2008
La Expiación en marcha
Marzo de 2008


La Expiación en marcha

Sabía que el Señor tenía un plan para mi hijo, pero cuando él tomó un camino que yo habría preferido que no tomara, no sabía cómo podría dar marcha atrás.

Me uní a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en Holanda en 1992. En cambio, mi esposo no lo hizo y no permitió que nuestros hijos, Alex y Petra, se bautizaran (los nombres se han cambiado). No obstante, los tres asistíamos a la Iglesia y llevábamos a cabo la noche de hogar con regularidad.

Durante unos años, todo iba bien hasta que Alex llegó a los trece años y anunció que ya no quería asistir a la Iglesia ni a la noche de hogar. A medida que iba creciendo, las cosas empeoraban cada vez más. Me resultaba difícil acercarme a él, porque no sólo empezó a beber y a fumar, sino que mentía en cuanto a su comportamiento. Me rompió el corazón, derramé muchas lágrimas y ofrecí muchas oraciones para rogar al Padre Celestial que ayudara a mi hijo.

Después, una noche en la que estaba sentada tranquilamente en el templo, me vino una imagen a la mente. Era la de un hombre joven que repartía la Santa Cena. Parecía que el Señor estaba recordándome la realidad y el poder de Su expiación, y me alentaba a amar a mi hijo y a permanecer a su lado.

No obstante, a medida que pasaba el tiempo, la vida era cada vez más dura. Después de que su padre y yo nos divorciamos, Alex sufrió una gran depresión. Sabía que necesitaba ayuda, pero no quería que yo le ayudara ni me escuchaba si intentaba hablar con él.

Una tarde, el presidente de rama me preguntó si podía ir a hablar con Alex. Aunque se molestó, mi hijo accedió a tener esa conversación. Tras ella, se mostró enfadado con el presidente por animarlo a servir en una misión, y dijo: “Si el presidente de rama fuera de verdad un hombre de Dios, no me habría dicho eso. Sabría que no soy digno de hacerlo, así que, ¿por qué fastidiarme?” Aquella tarde supe que el Señor tenía un plan.

Aquel plan comenzó a cobrar forma de una manera inesperada cuando recibí una llamada de la comisaría local. Habían arrestado a Alex. Mi nuevo esposo y yo nos pusimos nuestros abrigos y en plena noche fuimos a recoger a Alex a la comisaría. No lo reprendimos en público; en realidad, mi marido y yo dijimos muy poco.

Cuando llegamos a casa, Alex nos dijo lo que había sucedido cuando su amigo y él robaron un monopatín. Lamentaba muchísimo lo que había hecho y por primera vez lo vi muy apesadumbrado.

Aquel arresto fue un momento decisivo para Alex, al darse cuenta de las consecuencias de sus actos y del rumbo que estaba tomando. Desde aquel día, se produjo un torrente de bendiciones.

Al día siguiente, Alex nos dijo que le había pedido al oficial que nos llamara porque sabía que lo amábamos. También se daba cuenta del dolor que nos había causado y agradecía que hubiéramos guardado la calma.

Alex tenía amigos miembros de la Iglesia que le tendieron la mano. Uno de ellos lo invitó a actividades de la Iglesia; otro le dio un Libro de Mormón y lo exhortó a leerlo. Aunque Alex sufría de dislexia, lo veía leyéndolo de vez en cuando.

La siguiente bendición —de una lista demasiada larga para contar— se produjo cuando Alex me pidió que le compráramos un traje, ya que había decidido que quería asistir a la Iglesia. Pensé que se refería solamente a la Navidad, pero cuál no sería mi sorpresa cuando siguió asistiendo incluso después de las fiestas.

La siguiente bendición prácticamente rebasó mi capacidad de comprensión. Alex anunció que iba a bautizarse. No hacía falta que le ayudara ya que él mismo preparó personalmente todo lo necesario, con la ayuda de sus amigos y los misioneros que le estaban enseñando. Casi no podía creerlo cuando llegó el gran día y vi a mi hijo, vestido de blanco, tomando sobre sí convenios sagrados.

Más adelante, cuando Alex relató la experiencia de su conversión, me di cuenta de que el dolor y la tristeza lo habían hecho sufrir mucho, pero que también le habían ayudado a humillarse lo suficiente para arrodillarse y pedir ayuda. Según nos explicó: “Una noche en la que me sentía abrumado más allá de mis fuerzas, me acordé de las palabras de un buen amigo que me había recordado que siempre podía orar para pedir ayuda. Aquella noche decidí hacer la prueba. No me quedaba ninguna otra salida, y como mi madre me había enseñado a orar, me arrodillé y cerré los ojos. Al comenzar a rogar ayuda, me sobrevino un sentimiento verdaderamente maravilloso. Nunca lo olvidaré; sentí el amor puro de Cristo. Sentí que se me libraba de mis problemas. Mis sentimientos de desesperación nunca han vuelto a perturbarme desde entonces, y se me ha bendecido con un testimonio de Jesucristo. Mi corazón cambió y deseé seguir a Jesucristo”.

Después de su bautismo, confirmación y ordenación al sacerdocio, a Alex se le pidió repartir la Santa Cena: los emblemas sagrados del sacrificio del Salvador. En aquel momento, lo que había visto en el templo hacía tantos años se convirtió en una viva realidad ante mis ojos. En silencio, agradecí al Padre Celestial lo que estaba experimentando. Fue un momento sagrado para mí.

Esta historia podría haber terminado aquí, pero, por fortuna, no es así. Desde aquel momento, he presenciado cómo la Expiación sigue influyendo en la vida de mi hijo. ¿Se acuerdan de nuestro inspirado presidente de rama? El testimonio de mi hijo ha seguido creciendo y la invitación de ese presidente de rama se hizo realidad. Alex acaba de terminar su servicio como misionero de tiempo completo. Dedicó dos años a extender una mano de ayuda hacia los demás, como el Señor lo hizo con él.

Estoy agradecida por ser la madre de Alex, pero aún más por la expiación de Jesucristo que se manifiesta en la vida de todos nosotros.