2006
Soporté los gritos, los ladridos y la lluvia
Julio de 2006


Soporté los gritos, los ladridos y la lluvia

Había oído los inspiradores relatos de las misiones de mis amigos. Entonces, ¿por qué me sentía tan abatida?

“¿Cómo es que no me avisó de lo horrible que es?”, le escribí al élder Newman, uno de mis maestros del Centro de Capacitación Misional. Cuando llegué al campo misional hace 20 años, me resultó difícil y lo odiaba. Seguí adelante porque no soy el tipo de persona que se rinde fácilmente, pero jamás le diría a nadie que aquellos habían sido los mejores 18 meses de mi vida.

El élder Newman me respondió: “Lamento que se sienta así, hermana Betz. En realidad, el élder Bradford y yo tratamos de avisarles a usted y a todos. Siempre lo hacemos, pero nadie quiere creerlo. No se preocupe; las cosas mejorarán y para cuando llegue a casa, se sentirá contenta por haber ido”.

Decidí dar lo mejor de mí como misionera; después de todo, estaba segura de que mi Padre Celestial deseaba que estuviera allí y no podía negar el Espíritu que sentí al consultarle mi decisión de ser misionera. Muchos de mis amigos habían servido en una misión o estaban haciéndolo y parecían tener conocimientos del Evangelio que a mí me faltaban. Cada uno de mis amigos misioneros contaba relatos entusiastas de personas que habían sentido la influencia del Evangelio y de milagros que veían a diario. Todos decían que cumplir una misión era lo mejor que habían hecho, y sus experiencias habían influido en mi decisión de servir.

Aún así, allá estaba yo, en el norte de Alemania, padeciendo los efectos del desfase horario, con una compañera mayor casi tan falta de experiencia como yo, y con un tiempo frío para junio. Nos calábamos hasta los huesos casi dos veces al día y por lo general nuestro aspecto daba la impresión de que habíamos tenido que vadear enormes charcos. Ir en bicicleta no hacía sino empeorar las cosas. Vivíamos en lo alto de una de las pocas colinas que hay en el norte del país y daba la impresión de que todos nuestros investigadores vivían en lo alto de otra. Sin embargo, lo más desalentador era saber que aún no había aprendido a reconocer la sutil influencia del Espíritu. Me preocupaba estar destinada a ser un fracaso como misionera y ni siquiera llevaba un par de meses en Alemania.

Por increíble que parezca, llegué a descubrir que el élder Newman tenía razón. Todo sí mejoró. Los problemas no desaparecieron, pero aprendí a ver los buenos momentos y a apreciarlos.

Tenía, por ejemplo, el viaje de regreso de mi segunda conferencia de zona. Nos habíamos cambiado de tren y estábamos conversando con una mujer sobre el nuevo Templo de Freiberg cuando me di cuenta de que el tren se había detenido en una ciudad en la que no debíamos estar. Nos dimos cuenta de que habíamos subido al tren equivocado y tuvimos que bajarnos de inmediato. Lamentablemente, el siguiente tren en la dirección correcta no iba a pasar sino hasta después de dos horas y el enlace con el siguiente se demoraría todavía más. Mientras aguardábamos en la estación, aprovechamos la oportunidad para leer. “El Mesías inoportuno”, un artículo escrito por el élder Jeffrey R. Holland, que en aquel entonces era presidente de la Universidad Brigham Young, aparecía en la revista Ensign que acabábamos de recibir, y sus pensamientos parecían ir dirigidos a mí:

“Les pido que sean pacientes con las cosas del Espíritu. Puede que su vida sea diferente de la mía, pero lo dudo… Mi misión no fue fácil…

“…Todos, con excepción de unos cuantos que han recibido un llamamiento especial, realizan la obra de Dios de manera apacible y poco espectacular. Mientras se esfuerzan por llegar a conocerle y por saber que Él les conoce a ustedes, mientras dedican el tiempo —y se toman la molestia por ello— para servir callada y humildemente, descubrirán que ‘sus ángeles mandará acerca de ti, y, en sus manos te sostendrán’ (Mateo 4:6). Tal vez no suceda con rapidez y lo más probable es que así sea, pero hay un propósito en el tiempo que tarde. Aprecien sus cargas espirituales porque Dios les hablará por medio de ellas y se valdrá de ustedes para hacer Su obra si las sobrellevan bien” (Tambuli, marzo de 1989, pág. 23).

Mi experiencia en el campo misional me ayudó a entender aquellas palabras y recibí del Espíritu un testimonio fuerte, penetrante y consolador de las verdades que leí en esa solitaria estación de tren.

