2003
Con amor
septiembre de 2003


Con amor

Se levantó entre nosotras una espada divisoria. Entonces aprendí que tenía que enseñarle el Evangelio a mi amiga con amor.

Mi amiga Roberta y yo siempre habíamos compartido todo, hasta que se presentó el asunto de la Iglesia. Conocimos a los misioneros en nuestra ciudad natal de Italia y recibimos juntas las primeras charlas. Pero mientras mi testimonio crecía día a día, Roberta fue perdiendo interés cada vez más. Tuve dificultades para decidir bautizarme, pues sabía que mi amiga no se uniría a la Iglesia junto conmigo.

Una tarde, mientras hojeaba la Biblia, por casualidad leí el capítulo 10 de Mateo, y los versículos 34–38 me conmovieron profundamente:

“No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada.

“Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre…

“…y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí”.

El Espíritu me testificó que debía seguir el camino de la rectitud, aunque mis amigos y parientes no pudieran entenderlo; así que me bauticé.

Mi amistad con Roberta no se acabó, pero estábamos algo distanciadas. Ella no podía entender el entusiasmo que yo sentía por el Evangelio y yo no podía comprender el deseo que ella tenía por las cosas mundanas que ahora carecían de importancia para mí.

La “espada” divisoria de la que habló el Salvador había caído entre nosotras. Yo sufría a causa de ello, pero también empecé a juzgar a mi amiga: ¿Cómo podía ella rechazar algo tan sencillo y hermoso como el Evangelio? Debía tener un corazón muy duro para no aceptar algo tan obvio.

Al percibir mi actitud, Roberta se puso a la defensiva. Claro está que no le gustaba que pensara que ella tenía el corazón endurecido, pero cada vez que yo hablaba de religión, ella cambiaba de tema y Dios se convirtió en alguien de quien discutíamos.

Pasaron dos años. Un día le pregunté a Roberta si le gustaría acompañarme a Foggia, ciudad donde iba a recibir mi bendición patriarcal. Ella accedió a ir, principalmente porque hacía tiempo que no salía de viaje.

Mientras Roberta aguardaba en otro cuarto, el hermano Vincenzo Conforte me dio una bendición maravillosa. Estaba tan embargada del Espíritu que me olvidé por completo de Roberta, que debía sentirse como pez fuera del agua mientras me esperaba. Pero el hermano Conforte se encontró con ella y cuando supo que no era miembro de la Iglesia, se arrodilló humildemente a su lado, la miró a los ojos y compartió con ella un dulce y poderoso testimonio. Dios en verdad vivía y la amaba, le testificó, y ella podía llegar a conocerle por medio de la oración sincera.

Aquel testimonio conmovió el corazón de Roberta y cambió por completo mi visión de cómo compartir el Evangelio con los demás. Con aquel gesto tan sencillo, el patriarca me enseñó a ser un verdadero testigo de Dios.

Ahora me doy cuenta de que podemos lograr que nuestros seres queridos se acerquen más a Dios si les hablamos de Él con la voz dulce y apacible del Espíritu. Dios es amor y es mediante ese amor que lo escogemos a Él. Debido al amor que tiene por nosotros, Dios llamó a José Smith a restaurar Su Iglesia, para que podamos aprender a amar de forma perfecta. Nosotros testificamos de Jesucristo, el más humilde y manso de los hijos de Dios.

Desde aquella experiencia, muchos de mis amigos se han bautizado en la Iglesia. Mi amiga Roberta está incluso considerando estudiar el Evangelio, y yo he aprendido algo que jamás olvidaré: Siempre que testifiquemos del Salvador y de Su Evangelio, debemos hacerlo con amor.

Stefania Postiglione es miembro de la Rama Flegreo, Distrito Nápoles, Italia.