2006
Bendecida en mis aflicciones
marzo de 2006


Lecciones del Antiguo Testamento

Bendecida en mis aflicciones

¡Si mis hermanos me hubieran vendido como esclava, estoy completamente segura de que me sentiría un poco más que molesta y muy traicionada! Aún así, eso no fue lo que sucedió con el José de la antigüedad, a quien sus hermanos sí vendieron como esclavo. Mucho tiempo después, cuando José tuvo la oportunidad de vengarse, esos años de aflicción le permitieron tener una perspectiva de lo que realmente es importante. Después que José dio a conocer su identidad ante sus hermanos, la sensibilidad de él ante sus preocupaciones le permitió comprender el propósito de sus aflicciones: “Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros” (Génesis 45:5).

José fue un gran hombre en parte porque pudo reconocer las oportunidades que le brindaba la aflicción. Pocos de nosotros hemos sido vendidos como esclavos, pero todos nosotros hemos experimentado la aflicción. Al pasar por aflicciones, ¿reconocemos las oportunidades que nos brindan?

En 1997 mi esposo fue llamado a presidir la Misión Inglaterra Londres Sur; comenzamos nuestro servicio misional en julio. Había muchas cosas nuevas para mí. Al salir en nuestra primera serie de visitas a las conferencias de zona, deseaba llegar a conocer a nuestros misioneros y que ellos llegaran a conocerme a mí. El 11 de julio nos encontrábamos sentados en el estrado de la capilla del centro de estaca Maidstone, para asistir, junto con 75 misioneros, a una conferencia.

Al cantar el primer himno, de repente comencé a sentir nauseas y mareos. Volteé hacia mi esposo y le dije que no me sentía bien. Mi esposo, que es doctor del oído, observó un movimiento anormal en mis ojos. Rápidamente les pidió a dos misioneros que me ayudaran a salir de la reunión y me llevaran a un aula de clases. ¡Qué mala forma de presentarme! Debido a que iba sintiéndome cada vez más mal con cada minuto que pasaba, recibí una bendición del sacerdocio de manos de mi esposo y de un fiel misionero y luego me llevaron a la casa de misión. Cada sacudida durante el camino y el movimiento del automóvil hicieron que empeorara la sensación de mareo y el vértigo que sentía. De pronto perdí por completo el equilibrio y no podía oír nada en uno de los oídos. Los exámenes médicos indicaron que era probable que tuviera un coágulo de sangre en el oído interno y que existía la posibilidad de que nunca recuperara el equilibrio ni la habilidad para oír en el oído derecho.

Sentí temor, preocupación y estaba molesta. A pesar de que creía que mi esposo y yo habíamos sido llamados de Dios, me pregunté: “¿De qué forma puedo ayudar al Señor en esta gran obra si no puedo oír ni caminar?”. Al no tener conmigo a ningún otro miembro de la familia ni amigos cercanos a quienes pedir ayuda, me sentí completamente sola. Necesitaba un milagro. Al creer que había hecho la voluntad del Señor al aceptar llamamientos y al tratar de hacer lo correcto, le supliqué que me curara. Estaba segura de que tenía la fe suficiente para obtener un milagro.

Gracias al tratamiento, mi equilibrio mejoró poco a poco; pero mi habilidad para oír con el oído derecho no volvió, dejándome sorda en ese oído. Eso hizo que me desanimara aún más. ¿Por qué yo? ¡Estaba sirviendo en una misión por tres años! ¿Me merecía esto? A diferencia de José, no consideré mis aflicciones como una oportunidad para algo bueno, sino que me sentía más bien como los hermanos de José, quienes al encontrarse el dinero en sus sacos de grano y al temer que fuera parte de un plan maligno, se preguntaron: “…¿Qué es esto que nos ha hecho Dios?” (Génesis 42:28).

Había olvidado que el mismo Señor que puede convertir agua en vino puede hacer que nuestras debilidades se conviertan en fortaleza (véase Éter 12:27), que “todas las cosas con que habéis sido afligidos obrarán juntamente para vuestro bien y para la gloria de mi nombre” (D. y C. 98:3).

Nueve años después, con una perspectiva personal más profunda, me di cuenta de las innumerables bendiciones que han llegado gracias a esas aflicciones en Inglaterra. Por ejemplo, al igual que José de la antigüedad, me encontraba prisionera —no entre rajas sino por el vértigo que sentía— en una tierra muy lejos de la ayuda de mis familiares; pero de la misma forma en que José encontró el apoyo de amigos, yo encontré el apoyo de los misioneros que servían con nosotros. Los matrimonios misioneros a quienes habíamos conocido recientemente llegaron a la casa de misión para ayudarme con mis responsabilidades de recibir a los nuevos misioneros y de despedir a aquellos que se iban.

Cuando sólo se oye de un oído, entender a los demás cuando hablan puede ser extremadamente difícil, especialmente si se encuentran del lado donde no se oye. Por necesidad he aprendido a escuchar más atentamente a quienes me hablan. El mirarlos directamente me ayuda a comprender mejor lo que dicen y a percibir lo que sienten.

El haber perdido parcialmente la habilidad para oír me ha ayudado a desarrollar paciencia para con los demás, en especial hacia aquellos que tienen discapacidades. Me ha ayudado a encontrar la fe para aceptar mis aflicciones. Ha hecho que vea con mayor claridad que la cura instantánea y milagrosa no es siempre la voluntad del Señor. De hecho, a veces es todo lo contrario.

¿Desearía tener esta experiencia otra vez? No. Sin embargo, ¿se ha ensanchado mi alma y ha crecido a consecuencia de éste y de otros desafíos parecidos? En lo absoluto. Por otro lado, aunque he llegado a crecer espiritualmente, mi habilidad para oír no ha mejorado; las consecuencias de las aflicciones muchas veces continúan; entonces, ¿qué es lo que se debe hacer?

En febrero de 2002, me encontraba sentada frente al escritorio del presidente Gordon B. Hinckley. Me preguntó: “Bonnie, ¿cómo está tu salud?”. Le respondí que estaba bien de salud, a pesar de que no podía oír con mi oído derecho a causa de que había perdido la habilidad para hacerlo mientras me encontraba en el campo misional. Entonces me preguntó: “¿Cómo está tu habilidad para oír en el otro oído?”. “Bien”, respondí. “Bueno, entonces”, dijo él, “sólo debes voltear la cabeza hacia el otro lado”. Entonces prosiguió a darme mi llamamiento actual. El presidente Hinckley entiende el principio de dar lo mejor de nosotros haciendo uso de lo que tenemos y haciendo los ajustes necesarios para compensar cuando se requiera.

A pesar de que las aflicciones nunca son fáciles, todas ellas nos servirán de experiencia y son para nuestro bien (véase D. y C. 122:7). Para poder comprender esas bendiciones, quizá sea necesario voltear la cabeza hacia el otro lado, acercarnos un poco más o prestar mayor atención; y a pesar de que son esfuerzos pequeños y humildes, descubriremos que basta Su gracia (véase Éter 12:27).