2009
¿Qué significa para usted la Expiación?
April 2009


¿Qué significa para usted la Expiación?

Tomado de un discurso pronunciado en la Universidad Brigham Young el 5 de mayo de 2006, durante la conferencia para las mujeres.

La Expiación es algo intensamente personal y fue diseñada exclusivamente para aplicarla, en forma individual, a nuestras circunstancias y situaciones.

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Elder Cecil O. Samuelson Jr.

El profeta José Smith enseñó lo siguiente: “Los principios fundamentales de nuestra religión son el testimonio de los apóstoles y de los profetas concernientes a Jesucristo: que murió, fue sepultado, se levantó al tercer día y ascendió a los cielos; y todas las otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente apéndices de eso”1.

Estos principios fundamentales están arraigados en la expiación de Jesucristo. La palabra Expiación indica una reconciliación, una unión de los que habían quedado apartados y denota la reconciliación del hombre con Dios. El pecado es lo que aparta al hombre de Él y la “Expiación… provee el medio por el cual el ser humano puede recibir el perdón de sus pecados y vivir para siempre con Dios”2. Creo que también es posible alejarse de Él por otros motivos aparte del pecado evidente.

Los riesgos de distanciarnos de nuestro Padre Celestial y del Salvador son considerables y nos rodean constantemente. Felizmente, la Expiación se aplica también a todas esas situaciones; por eso Jacob, el hermano de Nefi, la describió calificándola de “infinita” (2 Nefi 9:7), o sea, sin limitaciones y sin imponer restricciones eternas. Ése es el motivo por el cual es un acto tan extraordinario y tan indispensable. No es de extrañar entonces que no sólo tengamos que agradecer esa dádiva incomparable, sino que también debamos entenderla claramente.

Jesucristo fue el único capaz de llevar a cabo la portentosa Expiación porque era el único hombre perfecto y el Unigénito de Dios el Padre. Antes de que el mundo se estableciera, Él recibió de Su Padre Su cometido para esa obra esencial. Su vida terrenal perfecta y exenta de pecado, la efusión de Su sangre, el sufrimiento que soportó en el jardín y en la cruz, Su muerte voluntaria y la resurrección de Su cuerpo de la tumba, todo ello le hizo posible efectuar una Expiación completa por la gente de toda generación y época.

La Expiación hace que la Resurrección sea una realidad para todas las personas. No obstante, con respecto a nuestras transgresiones y pecados personales, los aspectos condicionales que presenta exigen que tengamos fe en el Señor Jesucristo, que nos arrepintamos y que obedezcamos las leyes y ordenanzas del Evangelio.

La inmortalidad y la vida eterna

El pasaje de las Escrituras que tal vez se cite más en nuestras reuniones y escritos es este maravilloso versículo del libro de Moisés, que es a la vez una aclaración y un resumen: “Porque, he aquí, ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39).

Gracias a la Resurrección, todos lograremos la inmortalidad. Gracias a la Expiación, los que tengan bastante fe en el Señor Jesucristo para tomar sobre sí Su nombre, que se arrepientan y vivan de acuerdo con Su evangelio, que guarden los convenios que han hecho con Él y con Su Padre y que participen en las ordenanzas salvadoras que se llevan a cabo en maneras y lugares sagrados, tendrán y disfrutarán de la vida eterna.

No recuerdo haberme encontrado nunca con una persona que profesara una fuerte fe en Jesucristo y que, al mismo tiempo, se sintiera inquieta en cuanto a la Resurrección. Es cierto, quizás todos nos hagamos preguntas sobre los detalles, pero entendemos que la promesa principal incluye a todos y es segura.

Debido a que la vida eterna es condicional y exige nuestro esfuerzo y obediencia, la mayoría de nosotros lucha de vez en cuando, tal vez regularmente—incluso constantemente— con dudas en cuanto a vivir de la manera en que sabemos que debemos hacerlo. Como dijo el élder David A. Bednar, del Quórum de los Doce Apóstoles: “¿Creemos erróneamente que debemos recorrer la jornada que nos lleva de ser buenos a ser mejores y convertirnos en santos sólo por medio de valor, fuerza de voluntad y disciplina?”3.

