2003
La divinidad de Jesucristo
diciembre de 2003


Clásicos del Evangelio

La divinidad de Jesucristo

Orson F. Whitney nació el 1 de julio de 1855 en Salt Lake City, Utah. Fue ordenado al Quórum de los Doce Apóstoles el 9 de abril de 1906 por el presidente Joseph F. Smith. El élder Whitney falleció el 16 de mayo de 1931 en Salt Lake City a la edad de 75 años. Éste es un fragmento de un discurso pronunciado en la sesión del domingo por la tarde de la Conferencia Conmemorativa de la AMM celebrada el 7 de junio de 1925.

En una época en la que se pone en tela de juicio el carácter divino y la misión del Redentor del mundo, incluso entre muchos de los que dicen ser cristianos, es causa de felicitación y regocijo que aún se halle “fe en la tierra” [Lucas 18:8]: fe en Jesucristo como el Hijo mismo de Dios, el Salvador de la humanidad nacido de una virgen, el Mensajero ungido y preordenado de Aquel que “de tal manera amó… al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Los Santos de los Últimos Días se cuentan entre aquellos que se aferran a esa convicción… y esta noche enarbolamos nuestro estandarte, adornado con el lema de los jovencitos y las jovencitas de Sión: “ Damos testimonio individual de la divinidad de Jesucristo ”.

Cómo se recibe el testimonio

El testimonio se recibe sólo de una manera: a la manera de Dios, no a la del hombre. Los libros no pueden darlo, ni las escuelas concederlo. No hay poder alguno del hombre que sea capaz de comunicarlo. Procede, en caso de que así sea, como un don de Dios por conducto directo e inmediato de la revelación de lo alto.

Jesús dijo a Su apóstol principal: “…Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro respondió: “…Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Jesús añadió: “…Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:15–17).

Eso era lo que constituía la base del testimonio de Pedro, y era la base de todo testimonio verdadero, de carácter similar; todos descansan sobre el mismo cimiento.

Testimonio significa evidencia, y puede constar de diversos elementos, frutos de los variados dones del Evangelio. En esta categoría entran los sueños, las visiones, las profecías, el hablar en lenguas y su interpretación, las sanidades y otras manifestaciones del divino Espíritu.

La evidencia más certera

Sin embargo, el testimonio más grande y más convincente de todos consiste en la iluminación del alma bajo el avivante e instructivo poder del Espíritu Santo, el Consolador, prometido por el Salvador a Sus discípulos para que permaneciera con ellos después de Su partida, a fin de ayudarles a recordar las cosas pasadas y mostrarles cosas que vendrían, poniendo de manifiesto así las cosas de Dios pasadas, presentes y futuras.

El don más grande de Dios

Sólo por medio de ese Espíritu pueden los hombres conocer a Dios y a Jesucristo, a quien Él ha enviado. El conocer[les] y el actuar en consonancia con ese conocimiento equivale a procurar la vida eterna. Mientras se halla en la carne, el conocimiento más grande que puede recibir el hombre es el de cómo obtener el más grande de todos los dones celestiales.

Para conocer a Dios, el hombre debe conocerse a sí mismo, debe saber de dónde procede, por qué se halla aquí, qué espera de él su Creador, a dónde irá una vez que parta de esta vida terrenal y qué le aguarda en el grandioso más allá. El Espíritu Santo es la fuente de la que mana ese conocimiento, el más preciado que pueda poseer el hombre. Gracias a él se recibe el testimonio de que Jesucristo fue y es divino…

El testimonio de la historia

“Yo sé que mi Redentor vive” [Job 19:25], el mensaje principal que encierra la jubilosa declaración del justo Job y que brota desde lo profundo de su amargamente probada, dolorida, pero paciente alma, se hace eco en los 10.000 corazones, sí, en 10.000 veces 10.000, de los fieles y justos cuyos testimonios inspirados se han repetido a lo largo de la historia desde los días de Adán hasta los de José Smith. Las santas Escrituras están repletas de los testimonios de la divinidad de Cristo, de la que dan fe diversos milagros y maravillas.

