2004
La influencia divina
diciembre de 2004


La influencia divina

He aprendido por experiencia propia que los dolores de los que padecen espiritualmente se pueden aliviar si todos hacemos el esfuerzo extra que se requiere para tenderles una mano de ayuda.

Jesucristo tiene el poder para sanar toda clase de males, tanto espirituales como físicos. Una mujer fue sanada con sólo tocar el borde de Su manto, como se registra en el libro de Lucas:

“Pero Jesús dijo: Alguien me ha tocado; porque yo he conocido que ha salido poder de mí.

“Entonces, cuando la mujer vio que no había quedado oculta, vino temblando, y postrándose a sus pies, le declaró delante de todo el pueblo por qué causa le había tocado, y cómo al instante había sido sanada.

“Y él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; ve en paz” (Lucas 8:46–48).

¿Puede el Maestro influir en la vida de los demás por medio de ustedes y yo? Claro que sí, y lo hará si tan sólo hacemos nuestra parte.

Ella hizo su parte

Una maestra de Mujeres Jóvenes tenía en su clase a una niña ciega cuya participación estaba limitada porque no podía estudiar al modo tradicional. La maestra iba a la casa de la chica y le leía en voz alta mientras ésta transcribía su libro de Progreso Personal al braille, una labor que duró dos años. La maestra también instó a las demás jóvenes de la clase a colaborar, y bajo su dirección, fueron a la casa de la niña ciega a leerle el manual hasta que ella lo escribió todo en braille.

La influencia del Maestro se hizo sentir por medio de esa maestra y bendijo no sólo a la joven, sino a muchas otras niñas ciegas, pues gracias a ello, el manual en braille se encuentra ahora en las oficinas generales de la organización de las Mujeres Jóvenes.

Un pedacito de pan, un gran corazón

A veces, la influencia del Salvador puede llegar a los demás por medio de gente menuda pero de corazón grande. Una señora que había recibido las charlas misionales, pero que no había decidido bautizarse, decidió un domingo ir a la reunión sacramental de un barrio que no conocía; deseaba ir a un lugar donde pudiera estar a solas y meditar. Allí se sentó junto a un niñito. Durante la repartición de la Santa Cena, el pequeño reparó en que ella no tomaba el pan; al recibir él la bandeja, tomó un trozo de pan, con cuidado lo partió en dos y le dio a ella la mitad. A ella le impresionó mucho que un niño fuera tan bondadoso y ese mismo día habló con los misioneros y les dijo: “Si esto es lo que ustedes enseñan a los niños en su Iglesia, quiero ser miembro de ella”.

Ayúdale a comprender

El Señor enseñó a los nefitas: “Alzad, pues, vuestra luz para que brille ante el mundo. He aquí, yo soy la luz que debéis sostener en alto” (3 Nefi 18:24). Un ejemplo de la luz del Señor que llegó a alguien que la necesitaba desesperadamente tuvo lugar cuando, al hablar con un íntimo amigo poco después de la muerte de su compañera eterna, le pregunté: “¿En qué te puedo ayudar?”. Él me respondió: “Ayuda a mi hijo a comprender”. Ese hijo quería entrañablemente a su madre; al verla padecer mes tras mes, comenzó a pensar que las oraciones y las bendiciones del sacerdocio no recibían respuesta, lo cual hizo que su fe en nuestro Padre Celestial flaqueara y que perdiera la luz del Señor en su vida.

Resonaban en mis oídos las palabras: “Ayuda a mi hijo a comprender”. Me pregunté: “Pero, ¿cómo? ¿qué puedo hacer?”. Finalmente invité al muchacho a ir a las oficinas generales de la Iglesia para charlar conmigo. Llegó y fuimos al comedor, donde, mientras comíamos, sucedió algo en verdad extraordinario: muchas Autoridades Generales se acercaron a nuestra mesa a saludarnos. Él estrechó la mano de ocho de los doce Apóstoles. Nunca había visto, ni he vuelto a ver, a tantos miembros del Quórum de los Doce Apóstoles al mismo tiempo en el comedor.