Si la salvación fuera cuestión sólo de nuestro propio esfuerzo, nos encontraríamos en serias dificultades porque todos somos imperfectos y no nos es posible cumplir en todos los aspectos en todo momento. Entonces, ¿qué hacemos para lograr la ayuda que nos hace falta? Nefi aclaró el dilema de la relación que existe entre la gracia y las obras, al testificar: “…pues sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23).

El diccionario bíblico en inglés nos recuerda que la gracia es un mecanismo o instrumento divino que brinda fortaleza o ayuda mediante la misericordia y el amor que Jesucristo puso al alcance por medio de Su expiación4. Por tanto, es a través de la gracia de Cristo que resucitamos, y es Su gracia, Su amor y Su expiación lo que nos ayuda a lograr las buenas obras y el progreso necesario que, de otra manera, sería imposible si se nos dejara a merced de nuestras propias capacidades y recursos.

La felicidad por medio de la Expiación

Entre las muchas cualidades de Nefi que admiro está su actitud: su vida no fue nada fácil, particularmente si la comparamos con las comodidades que muchos tomamos como algo natural hoy en día. Él y su familia vivieron años en regiones deshabitadas antes de llegar a la tierra prometida; sufrieron períodos de hambre, sed y peligros; Nefi tuvo que enfrentar serios problemas familiares, agravados por la manera de ser de Lamán y Lemuel y, finalmente, con los que lo siguieron, tuvo que separarse de ellos y de los que se pusieron de su parte.

En medio de todas esas privaciones y dificultades, Nefi pudo decir: “Y aconteció que vivimos de una manera feliz” (2 Nefi 5:27).

Él comprendía que hay un modelo de vida que da como resultado la felicidad, sean cuales sean las dificultades, los problemas y las desilusiones que tengamos en este mundo. Tuvo la capacidad de concentrarse en el panorama más amplio del plan de Dios para él y su pueblo y así pudo evitar que sus frustraciones o que la acertada observación de que la vida no es justa lo derribaran. No es justa; no obstante, él y su pueblo fueron felices; entendían que se llevaría a cabo una Expiación, y tenían confianza en que ella los incluiría.

Nefi se hacía importantes preguntas, que tal vez nosotros nos hagamos al considerar qué lugar ocupa la expiación de Cristo en nuestra vida:

“Entonces, si he visto tan grandes cosas, si el Señor en su condescendencia para con los hijos de los hombres los ha visitado con tanta misericordia, ¿por qué ha de llorar mi corazón, y permanecer mi alma en el valle del dolor, y mi carne deshacerse, y mi fuerza desfallecer por causa de mis aflicciones?

“Y ¿por qué he de ceder al pecado por causa de mi carne? Sí, ¿y por qué sucumbiré a las tentaciones, de modo que el maligno tenga lugar en mi corazón para destruir mi paz y contristar mi alma? ¿Por qué me enojo a causa de mi enemigo?” (2 Nefi 4:26–27).

Después de lamentarse así, contestó sus propias preguntas sabiendo cómo debía enfrentar sus problemas: “¡Despierta, alma mía! No desfallezcas más en el pecado. ¡Regocíjate, oh corazón mío, y no des más lugar al enemigo de mi alma!… ¡Oh Señor, en ti he puesto mi confianza, y en ti confiaré para siempre!” (2 Nefi 4:28, 34).

¿Significa eso que Nefi ya no tuvo más dificultades? ¿Que a partir de entonces entendió plenamente todo lo que le sucedía? Recuerden la respuesta que él mismo había dado a un ángel años atrás, cuando se le hizo una importante pregunta con respecto a la expiación de Cristo, que iba a tener lugar en el futuro: “Sé que [Dios] ama a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas” (1 Nefi 11:17).

Nosotros tampoco sabemos ni sabremos el significado de todo, pero podemos y debemos saber que el Señor ama a Sus hijos y que, en medio de nuestras luchas, nos es posible recibir en la medida exacta el beneficio de la gracia de Cristo y de Su expiación. Del mismo modo, sabemos y debemos recordar lo insensato y peligroso que sería dar lugar al maligno en nuestro corazón.

