2003
Me quedé corto
septiembre de 2003


Me quedé corto

Aunque la vida no sea justa, da lo mejor de ti mismo; el Señor te compensará.

Siempre que a mi hermano mayor se le permitía quedarse levantado hasta muy tarde o le daban más helado que a mí, yo decía: “No es justo”. En esas ocasiones, y en muchas otras durante el transcurso de mi vida, siempre recibía como respuesta: “La vida no es justa”.

Estando en la escuela secundaria, no creía que la vida fuese justa. Yo era bajito, no sólo un poco más bajo del promedio, sino sumamente bajo. Un día, todos los alumnos de mi edad se alinearon según su altura para sacar una foto, y yo estaba en el extremo de la línea, el extremo más bajo.

A pesar de mi estatura, me encantaba el básquetbol y estaba decidido a entrar en el equipo. El gimnasio estaba lleno de muchachos que hacían ejercicios de entrenamiento para ganarse una plaza en el equipo, pero yo tenía la esperanza de que mis muchas horas de entrenamiento diesen resultados. Los entrenadores estaban en medio del gimnasio, observándonos y tomando anotaciones; con mi tamaño, yo oraba para que se fijaran en mí.

Después de los ejercicios de calentamiento, el director de entrenamiento sonó el silbato y nos explicó en qué consistía la primera prueba de encestamientos. Me pasó un balón y fui el primero en driblar desde media cancha, saltar una vez rebasada la línea de tres puntos y tirar en el aire. Sabía que todos me observaban y mis temblorosas manos me lo recordaban cada vez que driblaba. Me detuve en el punto central de la línea de tiro libre, salté y lancé la pelota, con la esperanza de que, al menos, tocara el aro. La bola rodó por el aro y entró en la red.

Más pronto de lo que deseaba, volvió a ser mi turno y una vez más mi lanzamiento pasó por el aro. Mi suerte continuó en la ronda siguiente. El jugador central del equipo del año pasado se fijó en mí y, decidido a ayudar a un novato que llevaba las de perder, comenzó a llamar la atención hacia mí cada vez que me tocaba intentar encestar. Afortunadamente, seguí encestando de manera certera.

Al final del día, cuando se dio a conocer la lista de los que habían pasado las primeras eliminatorias, mi nombre aparecía allí. Acababa de ascender el primer trecho de mi monte Everest.

Después de unos cuantos días de nervios tensos y pruebas de entrenamiento matutinas, se dio a conocer otra lista. Llegué a pasar mi segundo obstáculo. Cuando faltaban sólo una o dos eliminatorias más, las probabilidades de que me escogieran iban mejorando, pero los oponentes eran cada vez más formidables.

Las pruebas terminaron al final de la semana. Intenté conservar la calma al dirigirme al despacho de los entrenadores para ver si había quedado en el equipo, pero mi nombre no estaba en la lista.

El entrenador auxiliar, que también era mi profesor de ciencias, me habló en privado. “Eres un pequeño jugador excelente. Tienes mucho potencial”. Sus cumplidos no aliviaron mi decepción. “Es difícil tener que decir no a la gente, pero resulta que ahora mismo no tienes la estatura para jugar en el equipo. Tal vez el año que entra”.

¿Por qué yo? Uno de mis sueños se había derrumbado y no era porque no hubiese hecho un esfuerzo o no hubiera practicado, sino que se debía a algo ajeno a mi control. La vida no parecía ser justa.

¿Por qué yo?

Aunque he leído el Libro de Mormón varias veces, no fue sino hasta hace poco que me di cuenta de lo injusto que el éxito de Ammón le habría parecido a Aarón, su hermano. Ellos y otros nefitas fueron a enseñar a los lamanitas, pero mientras Ammón defendía los rebaños del rey, era lleno del Espíritu y bautizaba al rey Lamoni y a su pueblo, Aarón y sus hermanos padecían toda clase de aflicciones. Los lamanitas “los habían expulsado, y los habían golpeado, y echado de casa en casa y de lugar en lugar hasta que llegaron a la tierra de Middoni; y allí los aprehendieron y echaron en la cárcel, y los ataron con fuertes cuerdas, y los tuvieron encarcelados muchos días” (Alma 20:30).

Piensen en todas las razones que tenía Aarón para preguntarse: “¿Por qué yo?”. Ammón estaba teniendo mucho éxito mientras que Aarón no había presenciado más que fracasos y los muros de la prisión. Hasta la liberación de Aarón fue otro logro de Ammón. La vida de Aarón no era justa.

A pesar de ello, Aarón no mostró síntomas de resentimiento. Una vez libre de la prisión, retomó su servicio misional con la actitud de preguntar al Señor qué deseaba que hiciera, y el Señor le bendijo. Aarón enseñó y bautizó al padre de Lamoni, el rey de todos los lamanitas, y a su familia.

Me di cuenta de que, hasta cierto grado, mi situación se parecía a la de Aarón. Me rodeaba gente de éxito, pero por motivos que escapaban a mi control, yo no lo tenía. Pero podía optar por seguir compadeciéndome de mí mismo, preguntándome “¿Por qué yo?”, o, como Aarón, podría ser paciente y confiar en el Señor.

Me he dado cuenta de que, aunque la vida no siempre ha sido justa conmigo, puedo depositar mis preocupaciones en el Salvador. El élder Richard G. Scott, del Quórum de los Doce Apóstoles, dijo: “La Expiación no sólo nos ayuda a sobreponernos a los errores y las transgresiones, sino que también, en el debido tiempo del Señor, resolverá todas las desigualdades de la vida, todo lo que es injusto por ser consecuencia de las circunstancias o de las acciones de otras personas, y no de nuestras propias decisiones” (“Jesucristo, nuestro Redentor”, Liahona , julio de 1997, pág. 65). Cuando me vuelvo a Cristo, mi vida no se vuelve de repente justa; pero al esforzarme por ser como Él en mis injustas circunstancias, Él me ayuda a no resentirme e incluso a amar un mundo injusto.

Chad Morris es miembro del Barrio West Jordan 44, Estaca West Jordan Este, Utah.

“Ciertos ‘por qués’ terrenales no son en realidad preguntas, sino expresiones de resentimiento. Otros ‘por qués’ denotan que la prueba podría ser aceptable más adelante, pero no ahora, como si la fe en el Señor excluyera la fe en Su regulación del tiempo. Algunas preguntas de ‘por qué a mí’, formuladas en momentos de tensión, serían mucho mejores si fueran preguntas que comenzaran con ‘qué’, tales como: ‘¿Qué se requiere de mí ahora’? O, parafraseando las palabras de Moroni: ‘Si soy suficientemente humilde, ¿qué debilidad personal podría convertirse en fortaleza?’ (véase Éter 12:27)”.

Élder Neal A. Maxwell, del Quórum de los Doce Apóstoles, “ ‘Aplica la sangre expiatoria de Cristo’ ”, Liahona , enero de 1998, pág. 26.