Una vida y una muerte divinas

Aun si Cristo no hubiera efectuado milagro alguno, aun si no hubiera caminado sobre el agua, sanado a los enfermos, expulsado demonios, restaurado la vista a los ciegos, hecho que los cojos caminaran, o cualquier otra cosa que los hombres consideran como algo sobrenatural, ¿acaso no había en Él aquello que testificaba irrefutablemente de Su divinidad?

¿Qué podría haber más divino que la vida de Uno que “anduvo haciendo bienes” [Hechos 10:38], que enseñaba a los hombres a perdonar a sus enemigos, a orar por quienes los perseguían y a hacer a los demás lo que deseaban que los demás hicieran con ellos? ¿Acaso no nos dio un ejemplo de magnanimidad divina al solicitar, mientras padecía en la cruz la agonía de la muerte, el perdón celestial para sus asesinos culpables? “…Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” [Lucas 23:34].

¿Qué podría ser más divino que eso? ¿Quién, sino un Dios, podría ofrecer semejante oración en semejante momento? “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” [Juan 15:13]. Mas aquí había Uno que podía poner Su vida por Sus enemigos, así como por Sus amigos. Ningún hombre terrenal habría podido hacer eso. Se requirió que un Dios muriera por todos los hombres —enemigos, así como amigos—, un acto que por sí solo pone el sello de divinidad sobre el carácter y la misión de Jesucristo.

Los hombres que supieron

Los Doce Apóstoles fueron Sus testigos especiales y, como tales, tuvieron que saber sin duda alguna que Él era quien decía ser, era algo nuevo que se requirió de ellos. Debían dar fe de Su resurrección, y no había habido resurrección en este planeta sino hasta que Cristo salió de la tumba. Él fue “primicias de los que durmieron” [1 Corintios 15:20]. Aquellos apóstoles tenían que saber, y no sólo creer, pues no podían ir al mundo y decir: “Creemos, opinamos o suponemos que Jesucristo ha resucitado de entre los muertos”. ¿Qué efecto habría tenido eso en una generación endurecida por el pecado? No, la mera creencia no habría sido suficiente en su caso. Debían saber, y supieron, porque lo habían visto y oído, e incluso se les había permitido tocarlo, para que se convencieran de que Él era en verdad la resurrección y la vida. Tenían derecho a ese conocimiento, dado el carácter singular de la misión que tenían. Sin embargo, al mundo en general se le requería creer en lo que los apóstoles testificaran de Él…

Creencia y conocimiento

El pedir señales constituye una abominación y delata una disposición adúltera. Es una bendición creer sin ver, puesto que el desarrollo espiritual procede del ejercicio de la fe, uno de los grandes objetivos de la existencia terrenal del hombre. Por otro lado, el conocimiento, al consumir la fe, impide su ejercicio y, por consiguiente, atrofia su desarrollo. “El conocimiento es poder”, y todas las cosas se sabrán en su momento. Pero el conocimiento prematuro (conocer en el momento equivocado) es letal, tanto para el progreso como para la felicidad.

El caso de los apóstoles fue una excepción, pues se hallaban en una posición singular. Para ellos era mejor —no, era absolutamente esencial— saber a fin de dar la fuerza y el poder necesarios a su tremendo testimonio.

Poder de lo alto

Aún así, incluso en su caso, era necesario algo más que ver con el ojo, que oír con el oído y que percibir por el tacto a fin de saber y testificar de la divinidad de Cristo. Antes de la resurrección, Pedro sabía que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios viviente; lo supo por revelación divina; y sus compañeros de los Doce tenían derecho a recibir ese mismo conocimiento por el mismo medio que lo impartían.

Ese algo, además de Su aparición a ellos en un estado resucitado, era necesario a fin de prepararlos para su obra, y se aprecia en el hecho de que, después de dicha aparición y de haberles comisionado ir “por todo el mundo y [predicar] el evangelio a toda criatura” [Marcos 16:15], Él les mandó permanecer en Jerusalén hasta que fueran “investidos de poder desde lo alto” [Lucas 24:49]. Obedecieron y el poder vino sobre ellos: “…vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba… y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:2–4).

