2009
El Salvador no me había olvidado
Junio de 2009


El Salvador no me había olvidado

Cuando era joven, mi madre me enseñó a orar, y todos los domingos asistía con ella a la iglesia. Mi hermana y mi hermano eran miembros del coro de la parroquia local de Hertfordshire, Inglaterra, y me parecía natural seguir su ejemplo y asistir con ellos.

Como sólo tenía ocho años de edad, no tenía que asistir al servicio de comunión que se llevaba a cabo temprano los domingos por la mañana, así que me quedaba acostado y después iba en bicicleta al servicio principal matutino.

A mediados del invierno de 1952, con 30 cm de nieve afuera y escarcha por dentro de las ventanas de mi cuarto, me acurruqué en la cama y decidí no ir a la iglesia ese domingo.

Mi madre me llamó para que me levantara, pero fingí que estaba dormido. Después oí sus pasos mientras subía por la escalera y dije en voz alta: “Ya me estoy levantando”.

No obstante, a regañadientes añadí: “¿De qué sirve? De todos modos, no existe alguien que se llame Jesucristo”. Inmediatamente escuché una voz en la mente que me dijo: “Sí existe, y un día me servirás”. La voz me parecía completamente natural, como si me estuviera hablando un amigo. Sin embargo, pasaron los años y me olvidé de aquella experiencia.

Ya de adulto, me alisté en la Marina Real Británica, y después de nueve años empecé a trabajar para una compañía de protección contra incendios. Una tarde, después del trabajo, oí que alguien llamaba a la puerta. Cuando la abrí, se presentaron dos hermanas misioneras. Yo me sentía cansado, sucio y hambriento, así que les sugerí que regresaran un poco más tarde o en otra ocasión.

Para mi sorpresa, regresaron una hora después, así que las invité a pasar. En cuanto empezaron a hablar, supe que su mensaje era especial. Había un sentimiento diferente en el hogar, y yo sabía que procedía de esas dos hermanas.

Aquella tarde me enseñaron la primera charla, y la segunda al día siguiente. Después, iban dos élderes todas las noches hasta que recibí todas las charlas. Empecé a leer el Libro de Mormón y a orar. El arrodillarme a orar por primera vez desde hacía veinte años fue la experiencia espiritual más grande que había tenido en la vida.

Me comprometí a bautizarme una semana después de terminar las charlas. Después de mi bautismo, el élder Ross y el élder Fullerger me pusieron las manos sobre la cabeza para conferirme el don del Espíritu Santo. En cuanto me tocaron la cabeza, recordé la experiencia que había tenido con el Espíritu hacía veinte años. Un tesoro que se había preservado en mi interior, pero que había quedado en el olvido por todos los errores que había cometido en la vida, había regresado a mi memoria por la vía espiritual. Me conmovía profundamente pensar que yo significara tanto para el Salvador y que no me había olvidado.

Estoy agradecido por los misioneros que me enseñaron el Evangelio, y por los miembros de mi primer barrio, quienes me nutrieron espiritualmente. Por encima de todo, estoy agradecido a mi Salvador, cuya existencia dudé en cierta ocasión, pero a Quien ahora sirvo con gratitud.

Escuché una voz en la mente que me dijo: “Existe una persona llamada Jesucristo”.