2003
El ser testigos de Dios
diciembre de 2003


Un testigo especial

El ser testigos de Dios

¿Sabías que cuando el élder Henry B. Eyring era joven, su rama se reunía en un hotel? Luego las reuniones se efectuaban en su casa. Él y sus hermanos eran los únicos miembros de la Iglesia en sus escuelas. Durante ese tiempo aprendió a ser un testigo de Dios y nos enseña a nosotros cómo serlo.

Todo miembro ha hecho el convenio en las aguas del bautismo de ser un testigo de Dios. Todo miembro ha hecho un convenio de hacer obras bondadosas, tal como lo haría el Salvador.

El poder de ese convenio de amar y de ser testigo debería transformar [o mejorar] lo que los miembros hacen en todo el mundo.

Miles de veces durante el día, gente curiosa de saber algo sobre nuestra vida observa a los miembros de la Iglesia. Dado que estamos bajo un convenio de ser testigos, trataremos de decirles por qué el Evangelio nos ha traído felicidad. Lo que ellos piensen con respecto a lo que les digamos puede que dependa, en gran manera, del grado de interés que piensen que tenemos por ellos y por su bienestar.

Puedo hacer dos promesas a aquellos que ofrecen el Evangelio a los demás. La primera es que, incluso aquellos que lo rechacen algún día nos lo agradecerán. Más de una vez he pedido a los misioneros que visiten a amigos que viven lejos de mí, he sabido que los misioneros fueron rechazados y más tarde he recibido una carta de mis amigos en la que más o menos decían: “Fue un honor para mí saber que me ofreciste algo que para ti significa tanto”. Mi segunda promesa es que al ofrecer el Evangelio a los demás, éste se arraigará más en el corazón de ustedes mismos. Cuando lo ofrecemos a nuestros semejantes, se convierte en el manantial de aguas vivas que brota para vida eterna.

Muchos de nosotros que hemos hecho convenios con Dios enfrentamos problemas especiales, pero cada uno de nosotros comparte también una promesa común. Nuestro Padre Celestial nos conoce y sabe de nuestras circunstancias, incluso lo que enfrentaremos en el futuro. Su amado Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, sufrió y pagó el precio de nuestros pecados y los de toda la gente que hemos conocido y que llegaremos a conocer.

Adaptado de un discurso de la conferencia general de octubre de 1996.