propio dolor, ella debió haber percibido que Él estaba cumpliendo la voluntad de Dios, Su Padre, pues fue ella la que contestó al ángel: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38).

“He ahí tu madre” (Juan 19:27).

Al estar a punto de salir de esta etapa terrenal, la atención y las palabras ministrantes del Salvador se volvieron a Su madre, María. José, su esposo, había fallecido y Juan el Amado velaría a partir de ahora por sus necesidades. Estas palabras enseñan una lección sempiterna del Primogénito en lo referente a las responsabilidades familiares: honrar la voluntad de Dios de generación en generación, honrar a los padres y velar por las necesidades de los demás.

Las palabras anteriores manifestadas desde la cruz se pronunciaron entre las horas tercera y sexta. En la hora sexta, las tinieblas cubrieron la tierra durante tres horas, a medida que “el Dios de la naturaleza” padecía (véase 1 Nefi 19:10–12). “Parecería que, además de los espantosos sufrimientos inherentes a la crucifixión, se había vuelto a repetir la agonía del Getsemaní, intensificada más de lo que el poder humano pudiese soportar”2.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34).

Un ángel se apareció al Salvador para fortalecerle en Getsemaní (véase Lucas 22:43); ahora Él solo tenía que pisar el lagar. Nada de respuestas ni de ángeles; Él solo. ¿A qué pabellón oculto se había retirado el Padre (véase D. y C. 121:1)? Resulta difícil considerar las palabras de Sus labios agonizantes sin sentir una profunda emoción.

El atroz padecimiento público del Gólgota reafirmó la agonía privada de Getsemaní, permitiendo a Jesús dirigirse al Padre desde entonces y para siempre del siguiente modo: “Padre, ve los padecimientos y la muerte de aquel que no pecó, en quien te complaciste; ve la sangre de tu Hijo que fue derramada…” (D. y C. 45:4).

La soledad de Jesús mientras sufría nos recuerda que, en Su amor y respeto infinitos por sus hijos, Dios, nuestro Padre, puede permanecer a veces en silencio a fin de permitir que nuestros precarios esfuerzos obtengan la humilde victoria y representen “[todo] cuanto podamos”, tras lo cual Él nos salvará por medio de Su gracia todopoderosa (véase 2 Nefi 25:23).

“Tengo sed” (Juan 19:28).

Estas palabras confirman en parte la terrible agonía física que Jesús pasó en la cruz. Sus necesidades corporales suplicaban alivio. Su lengua tropezaba al articular palabra, pues se le pegaba a los resecos labios. En lo que a sufrimiento físico se refiere, tenemos un Dios que “ha descendido debajo de todo” (D. y C. 122:8).

Le acercaron a la boca una esponja empapada en vinagre; Él la aceptó y pronunció Sus últimas palabras en la vida terrenal.

“Consumado es” (Juan 19:30).

¡Se había llevado a cabo la Expiación perfecta! Sus padecimientos por los pecados del mundo habían terminado. ¿Pudo haber un momento más glorioso en toda la eternidad? Los añadidos inspirados que el profeta José Smith aportó a la Biblia nos enseñan que el Hijo se dirigió al Padre antes de decir “consumado es”. Luego anunció que se había cumplido la voluntad del Padre (véase Joseph Smith Translation, Matthew 27:54).

Jesús cumplió la voluntad del Padre desde Sus primeras palabras que dijo en la oración de Getsemaní hasta las últimas en la cruz. Bebió la amarga copa que el Padre le había dado, dando gloria al Padre y salvación a toda la humanidad (véase 3 Nefi 11:11). ¡Seamos así de sumisos, humildes y desinteresados en nuestras victorias y éxitos terrenales!

“Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu” (Lucas 23:46).

El Hijo del Todopoderoso entregó Su vida voluntariamente. De su madre, María, había heredado la mortalidad, y de Dios, el Padre de Su cuerpo terrenal, había heredado la capacidad de vivir para siempre en un estado mortal. Él entregó su vida para llevar a cabo la resurrección de toda la humanidad. Los espíritus de los justos que aguardaban en la prisión “estaban llenos de gozo y de alegría (D. y C. 138:15) por las nuevas de Su muerte, pues Su muerte y resurrección garantizaban su liberación de las cadenas de la muerte. Así también nosotros podemos estar llenos de gozo y de alegría cada día de nuestra existencia gracias al don de Su sacrificio y resurrección.

Jacob, un profeta del Libro de Mormón, expresó su esperanza de “que todos los hombres creyeran en Cristo y contemplaran su muerte” (Jacob 1:8). El sacrificio expiatorio del Salvador facilita a todos los hombres los medios para arrepentirse y obtener así la vida eterna. Al maravillarnos por los acontecimientos de Su muerte y meditar en la profundidad y la plenitud de las lecciones encerradas en las palabras que Él pronunció mientras se hallaba en la cruz, podemos exclamar con el centurión: “Verdaderamente este hombre [ es el ] Hijo de Dios” (Marcos 15:39).

El élder Alain A. Petion es un Setenta Autoridad de Área que sirve en el Área Europa Oeste.

Notas

  1. Véase Doctrinal New Testament Commentary, 3 volúmenes, 1966–1973, 1:744, 818.

  2. Véase James E. Talmage, Jesús el Cristo, 1975, pág. 695.