Los apóstoles dieron ese mismo poder a otras personas, incluso a todos los que tenían fe en Jesucristo, que se habían arrepentido de sus pecados y que habían sido purificados por el bautismo a manos de aquellos que tenían la autoridad divina para oficiar en esa ordenanza, a fin de que pudieran recibir el Espíritu Santo y lograr la vida eterna mediante la obediencia continua.

Un testimonio de los últimos días

Suficiente sobre el pasado. Procedamos ahora con la época actual. José Smith, a quien se revelaron el Padre y el Hijo en las primeras décadas del siglo diecinueve, y por conducto de quien se restauró el Evangelio sempiterno, con todos sus dones y bendiciones, al principio de la última y más grande de las dispensaciones del Evangelio; José Smith, que, en compañía de Sidney Rigdon, vio al Hijo de Dios sentado a la diestra de Dios y contempló las glorias de la eternidad; José Smith, que, acompañado de Oliver Cowdery contempló a Jehová, el mismo Jesucristo, de pie sobre el barandal del púlpito del Templo de Kirtland; José, el profeta martirizado que entregó su vida para poner los cimientos de esta obra… dejó más que un poderoso testimonio de la divinidad de Jesucristo. Decenas de miles de fieles santos se han regocijado y se regocijan en esos testimonios, los cuales les han sido confirmados por el poder convincente del Espíritu Santo.

En el campo misional

Permítanme contribuir con mi granito de arena a la amplia evidencia aquí facilitada respecto de esta cuestión sumamente importante. Hace cincuenta años, o puede que algo menos, yo era un joven misionero en el estado de Pensilvania. Había estado orando por un testimonio de la verdad, pero no había mostrado gran celo en la labor misional. Mi compañero, un veterano en la causa, me reprendió por mi falta de diligencia en ese aspecto: “Debiera estar estudiando los libros de la Iglesia”, dijo; “se le llamó a predicar el Evangelio, no a escribir para los diarios”, pues eso era lo que hacía en ese momento.

Sabía que tenía razón, pero seguí con mi ritmo, fascinado por el descubrimiento de mi aptitud para redactar, prefiriendo esa ocupación a cualquier otra, excepto el [teatro], mi temprana ambición, la cual había ofrecido como sacrificio cuando, a los 21 años, acepté el llamamiento al campo misional.

En Getsemaní

Una noche soñé, si es que se le puede llamar sueño, que me hallaba en el huerto de Getsemaní, presenciando la agonía del Salvador. Lo vi tan claramente como ahora contemplo a esta congregación. Me hallaba detrás de un árbol, en primer plano, desde donde podía ver sin ser visto. Jesús, en compañía de Pedro, Santiago y Juan, pasaron por una pequeña portezuela situada a mi derecha, y luego de dejar a los tres apóstoles allí después de decirles que se arrodillaran y oraran, Él se fue hacia el otro lado, donde también se arrodilló y oró. Se trataba de la misma oración con la que todos estamos familiarizados: “…Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” ([véase] Mateo 26:36–44; Marcos 14:32–41; Lucas 22:42).

Mientras oraba, las lágrimas le bañaban el rostro, que se hallaba en dirección a mí. Tanto me conmovió lo que estaba presenciando, que también lloré, movido por la lástima que en mí provocaba Su gran pesar. Todo mi corazón estaba con Él. Lo amaba con toda mi alma y anhelaba estar con Él como jamás he deseado algo en mi vida.

Entonces se levantó y caminó hasta donde los apóstoles estaban arrodillados… ¡y dormidos! Los despertó con dulzura y con un tono de tierno reproche totalmente desprovisto de la menor intención de ira o reprimenda, les preguntó si acaso no podían velar con Él al menos una hora. Allí estaba Él, con todo el peso de los pecados del mundo sobre Sus hombros, con los dolores de todo hombre, toda mujer y todo niño atravesando Su delicada alma… ¡y ellos no podían velar con Él ni una mísera hora!

