2004
Milagros de fe
julio de 2004


Mensaje de la Primera Presidencia

Milagros de fe

Hace casi cincuenta años recibí una invitación para reunirme con el presidente J. Reuben Clark, hijo (1871–1961), consejero de la Primera Presidencia de la Iglesia, estadista destacado y erudito reconocido internacionalmente. En ese entonces, yo trabajaba en el negocio editorial. El presidente Clark me recibió amablemente en su oficina y luego sacó de su viejo escritorio un paquete de notas manuscritas, muchas de las cuales había redactado años antes, cuando era estudiante de abogacía. Me lo entregó y me explicó su intención de publicar un índice correlacionado de los evangelios; el resultado de ese trabajo es la monumental obra titulada Our Lord of the Gospels ( Nuestro Señor de los Evangelios ).

En mi biblioteca personal tengo un ejemplar encuadernado en cuero de ese clásico tratado de la vida de Jesús de Nazaret. Al hojearlo, me detuve en la sección titulada “Los milagros de Jesús”. Recuerdo como si fuera ahora cuando el presidente Clark me pidió que le leyera varios de esos relatos mientras permanecía atento a la lectura, sentado en un gran sillón de cuero. Aquel fue un día que jamás olvidaré.

El presidente Clark me pidió que leyera en voz alta el relato de Lucas sobre el leproso. Leí lo siguiente:

“Sucedió que estando él en una de las ciudades, se presentó un hombre lleno de lepra, el cual, viendo a Jesús, se postró con el rostro en tierra y le rogó, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme.

“Entonces, extendiendo él la mano, le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante la lepra se fue de él” (Lucas 5:12–13).

Después, me pidió que siguiera leyendo en Lucas, esta vez el relato del hombre paralítico y la ingeniosa manera que tuvieron de atraer la atención del Señor hacia él:

“Y sucedió que unos hombres que traían en un lecho a un hombre que estaba paralítico, procuraban llevarle adentro y ponerle delante de él.

“Pero no hallando cómo hacerlo a causa de la multitud, subieron encima de la casa, y por el tejado le bajaron con el lecho, poniéndole en medio, delante de Jesús.

“Al ver él la fe de ellos, le dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados” (Lucas 5:18–20).

Los fariseos allí presentes hicieron comentarios despectivos sobre quién tenía derecho a perdonar pecados; pero Jesús acalló sus críticas, diciéndoles:

“¿Qué caviláis en vuestros corazones?

“¿Qué es más fácil, decir: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda?

“Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa.

“Al instante, levantándose en presencia de ellos, y tomando el lecho en que estaba acostado, se fue a su casa, glorificando a Dios” (Lucas 5:18–20, 22–25).

Cuando terminé de leer esos relatos de las Escrituras, el presidente Clark sacó del bolsillo un pañuelo y se secó las lágrimas, comentando: “Al envejecer, nos emocionamos con más frecuencia”. Después de unas palabras de despedida, salí de su oficina dejándolo a solas con sus pensamientos y sus lágrimas.

Al reflexionar en esa experiencia con el presidente Clark, mi corazón rebosa de gratitud hacia el Señor por Su intervención divina para aliviar el sufrimiento, sanar a los enfermos y levantar a los muertos. Al mismo tiempo, siento pesar por los muchos otros afligidos que no supieron cómo hallar al Maestro, conocer Sus enseñanzas y recibir los beneficios de Su poder. Recuerdo que el presidente Clark mismo sufrió mucho con la trágica muerte de su yerno, Mervyn S. Bennion, capitán del acorazado West Virginia, ocurrida en Pearl Harbor. Ese día no hubo un carnero en el zarzal para evitar el sacrificio, no hubo acero que detuviera las balas, no hubo un milagro que sanara las heridas. Pero la fe no flaqueó jamás y la respuesta a las oraciones proporcionó el valor para seguir adelante.

