2014
Llenar el mundo con el amor de Cristo
Diciembre de 2014


Mensaje de la Primera Presidencia

Llenar el mundo con el amor de Cristo

Al pensar en la Navidad, con frecuencia pensamos en dar y recibir regalos. Los regalos pueden ser parte de una tradición entrañable, pero también pueden restarle valor a la sencilla solemnidad de esta época del año y privarnos de celebrar el nacimiento de nuestro Salvador de una manera significativa.

Sé, por propia experiencia, que las Navidades más memorables pueden ser aquéllas que son más humildes. Los regalos de mi infancia eran ciertamente modestos según los criterios actuales. A veces recibía una camisa remendada o un par de guantes o de calcetines. Recuerdo una Navidad especial en la que mi hermano me regaló un cuchillo de madera que él había tallado.

Para hacer que la Navidad sea significativa no se requieren regalos caros. Recuerdo una historia que contó el élder Glen L. Rudd, que sirvió como miembro de los Setenta entre 1987 y 1992. Hacía algunos años, mientras era gerente de un almacén del obispo, en la víspera de Navidad, un líder de la Iglesia le habló de una familia necesitada que se había mudado recientemente a la ciudad. Cuando fue a visitarla en su pequeño apartamento, encontró a una joven madre soltera con cuatro niños menores de diez años.

Las necesidades de la familia eran tan grandes, que aquella Navidad la madre no podía comprar golosinas ni regalos para sus hijos; ni siquiera tenía lo suficiente para comprar un árbol. El hermano Rudd habló con la familia y descubrió que a las tres niñitas les encantaría tener una muñeca o un animal de peluche. Cuando preguntó al niño de seis años qué quería él, el hambriento pequeño respondió: “Me gustaría un tazón de avena”.

El hermano Rudd le prometió al niño la avena y tal vez alguna cosa más. Luego fue al almacén del obispo y recogió alimentos y otros artículos para cubrir las necesidades inmediatas de la familia.

Esa misma mañana, un generoso Santo de los Últimos Días le había dado cincuenta dólares “para alguna persona necesitada”. El hermano Rudd abrigó a tres de sus propios hijos y, con ese donativo, fue a hacer compras de Navidad, e hizo que sus hijos eligieran los juguetes para los niños necesitados.

Tras cargar el auto con alimentos, ropa, regalos, un árbol de Navidad y algunos adornos, la familia Rudd se dirigió al apartamento de la familia. Allí, ayudaron a la madre y a sus hijos a poner el árbol. Luego colocaron los regalos debajo y entregaron al pequeñito un enorme paquete de avena.

La madre lloró, los niños se regocijaron, y todos entonaron una canción de Navidad. Aquella noche, cuando la familia Rudd se reunió para cenar, dieron gracias por haber podido llevar algo de la alegría navideña a otra familia y ayudar a que un niño tuviera un tazón de avena1.

Imagen
Composite of several photo's from Thinkstock/Istock of the planet earth with stars, bowl of oatmeal, and spoon

Cristo y el espíritu de dar

Piensen en el sencillo pero solemne modo en que nuestro Padre Celestial escogió honrar el nacimiento de Su Hijo. En aquella noche santa, los ángeles no aparecieron a los ricos, sino a los pastores; el niño Jesús no nació en una mansión, sino en un pesebre; no lo envolvieron en seda, sino en pañales.

La sencillez de esa primera Navidad fue un presagio de la vida del Salvador. A pesar de haber creado la tierra, haber habitado en reinos de majestuosidad y gloria, y de haber estado a la diestra del Padre, Él vino a la tierra como un niño indefenso. Su vida fue un modelo de modesta nobleza, y anduvo entre los pobres, los enfermos, los desconsolados y los afligidos.

Aunque era Rey, no buscó los honores ni las riquezas de los hombres; Su vida, Sus palabras y Sus actividades diarias fueron ejemplos de sencilla pero profunda solemnidad.

Jesús el Cristo, que sabía perfectamente la forma de dar, nos mostró el modelo de cómo dar. A aquéllos cuyo corazón está cargado de soledad y pesar, Él brinda compasión y consuelo. A aquéllos cuyo cuerpo y mente están afligidos por la enfermedad y el sufrimiento, Él proporciona amor y sanidad. A aquéllos cuya alma está abrumada por el pecado, Él ofrece esperanza, perdón y redención.

Si el Salvador estuviera entre nosotros hoy en día, lo encontraríamos allí donde Él siempre estuvo: ministrando a los mansos, a los desconsolados, a los humildes, a los afligidos y a los pobres de espíritu. Ruego que durante esta Navidad, y siempre, seamos nosotros quienes demos a Él, al amar como Él ama; que recordemos la humilde solemnidad de Su nacimiento, Sus dádivas y Su vida; y que, por medio de sencillos actos de bondad, caridad y compasión, llenemos el mundo con la luz de Su amor y de Su poder para sanar.

Nota

  1. Véase de Glen L. Rudd, Pure Religion: The Story of Church Welfare since 1930, 1995, págs. 352–353; véase también Glen L. Rudd, “A Bowl of Oatmeal”, Church News, 2 de diciembre de 2006, pág. 16.