2014
No se precisan ángeles
Diciembre de 2014


Del campo misional

No se precisan ángeles

La autora vive en Utah, EE. UU.

Esa mañana de Navidad en un hospital de Guatemala, no podíamos recurrir a los ángeles para que cantaran, pero podíamos recurrir a nosotros mismos.

Imagen
A sister missionary visiting with a woman who is lying in a hospital bed.

Ilustración por Craig Stapley.

Fuegos pirotécnicos y petardos, pesebres de colores brillantes y festines de tamales rellenos: en eso consiste la Navidad en Guatemala. Como misionera de tiempo completo, me di cuenta de que esas tradiciones eran muy diferentes a las mías en los Estados Unidos; sentía nostalgia y pensé que mi Navidad iba a ser deprimente.

Mi compañera, la hermana Anaya, dijo que hallaríamos gozo el día de Navidad al prestar servicio a los demás. Sugirió que pasáramos la mañana cantando en el hospital e invitamos a otros misioneros a ir con nosotros.

Al acercarnos a la entrada, vi a las personas que esperaban en fila para ver a sus seres queridos. Sus rostros reflejaban tristeza, sus pies calzados con sandalias estaban llenos de tierra y su ropa estaba desteñida. Esperamos junto con ellos, y cuando por fin se nos permitió entrar al edificio, caminamos por corredores angostos que tenían pintura verde que se estaba descascarando y pisos (suelos) de cemento. El olor a enfermedad y a medicamentos me abrumó.

En la tenue luz pude ver a pacientes enfermos acostados en camas en una habitación grande que tenía poca ventilación y nada de privacidad. Estaban allí recostados, algunos con vendas, otros con tubos intravenosos y otros conectados a máquinas que les ayudaban a respirar. Algunos de ellos gemían calladamente, mientras que otros dormían. Me pregunté a qué habíamos ido. La mayoría de nuestro pequeño grupo de misioneros se quedó en la puerta, sin saber qué hacer, pero la hermana Anaya no. Ella se acercó a cada cama y saludó a los que estaban enfermos, preguntándoles cómo se sentían y deseándoles una feliz Navidad. Su brío nos recordó a los demás por qué habíamos ido y empezamos a cantar villancicos, primero suavemente pero después con más confianza. Algunos de los pacientes sonrieron, otros permanecieron recostados aparentemente sin darse cuenta, y otros comenzaron a tararear.

La hermana Anaya, que cantaba con el himnario en la mano, se acercó a una mujer cubierta con vendas. La mujer comenzó a llorar calladamente, y mi compañera le acarició el cabello con ternura. En medio de las lágrimas, la mujer dijo: “Ustedes son ángeles; son ángeles”.

Nunca olvidaré la respuesta de la hermana Anaya: “No, no está escuchando a ángeles”, le dijo; “está escuchando a Santos Santos de los Últimos Días”.

Cuando Jesucristo nació, un ángel anunció Su nacimiento y una multitud de huestes celestiales alabó a Dios (véase Lucas 2:8–14). Cada Navidad pienso en esos ángeles,

pero también pienso en la hermana Anaya. Recuerdo que nos animó a cantar en el hospital y que, al difundir gozo, también lo sentimos nosotros. Recuerdo que le acarició el cabello a esa mujer enferma y que no es preciso que yo sea un ángel para prestar servicio a los demás, puedo servirles en calidad de Santo de los Últimos Días.