Su ayuda está cerca

Eso mismo sucede actualmente. En nuestra vida, la enfermedad ataca a seres queridos, los accidentes dejan crueles marcas en la memoria, y las piernecitas que una vez corrieron están ahora aprisionadas en una silla de ruedas. Madres y padres que esperan ansiosos la llegada de un anhelado bebé a veces se enteran de que la criatura no se encuentra bien; se enfrentan a un cuerpecito que carece de un miembro, cuyos ojos no ven, que ha sufrido daño cerebral o que padece el llamado “síndrome de Down”, y se quedan confusos, llenos de dolor, buscando a tientas una esperanza.

Entonces se produce el inevitable sentimiento de culpabilidad, las acusaciones por descuido y las preguntas de siempre: “¿Por qué una tragedia así en nuestra familia?”, “¿Por qué no hice que se quedara en casa?”, “¡Si no hubiera ido a esa fiesta!”, “¿Cómo pudo suceder eso?”, “¿Dónde estaba Dios?”, “¿Dónde estaba el ángel guardián?”. El “si”, el “por qué”, el “dónde”, el “cómo” —esas palabras recurrentes— no devuelven al hijo perdido, no otorgan al cuerpo la perfección, ni hacen realidad los planes de los padres ni los sueños de la juventud. Ni la autocompasión, ni el aislamiento ni la profunda desesperación pueden brindar la paz, la tranquilidad y la ayuda que se necesitan. En cambio, debemos seguir adelante, mirar hacia lo alto, avanzar y elevarnos hacia lo celestial.

Es imperativo que reconozcamos que lo que nos ha pasado también ha sucedido a otras personas. Ellas se han sobrepuesto y nosotros debemos hacerlo también. No estamos solos; la ayuda de nuestro Padre Celestial está a nuestro alcance.

El ejemplo de Job

Quizás ninguna otra persona haya sufrido más aflicciones que Job, a quien se describió como “hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:1). Él había prosperado en gran medida; luego se enfrentó a la pérdida de literalmente todo lo que tenía: sus riquezas, su familia, su salud. En cierto momento se le sugirió: “Maldice a Dios, y muérete” (Job 2:9). La síntesis que hizo Job de su fe, después de pasar tribulaciones por las que muy pocos pasan, es un testimonio de verdad, una proclamación de valor y una declaración de confianza:

“¡Quién diese ahora que mis palabras fuesen escritas! ¡Quién diese que se escribiesen en un libro;

“Que con cincel de hierro y con plomo fuesen esculpidas en piedra para siempre!

“Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo;

“Y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios;

“Al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro…” (Job 19:23–27) .

Permítanme compartir con ustedes una pequeña muestra de la vida de otras personas, para aprender que después de las lágrimas de un día de desesperanza, de una noche de tribulación, “a la mañana vendrá la alegría” (Salmos 30:5).

Cuando el gozo llega

Hace varios años, la Universidad Brigham Young honró con la Mención Honorífica Presidencial a Sarah Bagley Shumway, una extraordinaria mujer de nuestros días. La mención contenía las siguientes palabras: “El drama de la vida cotidiana, que tiene significado eterno pero que pasa muchas veces inadvertido, suele desarrollarse en nuestro propio hogar y entre nuestros propios familiares. Las personas que viven en estos sencillos pero importantes lugares dan estabilidad al presente y brindan una promesa para el futuro. Su vida es de constante lucha y profundos sentimientos al enfrentar circunstancias que raramente se asemejan a lo que presentan las obras teatrales, las películas y los noticieros. Pero sus victorias, por pequeñas que sean, fortalecen las fronteras por las que deberán pasar futuras generaciones”.

Sarah se casó en 1948 con H. Smith Shumway, en aquel entonces su “amigo y novio desde hacía nueve años”. El noviazgo fue más largo de lo acostumbrado porque Smith, que era oficial de infantería durante la Segunda Guerra Mundial, resultó gravemente herido por la explosión de una mina en el avance sobre París y quedó ciego. Durante el largo periodo de rehabilitación, Sarah aprendió braille con el fin de mantener correspondencia privada con él, ya que no toleraba la idea de que otros tuvieran que leer las cartas que ella escribía al hombre que amaba.

Percibimos algo del espíritu de esa joven pareja en la forma sencilla que tuvo Smith Shumway de proponerle matrimonio a su novia. Cuando finalmente llegó a su casa en el estado de Wyoming, después de la guerra, le dijo a Sarah: “Si estás dispuesta a conducir, a emparejarme los calcetines y a leer la correspondencia, yo haré el resto”. Ella aceptó la propuesta.