Regresó a Su sitio, oró de nuevo y volvió para encontrarlos nuevamente dormidos. Una vez más los despertó, los amonestó y volvió a orar como había hecho antes. Eso sucedió en tres ocasiones hasta que me familiaricé perfectamente con Su apariencia: Su rostro, Su forma y Sus movimientos. Era de estatura noble y porte majestuoso —en vez del ser débil y afeminado que han concebido algunos pintores—, un verdadero Dios entre los hombres, pero a la vez manso y humilde como un niño.

De repente, la situación pareció cambiar, si bien el escenario seguía siendo el mismo, pero ahora, ya había tenido lugar la Crucifixión y el Salvador estaba con los tres apóstoles a mi izquierda. Estaban a punto de partir y de ascender al cielo. Ya no pude soportarlo más; salí corriendo de detrás del árbol, caí a Sus pies, me abracé a Sus rodillas y le supliqué que me llevara con Él.

Jamás olvidaré la forma tierna y bondadosa en que se inclinó, me levantó y me abrazó. Era tan vívido, tan real, que pude sentir el calor de Su pecho. Entonces me dijo: “No, hijo mío, ellos han terminado su obra y pueden acompañarme, pero tú debes quedarte y terminar la tuya”. Aún me hallaba abrazado a Él y con la mirada elevada hacia Su rostro —pues era más alto que yo—, supliqué de todo corazón: “Al menos prométeme que al final iré contigo”. Sonrió dulce y tiernamente y dijo: “Eso dependerá totalmente de ti”. Desperté con un nudo en la garganta, y ya había amanecido.

La moraleja

“Es de Dios”, dijo mi compañero (el élder A. M. Musser) cuando le relaté mi sueño. “No hace falta que me lo diga”, le contesté; veía la moraleja con total claridad. Jamás pensé que sería apóstol ni que tendría ningún otro cargo en la Iglesia, y tampoco se me ocurrió en ese momento. Sin embargo, sabía que aquellos apóstoles dormidos me simbolizaban a mí; yo me hallaba dormido en mi puesto, como sucede con cualquier hombre o cualquier mujer que, al haber sido comisionado divinamente para hacer una cosa, hace otra.

El consejo del presidente Young

Todo cambió a partir de ese momento; ya era un hombre diferente. No dejé de escribir, pues el presidente Brigham Young [1801– 1877], habiéndose percatado de algunas de mis contribuciones en los periódicos locales, me escribió para aconsejarme que cultivara lo que él llamó mi “talento para escribir”, a fin de poder emplearlo en el futuro “para el establecimiento de la verdad y la rectitud en la tierra”. Ése fue el último consejo que me dio, pues falleció ese mismo año mientras yo aún me encontraba en el campo misional, laborando en el estado de Ohio. Seguí escribiendo, pero para la Iglesia y el reino de Dios. Ésa fue mi actividad principal; todo lo demás era secundario.

El testimonio del orador

Entonces llegó la iluminación divina, que es más grande que todos los sueños, las visiones y las demás manifestaciones juntas. Por medio de la luz de la lámpara de Jehová, o sea, el don del Espíritu Santo, vi lo que hasta ese momento no había visto, supe lo que hasta ese momento no había sabido: amaba al Señor como nunca antes lo había amado. Mi alma estaba satisfecha, mi gozo era pleno, pues tenía un testimonio de la verdad, el cual ha permanecido conmigo hasta el día de hoy.

Sé que mi Redentor vive. Ni siquiera Job lo supo mejor que yo. Tengo pruebas de las que no dudo y es por eso que esta noche me cuento entre aquellos que enarbolan el estandarte con el lema que nos define, el de poseer y proclamar un testimonio individual de la divinidad de Jesucristo.

Publicado en Improvement Era, enero de 1926, págs. 219–227; se han actualizado la puntuación, las mayúsculas y la ortografía.