Al salir de las Oficinas de la Iglesia, sucedió otro hecho extraordinario: Divisamos al presidente Spencer W. Kimball (1895–1985) y mi joven amigo me preguntó: “¿Habla el presidente Kimball con personas comunes como yo?”. Circunstancias que rara vez suceden nos llevaron a charlar con el presidente Kimball por unos minutos. Esos breves momentos con él fueron inolvidables. Sus consejos fueron de importancia eterna y su amor por este joven era patente. Mi corazón y el de mi amigo se conmovieron profundamente durante esos minutos.

Lo último que dijo el presidente Kimball al joven, después de darle un abrazo cariñoso, le impresionó mucho: “Hijo mío, cuando vuelvas de tu misión, comprenderás más cabalmente las cosas de las que hemos hablado”. Ese día, un profeta de Dios tuvo un impacto que, creo yo, sólo un profeta puede lograr. Por medio de él, el Salvador surtió un efecto en la vida de mi amigo, haciéndole volver a Su luz.

Al dirigirnos al estacionamiento, pasé mi brazo alrededor de los hombros de mi joven amigo y le dije: “Sé que tu madre sabe que estás aquí. Por el gran amor y la devoción que ella tiene por el Señor, y su enorme cariño por ti, estoy seguro de que nuestro Padre Celestial ha permitido que su influencia se manifestara hoy”. Ese día se derramaron lágrimas, se cambiaron algunas actitudes, se aclaró el rumbo que había que emprender y se tomaron decisiones.

¡Qué gran emoción fue poder informarle meses después al presidente Kimball que aquel excelente muchacho servía fiel y diligentemente como misionero de tiempo completo!

La influencia del Salvador

Por ultimo, les diré de qué modo el Señor surte un efecto en nuestra propia vida mediante nuestra fe y oraciones. Una hermosa bebita llegó al hogar de mi hijo, pero sólo permaneció con ellos aquí en la tierra menos de cinco meses. El amor y cuidado que sus padres le prodigaron era profundamente conmovedor; la lucha de esa nietecita mía por vivir era más de lo que creíamos poder soportar. La noche antes de su muerte, fuimos al hospital para brindar apoyo a nuestros hijos.

Más tarde, en casa de nuestro hijo, mi esposa y yo nos arrodillamos con él para orar y pedir orientación. Cuando volvimos al hospital, y tomé la manita de mi nietecita y la contemplé, sentí la influencia del Salvador. A mi mente acudieron estas palabras, como si la niña las hubiese pronunciado: “No te preocupes, abuelo, voy a estar bien”. La paz inundó mi corazón y todos recibimos el consuelo del Maestro. Poco después, la pequeña regresaba a morar nuevamente con sus padres celestiales.

¡Oh, sí, podemos sentir la influencia del Salvador! Y podemos ayudar a los demás a sentirla también. Podemos bendecirnos unos a otros al auxiliar al joven descarriado, al adulto menos activo, a los viudos, a los ancianos, a los enfermos, a todos los hijos de Dios en todo lugar, tanto a los que son de nuestra fe como a los que no lo son.

De algún modo tenemos que percatarnos de la vital importancia de sentir individualmente las bendiciones del Evangelio y la paz del Señor en nuestra vida. Podemos bendecirnos mutuamente si administramos la influencia del Salvador para beneficio de nuestros semejantes.

Sé que muchos de ustedes están muy conscientes de las necesidades de los demás; también sé que todos podemos hacer mucho más. Tomemos la decisión de nunca dejar pasar un día sin esforzarnos por influir en la vida de alguien por medio del servicio. Entonces atesoraremos y apreciaremos mejor la hermosa admonición del Salvador: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).

Adaptado de un discurso de la conferencia general de octubre de 1980.