A pesar de entender eso completamente y de comprometernos a no darle entrada en nuestro corazón ni en nuestra vida, muchas veces no lo hacemos porque a menudo somos el hombre o la mujer “natural” (véase Mosíah 3:19). Por eso, debemos estar agradecidos por el principio del arrepentimiento y ponerlo en práctica; y aunque repetidamente nos referimos a nuestro arrepentimiento como un acontecimiento, y a veces lo es, para la mayoría de nosotros es un proceso constante, que dura toda la vida.

Por supuesto, hay pecados tanto de omisión como de comisión por los cuales debemos comenzar de inmediato el proceso del arrepentimiento. Existen algunos tipos de iniquidad y de errores que podemos abandonar en seguida y no volver a cometer jamás; por ejemplo, podemos pagar el diezmo íntegro el resto de nuestra vida, aunque ése no haya sido siempre el caso. Pero otros aspectos de la existencia, como la espiritualidad, la caridad, la sensibilidad hacia los demás, la consideración por los miembros de la familia, la solicitud por los vecinos, la comprensión de las Escrituras, la asistencia al templo y la calidad de nuestras oraciones personales exigen un mejoramiento y una atención continuos.

Debemos estar agradecidos de que el Salvador, que nos comprende mejor que nosotros mismos, haya instituido la Santa Cena para que, al ser partícipes de los emblemas sagrados con el compromiso de tomar Su santo nombre sobre nosotros, de recordarlo siempre y de guardar Sus mandamientos, renovemos regularmente los convenios que hemos hecho. Al seguir el modelo que nos permita vivir “de una manera feliz”, nuestro arrepentimiento y acciones asumen una calidad más elevada, y aumenta nuestra capacidad para entender y apreciar la Expiación.

El arrepentimiento y la obediencia

En 1830, durante las semanas anteriores a la organización de la Iglesia, el profeta José Smith recibió una revelación extraordinaria que aumenta nuestra comprensión de la Expiación, porque era el Salvador mismo quien hablaba y enseñaba. En ella se describió a Sí mismo como “el Redentor del mundo” (D. y C. 19:1), reconoció que cumplía la voluntad del Padre y dijo: “…te mando que te arrepientas y guardes los mandamientos que… has recibido” (D. y C. 19:13).

Ese sencillo modelo de arrepentimiento y obediencia es realmente la base del vivir “de una manera feliz”. Sabemos que eso es lo que debemos hacer aun cuando, a veces, olvidemos el porqué; pero el Señor nos lo recuerda con las siguientes palabras de la misma revelación:

“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;

“mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;

“padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar.

“Sin embargo, gloria sea al Padre, bebí, y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres” (D. y C. 19:16–19).

¡Qué notable lección! Estoy seguro de que ninguno de nosotros puede imaginar siquiera el significado y la intensidad del sufrimiento del Señor al llevar a cabo la grandiosa Expiación. Dudo que en aquella época José Smith tuviera una idea completa del padecimiento del Salvador, aunque años después llegó a valorarlo y entenderlo mejor por sus propias pruebas y tormentos. Fíjense en la enseñanza correctiva que Jesús mismo impartió a José, al aconsejarlo y consolarlo en las tenebrosas horas de su reclusión en la cárcel de Liberty, cuando le dijo sencillamente: “El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él?” (D. y C. 122:8).

Esa pregunta a José se nos hace también a cada uno de nosotros en nuestras luchas y dificultades personales. Nadie debería dudar jamás de cuál es la respuesta correcta.

El hecho de que Jesús pasara por lo que pasó, no porque no le fuera posible evitarlo, sino porque nos ama, es en verdad aleccionador. Él ama y honra a Su Padre con una profundidad y una lealtad que apenas podemos concebir. Si deseamos honrar y amar al Salvador, no debemos olvidar nunca que lo que Él hizo por nosotros lo hizo para que no tengamos que sufrir, hasta el punto que Él sufrió, lo que la justicia sola exigiría de nosotros.

