2005
Una reunión ‘inesperada’
febrero de 2005


Una reunión “inesperada”

Era un día gris y lluvioso, algo excepcional en el soleado sur de California. Mi marido y yo acabábamos de finalizar una concurrida sesión de investidura como parte del día de nuestra estaca en el templo. Mi marido se aventuró bajo la lluvia para traer el auto mientras yo aguardaba en la entrada del templo.

Mientras conversaba tranquilamente con un miembro de nuestro barrio, una hermana a la que no reconocí se acercó a nosotras. Estaba empapada y parecía que había estado llorando. Nos dijo que sin querer había dejado los faros de su auto encendidos y que ahora no podía arrancarlo. Nos reconoció de la sesión del templo —era la única persona en la misma que no era de nuestra estaca— y se preguntaba si tendríamos unos cables para puentear la batería de su vehículo.

Mientras hablábamos empezó a mirarme fijamente y me preguntó: “¿No es usted Cathy West?”. (Los nombres se han cambiado.)

Sorprendida, exclamé: “¡Ése era mi nombre de soltera!”.

“Soy Diane Cody Hart”, repuso ella. “La hermana menor de Anne Cody”.

Anne Cody: el nombre me golpeó como un rayo. No había visto a Anne en años. Tres décadas atrás, y a miles de kilómetros de allí, Anne había sido mi amiga de la infancia, y mi vínculo con la Iglesia. Mi madre, mis hermanas y yo éramos miembros de la Iglesia, pero mi padre no. Nadie de mi familia era activo, pero de forma callada y constante, Anne me había llevado con ella a la Iglesia y a las Mujeres Jóvenes y me incluía en las actividades. Durante esos años cruciales permanecí activa más a causa de mi amistad con Anne que por mi propio testimonio del Evangelio.

Aquella tenue conexión con la Iglesia me sostuvo durante el divorcio de mis padres, y me inspiró a aconsejar a mi abatido padre que empezara a asistir a las reuniones y a recibir las charlas misionales. Me fortaleció cuando mi padre se unió a la Iglesia y mis padres volvieron a casarse; fue mi guía durante los turbulentos años de la adolescencia.

Anne fue mi amiga y mi ejemplo durante todo eso. Cuando ella decidió asistir a la Universidad Brigham Young, no quise quedarme atrás, así que fui con ella. Aquel fue un tiempo en el que las buenas amistades y la plena actividad en los programas de la Iglesia ayudaron a que mi testimonio madurara.

Entonces, durante mi segundo año, mi familia sufrió una inesperada tragedia. Mi hermana mayor, que durante años había padecido trastornos emocionales, se suicidó. Nuestros recién adquiridos testimonios nos consolaron durante aquellos días difíciles.

Con el tiempo conocí a un ex misionero y planeé un matrimonio en el templo. Mis padres recibieron sus investiduras el día antes de la boda y nosotros —mi hermana fallecida también, gracias a un representante vicario— nos sellamos como familia. La apacible influencia de Anne había proporcionado las bendiciones del templo no sólo a mí, sino a toda mi familia.

Abracé a Diane y le manifesté mi aprecio por la amistad y el ejemplo de su hermana. Cuando mi esposo llegó en el auto nos dijo que no tenía los cables, pero insistió en que Diane nos acompañara a un centro comercial cercano a comprar unos.

Diane y yo aguardamos en el auto mientras mi marido entraba a comprar los cables de arranque. Le pregunté a Diane sobre su familia y me dijo que todos habían asistido a sesiones simultáneas esa misma tarde —Anne en Chicago, Diane en San Diego y sus padres en Reno— mientras efectuaban ordenanzas sagradas por su hermano menor, que había fallecido el año pasado. Diane había acudido al templo sola para participar en la sesión especial mientras su esposo cuidaba de sus tres hijos.

La tomé de la mano y le pregunté cómo había fallecido su hermano. Ella comenzó a llorar y susurró que su hermano, a quien había estado muy unida, se había suicidado. A través de sus lágrimas, Diane relató lo sola que se había sentido, aun en aquella sesión repleta de gente, mientras pensaba en las circunstancias de la muerte de su hermano.

Pude ver la mano del Señor en nuestro encuentro aquella tarde. Mientras la lluvia caía rítmicamente sobre el techo del auto, le hablé del suicidio de mi hermana, muchos años atrás, y de la lucha de mi familia por entenderlo y sobrellevarlo. Sostuve su mano y le expresé mi compresión y mi empatía hasta que mi marido llegó al poco rato con los cables.

Regresamos al templo y mi esposo logró echar a andar el coche de Diane. Antes de alejarse, ambas nos abrazamos bajo una fina lluvia. “Ya no me siento sola”, me susurró.

Mientras Diane desaparecía en la lluvia, me maravillé por la bondad de nuestro Padre Celestial. Me había traído a una de Sus hijas que necesitaba consuelo y a la que yo estaba especialmente preparada para ayudar. También me concedió la valiosa ocasión de saldar en una menor medida el servicio especial que una querida amiga me había brindado 30 años atrás.