2006
Un legado de amor
Septiembre de 2006


Entre amigos

Un legado de amor

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Mi padre falleció durante la Segunda Guerra Mundial, cuando yo tenía cuatro años. Aprendí a trabajar porque mi padre ya no estaba allí y mi madre nos daba asignaciones a nosotros, los hijos. Yo ayudaba a cocinar la cena para mi familia debido a que mi madre tenía que trabajar. Mi hermana mayor y mi hermano trabajaban media jornada para ayudar a la familia y yo también lo hice cuando crecí. Trabajé en una granja y en un negocio de pesca.

Después de que terminé los primeros años de la escuela secundaria tuve que trabajar para mantenerme a mí mismo. Durante mi juventud, encontré un trabajo de jornada completa en una tienda de queso de soja, en una ciudad más grande que estaba a unas nueve horas de mi hogar. Asistía a la escuela secundaria por las noches, por lo que llegaba tarde a casa. Temprano a la mañana siguiente, en el trabajo hacía el queso de soja y lo vendía en la calle o lo entregaba en varias tiendas.

Me enfermé gravemente debido a que trabajaba demasiado y tuve que estar en el hospital; pensé que me iba a morir. Nací en una familia budista; siempre creí que había un Dios en los cielos, pero nunca se me había enseñado acerca de Él. Estaba ansioso por hablar con Él. Ni siquiera conocía la palabra para decir “Padre Celestial”, así que dije: “Dios, ¿estás allí? Por favor, ayúdame”. Después de ocho días pude salir del hospital y viví con mi tío mientras me recuperaba.

Unos días después, los misioneros llegaron a la puerta de la casa de mi tío; cuando los vi, les dije que se marcharan, pero uno de ellos dijo: “Tenemos un gran mensaje para usted. Un joven como usted vio a nuestro Padre Celestial y a Jesucristo”. No me pude resistir, puesto que había estado orando y buscando a mi Padre Celestial tan sólo unos días antes. Así que dije: “Pasen, tienen 10 minutos”.

Los misioneros me enseñaron sobre el hermoso y sagrado relato de José Smith y pude sentirlo en mi corazón; verdaderamente sentí el poder del Espíritu Santo. Los misioneros me pidieron que orara y le preguntara a nuestro Padre Celestial si el mensaje de ellos era verdadero, y después me enseñaron a orar. Esa noche oré y aun hasta el día de hoy recuerdo exactamente cómo me sentí aquel día.

Después de eso, les pedí a los misioneros que volvieran casi todos los días. Creí lo que me enseñaron; creí que José Smith vio a nuestro Padre Celestial y a Jesucristo en la Arboleda Sagrada, pero antes de que pudiera bautizarme, necesitaba el permiso de mi madre. La llamé por teléfono y le dije: “Madre, he encontrado una iglesia maravillosa. Necesito tu permiso para unirme a ella”.

Ella me respondió: “No, perdí a mi esposo y no quiero perder a mi hijo”. Tenía miedo de que si me unía a la Iglesia, la abandonaría a ella.

Le dije: “No voy a ir a ninguna parte”. Y luego ella colgó.

Los misioneros ayunaron y oraron por mí y yo también lo hice; la llamé otra vez y le dije: “Por favor, no cuelgues hasta que te lo explique bien”. Ella sugirió que estudiara más y que esperara más tiempo para tomar una decisión, pero sentí fuertemente que ése era el momento en que debía bautizarme.

Finalmente me dijo: “Hijo, si vas a dejarlo a medias, no lo hagas; pero si vas a dedicarte por completo, entonces tienes mi permiso”. Eso hizo que siempre tomara muy en serio el ser miembro de la Iglesia.

Me siento agradecido por mi madre. Me siento agradecido por nuestro Padre Celestial, que me permitió conocer el Evangelio restaurado. Todas las experiencias que he tenido en la Iglesia han sido maravillosas; pero ninguna se compara con el agradecimiento profundo que siento por el Salvador, por Su gracia y misericordia y por lo que Él ha hecho por mi esposa y mis hijos.

Cuando se le llamó a mi hijo a cumplir una misión en Brasil, viajamos como padre e hijo a la Arboleda Sagrada en Palmyra, Nueva York. Estuvimos allí tres días, sin hacer otra cosa más que caminar y hablar. El último día, nos sentamos en un banco y nos compartimos el testimonio el uno al otro. Le conté una vez más el relato de mi propia conversión y ambos lloramos. Espero que sus hijos y sus nietos mantengan vivo este legado de amor y de fe durante muchos años más.