Se hacía tarde cuando una noche la hermana Gubler y yo estábamos repartiendo folletos en un edificio grande de apartamentos. Nos quedamos algo sorprendidas cuando una anciana nos invitó a pasar, pero ambas percibimos que aquella mujer sufría en su interior. Mientras nos sentábamos en la sala oscura, nos habló de la muerte de su esposo y del rechazo de sus hijastros, y sabíamos que ella necesitaba desesperadamente sentir el amor que nuestro Padre Celestial tenía por ella. Le pedimos su Biblia y le leí estas hermosas palabras: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí… y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:29–30). El Espíritu entró en esa sala y, mientras las lágrimas bañaban nuestros rostros, mi compañera y yo le testificamos que su Padre Celestial conocía su pesar y la amaba. Al menos una conversión tuvo lugar en aquellos breves y preciados momentos: la mía.

Con el tiempo, caí en la cuenta de que mi actitud iba cambiando. La gente seguía gritándonos, los perros nos ladraban, la lluvia nos caía encima y las personas faltaban a las citas o no nos hacían caso; la mochila era cada vez más pesada; la ropa se desgastaba más cada día; y la responsabilidad de llegar a esos miles de personas parecía a veces excesiva. Pero las palabras altisonantes cada vez dolían menos, el dolor disminuía, la vida era cada vez más bella y mi testimonio se fortalecía más y más. Percibía los cambios que se producían en mi interior y también los vi en la vida de las personas a las que enseñamos el Evangelio.

Una de esas personas era Uwe, el joven idealista y ecologista que oyó el plan de salvación y supo que el mensaje era verdadero. Recorrió ocho kilómetros en bicicleta el domingo por la mañana para ir a las reuniones de la Iglesia en respuesta a nuestra invitación, aunque sus largas piernas no cabían en los bancos de la capilla. Cuando oró de rodillas por primera vez, sentimos la paz que penetró en su corazón y vimos el cambio en su semblante.

Un médico y su esposa querían rebatir cada cosa que les enseñábamos, pero de algún modo supieron que no era posible. Aunque no aceptaron el Evangelio restaurado de Jesucristo en ese momento, con gusto permitieron que sus hijos fueran a la rama de Glückstadt para asistir a las reuniones dominicales y a las actividades de la unidad.

Un día, mientras mi nueva compañera, la hermana Nuemann, y yo estábamos enseñando a una agradable joven, su novio, Tom, pasó a verla. Ella nos había advertido que él no deseaba que siguiéramos visitándola, pero Tom vio nuestras bicicletas frente a la casa y supo que esa mañana estábamos allí, por lo que decidió aguardar afuera hasta que saliéramos. Mientras esperaba, su curiosidad creció más y más y pensó en más y más preguntas para hacernos. Finalmente, el interés que sentía superó sus dudas y entró para ponernos a prueba. Después de explicarle brevemente los principios básicos del Evangelio y de esbozar ligeramente la Apostasía y la Restauración, concertamos una cita para empezar a enseñarle la tarde siguiente. Se bautizó diez semanas después. Yo estaba tan contenta que, de haber podido, me habría ofrecido para servir como misionera diez años más.

Astrid y Jennifer eran hermanas y encontraron la Iglesia antes de que los misioneros las encontraran a ellas. Jennifer se interesó cuando oyó de la Iglesia en una clase de religión de la escuela e hizo varias averiguaciones. En una biblioteca del lugar encontró unas traducciones del Libro de Mormón al alemán y The Restored Church [La Iglesia restaurada], de William E. Berrett. Ella y Astrid los leyeron juntas y un tanto escépticas buscaron en la guía telefónica de Bremen por si encontraban alguna referencia a esa iglesia “americana”. Quedaron gratamente sorprendidas al descubrir que había un centro de reuniones en su propia ciudad. Escribieron a la capilla para averiguar qué debían hacer para unirse a la Iglesia restaurada de Jesucristo. Obviamente, nos encantó ofrecerles nuestra ayuda.

Los Oehler, los Kaldewey, la Sra. Sirisko, el Sr. Lange, el Sr. Todt y miles más se detuvieron para conversar o atendernos por unos instantes —o incluso más— para que pudiéramos dar testimonio y sembrar una semilla del Evangelio. Nunca veré en esta vida el fruto que dará la mayoría de esas semillas, pero los Claassen se bautizaron después de mi traslado a otra ciudad, y la Sra. Mahnke obtuvo un testimonio y se unió a la Iglesia mucho después de mi relevo como misionera.

El élder Newman tenía razón. Cuando llegó el momento de partir de Alemania, mi corazón había crecido hasta incluir todo un nuevo mundo de personas, ideas, tradiciones y costumbres —sin olvidar las impresiones espirituales— que permanecerán para siempre grabadas en mi corazón. Aprendí a amar, a dar y a sufrir por las personas a las que alguna vez había considerado como extrañas.

Al volver a casa, mientras trabajaba con los misioneros en el CCM, traté de ayudarles a ver que, aunque les esperaban grandes bendiciones, habría momentos en los que la misión sería difícil. Nunca lo entendieron del todo, pero en realidad no esperaba que lo hicieran, al menos por el momento.