Los azotes, las privaciones, el abuso, los clavos y un estrés y un sufrimiento inconcebibles, todo ello lo llevó a experimentar una agonía atroz que nadie que no tuviera Sus poderes y Su determinación habría podido resistir para soportar hasta el fin todo lo que se le impuso.

La amplitud de la Expiación

¡Al considerar la amplitud de la Expiación y de la buena voluntad del Redentor de sufrir por todos nuestros pecados, debemos reconocer con gratitud que el sacrificio expiatorio abarca también mucho más que eso! Consideremos estas palabras que dirigió Alma al pueblo fiel de Gedeón casi un siglo antes que la Expiación se llevara a cabo:

“Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo.

“Y tomará sobre sí la muerte, para soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo; y sus enfermedades tomará él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos.

“Ahora bien, el Espíritu sabe todas las cosas; sin embargo, el Hijo de Dios padece según la carne, a fin de tomar sobre sí los pecados de su pueblo, para borrar sus transgresiones según el poder de su redención; y he aquí, éste es el testimonio que hay en mí” (Alma 7:11–13).

Piensen en un remedio que abarque todos nuestros dolores, aflicciones, tentaciones, enfermedades, pecados, desilusiones y transgresiones. ¿Pueden imaginar que hubiera otra alternativa que la expiación de Jesús? Si a eso se le agrega la incomparable Resurrección, entonces comenzamos a entender lo suficiente para cantar: “Asombro me da el amor que me da Jesús”5.

¿Qué significa la Expiación para ustedes y para mí? Lo significa todo. Como lo explicó Jacob, podemos reconciliarnos “con [el Padre] por medio de la expiación de Cristo, su Unigénito Hijo” (Jacob 4:11). Esto quiere decir que podemos arrepentirnos, llegar a estar en perfecta armonía con Él y aceptarlo totalmente, y evitar los errores o malas interpretaciones con los cuales se “niega las misericordias de Cristo y desprecia su expiación y el poder de su redención” (Moroni 8:20).

Si seguimos este consejo de Helamán, que es tan pertinente hoy como lo era en los años anteriores próximos al advenimiento terrenal del Señor, evitaremos deshonrar y menospreciar la expiación del Salvador: “¡Oh recordad, recordad, hijos míos…! que no hay otra manera ni medio por los cuales el hombre pueda ser salvo, sino por la sangre expiatoria de Jesucristo, que ha de venir; sí, recordad que él viene para redimir al mundo” (Helamán 5:9).

Su expiación abarca ciertamente al mundo y a toda la gente desde el principio hasta el fin. Sin embargo, no debemos olvidar que es también intensamente personal en lo que respecta a su amplitud y totalidad, y diseñada exclusivamente para ajustarse y atender a la perfección las circunstancias personales de cada uno de nosotros. El Padre y el Hijo nos conocen mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos, y prepararon una Expiación que está plenamente proporcionada a nuestras necesidades, desafíos y posibilidades.

Demos gracias a Dios por la dádiva de Su Hijo, y gracias al Salvador por Su expiación, que es verdadera, está en efecto y nos conducirá a donde debemos y queremos estar.

Notas

  1. José Smith, Enseñanzas de los presidentes de la Iglesia: José Smith, Curso de estudio del Sacerdocio de Melquisedec y de la Sociedad de Socorro, 2007, págs. 51–52.

  2. Véase Guía para el estudio de las Escrituras, “Expiación, Expiar”, pág. 76.

  3. David A. Bednar, “In the Strength of the Lord” [“Con la fortaleza del Señor”], en Universidad Brigham Young 2001–2002, Speeches 2002, pág. 123.

  4. Véase “Gracia”, Guía para el estudio de las Escrituras, pág. 85.

  5. “Asombro me da”, Himnos, N° 118.

Izquierda: La oración en Getsemaní, por Del Parson

La última cena por Simon Dewey, cortesía de Altus Fine Art, American Fork, Utah

Ilustración fotográfica por Frank Helmrich