Los años de estudio dieron como resultado una carrera de éxito, ocho hijos talentosos, una hueste de nietos y vidas de servicio. A lo largo de su vida, los Shumway enfrentaron dificultades con un hijo sordo, un hijo misionero que enfermó de cáncer y una nieta melliza que sufrió daños al nacer.

Mi familia y yo tuvimos el privilegio de conocer a toda la familia Shumway en un campamento de verano. Todos ellos llevaban puesta una camiseta con un mapa en el que estaba marcado el lugar de donde provenía cada hijo y familia, junto a sus nombres. El hermano Shumway, con justificado orgullo, señaló en su camiseta la ubicación de sus seres queridos, al mismo tiempo que sonreía con gran felicidad. Hasta ese momento no se me había ocurrido que él nunca había visto a ninguno de sus hijos o nietos. ¿O sí? Aunque sus ojos jamás los habían visto, en el corazón ya los conocía y los amaba.

En una noche de diversión, la familia Shumway ocupó el escenario del campamento. Se preguntó a los hijos: “¿Cómo fue crecer en una casa con un padre ciego?”. Una de las hijas contestó sonriendo: “Cuando éramos chicos, a veces considerábamos que papá no debía comer demasiado postre; así que, sin decir nada, le cambiábamos su porción más grande por una de las nuestras, más pequeñas. Tal vez se diera cuenta, pero nunca protestó”.

Una de las niñas nos conmovió al relatar lo siguiente: “Cuando tenía cinco años, recuerdo que papá me tomaba de la mano y me llevaba a recorrer el vecindario; y nunca me di cuenta de que estaba ciego porque me hablaba de los pájaros y de otras cosas. Siempre pensé que me llevaba de la mano porque me amaba más de lo que otros padres amaban a sus hijos”.

Aunque Sarah Smith Shumway ya ha fallecido, ella y su familia nos dejan un gran ejemplo como personas que se elevan por encima de la adversidad y el dolor al haber superado la tragedia de las discapacidades producidas por la guerra y recorrido valientemente el feliz sendero de la vida.

Ella Wheeler Wilcox, poetisa estadounidense, escribió:

Con gran facilidad se es amable

cuando la vida suave se desliza;

mas se demuestra valor indomable

si del dolor brota la sonrisa.

Pues la prueba es el mismo dolor

que nos espera a lo largo de la vida,

y la sonrisa que merece honor

es la que a través de lágrimas brilla1.

Me conmovió el inspirador ejemplo de Melissa Engle, de West Valley City, Utah. Hay un artículo sobre ella en el número de la revista New Era de agosto de 1992. Melissa misma cuenta:

“Cuando nací, tenía sólo el pulgar de la mano derecha porque el cordón umbilical se me había envuelto alrededor de los otros dedos y me los [cercenó]. Mi padre quiso buscar una actividad que me fortaleciera la mano y la hiciera útil; lo más apropiado parecía ser estudiar violín, porque no tendría que emplear ambas manos para tocarlo como hay que hacerlo con la flauta…

“He estado tocando desde hace ocho años. Puesto que estudio con un maestro particular, debo tener un trabajo, como el de repartir periódicos para ayudar a pagarme las lecciones; además, para ir a clase tengo que atravesar toda la ciudad en autobús…

“Una de las experiencias especiales de mi vida fue asistir a Interlochen, uno de los mejores campamentos musicales del mundo para jóvenes, situado junto a un lago del estado de Michigan. Envié la solicitud para asistir durante ocho semanas a la capacitación musical intensiva que ellos ofrecen, y no podía creer que me aceptaran.

“El único problema era el dinero, pues costaba muchísimo y de ninguna manera hubiera podido reunir lo necesario antes del vencimiento del plazo. Así que oré y oré. Más o menos una semana antes de tener que enviarles el dinero, un hombre me llamó a su oficina y me dijo que tenía una donación para un estudiante de arte que tuviera un impedimento. Para mí fue un milagro… siento una enorme gratitud por ello”2.

