2009
¡Él tiene que estar aquí!
Febrero de 2009


¡Él tiene que estar aquí!

Un sábado por la mañana, recibí una llamada telefónica de un amigo, otro joven adulto soltero de mi barrio en Wiltshire, Inglaterra. Su madrastra, quien vivía en el mismo pueblo que yo, estaba en su casa, enferma y postrada en cama. Apenas podía moverse y, si bien no era miembro de la Iglesia, había preguntado si yo podía darle una bendición.

Hacía pocos meses que yo era miembro de la Iglesia, pero, gracias a la capacitación de las reuniones del sacerdocio, me sentía bastante preparado para darle una bendición; de todos modos, estaba un poco nervioso. Mi respuesta fue que buscaría un compañero e iría lo antes posible.

De inmediato pensé en el élder de mi barrio que vivía cerca y fui en auto hasta su casa. Su esposa me abrió la puerta y me recordó que los hermanos investidos del Barrio Swindon habían ido al templo ese día. Cuando me iba, un tanto desanimado, detuve el coche y le pedí al Padre Celestial que me guiara.

Mientras oraba, le pregunté si había algún poseedor del Sacerdocio de Melquisedec que pudiera acompañarme. El nombre de Stuart Ramsey acudió a mi mente de inmediato. No tenía su número telefónico, pero él y su esposa, Gill, vivían en una base de la fuerza aérea a unos diez kilómetros.

Cuando llegué a su casa, llamé a la puerta, totalmente seguro de que Stuart podría acompañarme. “No está aquí”, dijo Gill para mi sorpresa. “Tuvo que ir a la base”.

Sin desanimarme, le pregunté si podía contactarlo, pero ella me explicó que Stuart, que era mecánico, estaba ayudando a un amigo con su auto en una zona de la base que estaba bajo seguridad y que era de acceso restringido. No se le podía llamar por teléfono, y a mí no se me permitiría pasar las puertas de seguridad.

¿Por qué había sentido tan fuerte la impresión de ir en busca de la ayuda de Stuart si me encontraría con que él no estaba? ¿Había entendido mal la respuesta a mi oración? “No”, pensé para mis adentros, “él tiene que estar aquí”.

En ese mismo instante, detrás de mí, escuché una voz alegre que me llamaba: “Paul, ¿qué andas haciendo por aquí?”. ¡Era Stuart! Había estado intentando arreglar el auto de su amigo cuando sintió la impresión de que debía regresar a su casa. Le expliqué el aprieto en el cual me encontraba y él en seguida estuvo dispuesto a ayudarme a dar la bendición.

Estaba agradecido por contar con la experiencia de Stuart. Él realizó la unción, y, cuando yo la sellé, sentí que debía bendecir a la madrastra de mi amigo para que sanara. Mientras llevaba a Stuart de regreso a su casa, él estaba muy feliz porque el Espíritu le había indicado que debía salir de su trabajo a tiempo para encontrarme en su casa.

La mañana siguiente me llené de emoción al enterarme de que la madrastra de mi amigo ya se sentía mucho mejor. Desde aquel entonces, he dado bendiciones en muchas oportunidades, pero agradezco el haber aprendido desde un principio que, sin importar la poca experiencia que tengamos en cuanto a nuestros deberes del sacerdocio, cuando ponemos nuestra confianza en el Señor, guardamos Sus mandamientos y hacemos lo mejor posible por magnificar nuestros llamamientos, Él nos guiará hacia el camino que debamos tomar.