Cuando recibió la donación, Melissa se volvió a su madre, que en su ansiedad por no ver desilusionada a su hija había estado tratando de mitigar sus esperanzas, y le dijo: “Mamá, te dije que nuestro Padre Celestial contesta las oraciones; mira cómo ha contestado las mías”.

Aquel que nota la caída de un pajarillo hizo que se cumpliera el sueño de una niña, respondiendo a su oración. Desde entonces, Melissa ha obtenido un título universitario y ha servido en una misión de tiempo completo en Croacia.

Una promesa preciada

A los que han sufrido en silencio enfermedades; a los que han cuidado a los que tienen discapacidades físicas o mentales; a los que han llevado una pesada carga día tras día, año tras año; a las madres nobles y a los padres dedicados; a todos ellos los saludo con admiración y ruego que las bendiciones de Dios los acompañen siempre. A los niños, en particular a los que no pueden correr, jugar y saltar, les repito las tranquilizadoras palabras de un himno: “Caros niños, Dios os ama… / y desea bendeciros”3.

Sin duda, llegará el día en que se cumpla esta hermosa promesa del Libro de Mormón:

“El alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma; sí, y todo miembro y coyuntura serán restablecidos a su cuerpo; sí, ni un cabello de la cabeza se perderá, sino que todo será restablecido a su propia y perfecta forma…

“Y entonces los justos resplandecerán en el reino de Dios” (Alma 40:23, 25).

De los Salmos resuenan estas tranquilizadoras palabras:

“Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra.

“No… se dormirá el que te guarda.

“He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel” (Salmos 121:2–4).

A través de los años, los Santos de los Últimos Días han encontrado consuelo en este entrañable himno:

Cuando te abrumen penas y dolor,

cuando tentaciones rujan con furor,

ve tus bendiciones, cuenta y verás

cuántas bendiciones de Jesús tendrás.

¿Sientes una carga grande de pesar?

¿Es tu cruz pesada para aguantar?

Ve tus bendiciones, cuenta y verás

como aflicciones nunca más tendrás.

No te desanimes do el mal está,

y si no desmayas, Dios te guardará;

ve tus bendiciones y de Él tendrás

en tu vida gran consolación y paz4.

A todos los que en medio de la angustia y la tristeza de su alma hayan preguntado en silencio “Padre, ¿dónde estás?… ¿Es cierto que oyes y contestas… toda oración?”5, doy mi testimonio de que Él está cerca, que oye y contesta toda oración. Su Hijo, el Cristo, quebrantó las ligaduras de nuestras prisiones terrenales y las bendiciones del cielo les están esperando.

Ideas Para los Maestros Orientadores

Una vez que se haya preparado por medio de la oración, comparta este mensaje empleando un método que fomente la participación de las personas a las que enseñe.

  1. Pregunte a los miembros de la familia si ellos o alguien a quien conozcan han sido sanados espiritualmente al hacer a un lado la ira, el desánimo o una herida pasada. Hablen de cómo la fe en Jesucristo hace posible este tipo de curación. Aun cuando el Señor no cura de inmediato a cada alma que padece aflicciones, ¿cómo nos hace llegar Su preocupación por nosotros y Su bendición?

  2. Pregunte a la familia si conoce a alguien (como la violinista que se menciona en el mensaje) que haya triunfado a pesar de tener un defecto físico que podría haber sido una discapacidad. Analicen el papel que desempeña la fe en Jesucristo en este tipo de curación.

  3. Algunos hijos de nuestro Padre Celestial llevan cargas físicas, mentales, espirituales o emocionales que tal vez no se vean aliviadas en esta vida. ¿Qué pueden hacer los demás para contribuir a aligerar esas pesadas cargas de la persona y su familia?

Notas

  1. “Worth While”, en The Best Loved Poems of the American People, selección de Hazel Felleman, 1936, pág. 144.

  2. “Something You Really Love”, New Era, agosto de 1992, págs. 30–31.

  3. “Caros niños, Dios os ama”, Himnos, Nº 47.

  4. “Cuenta tus bendiciones”, Himnos, Nº 157.

  5. “Oración de un niño”, Canciones para los niños, págs. 6–7.