2015
He ahí tu madre
Noviembre de 2015


He ahí tu madre

Ningún otro amor en la vida mortal llega a aproximarse más al amor puro de Cristo que el amor abnegado que una madre siente por un hijo.

Me uno a ustedes en dar la bienvenida al élder Ronald A. Rasband, al élder Gary E. Stevenson y al élder Dale G. Renlund y a sus respectivas esposas a la asociación más agradable que puedan imaginar.

Al profetizar de la expiación del Salvador, Isaías escribió: “Llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores”1. En una majestuosa visión de los últimos días se recalcó que “[Jesús] vino al mundo… para llevar los pecados del mundo”2. Tanto las Escrituras antiguas como las modernas testifican que “los redimió, los levantó y los llevó todos los días de la antigüedad”3. Un himno favorito nos invita a “[escuchar] al Salvador”4.

Soportar, sufrir, llevar, salvar, son palabras potentes y alentadoras que describen al Mesías; transmiten ayuda y esperanza para un traslado seguro del lugar donde estamos al lugar donde debemos estar, pero al que no podemos llegar sin ayuda. También conllevan una carga, lucha, fatiga y dolor; palabras muy apropiadas para describir la misión de Aquel quien, a un costo indescriptible, nos levanta cuando caemos, nos carga cuando no tenemos más fuerza, nos conduce a casa con seguridad cuando esta parece estar lejos del alcance. “Mi Padre me envió”, dijo, “para que fuese levantado sobre la cruz… para que así como he sido levantado… así también los hombres sean levantados… ante mí”5.

Pero, ¿podemos reconocer en esas palabras otro ámbito de la actividad humana en el que también empleamos términos como soportar y sufrir, llevar y levantar, labor de parto y dar a luz? Así como Jesús le dijo a Juan al momento de la Expiación, así nos dice a todos nosotros: “He ahí tu madre”6.

Hoy declaro desde este púlpito lo que se ha dicho aquí antes: que ningún otro amor en la vida mortal llega a aproximarse más al amor puro de Jesucristo que el amor abnegado que una madre siente por un hijo. Cuando Isaías, al describir al Salvador, quiso explicar el amor de Jehová, utilizó la imagen de la dedicación de una madre y pregunta: “¿Acaso se olvidará la mujer de su niño de pecho?”. Da a entender que es absurdo, pero no tanto como pensar que Cristo alguna vez se olvidará de nosotros7.

Ese tipo de amor firme “es [sufrido] y es [benigno]… no busca lo suyo… sino… todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”8. Lo más alentador de todo es que una fidelidad como esa “nunca deja de ser”9. “Porque los montes desaparecerán y los collados serán quitados”, dijo Jehová, “pero mi bondad no se apartará de ti”10. Lo mismo dicen nuestras madres.

Es que no solo nos sostienen en el embarazo, sino que continúan sosteniéndonos. No solo antes de nacer, sino a lo largo de toda la vida, lo que hace de la maternidad una inmensa proeza. Claro que hay excepciones desgarradoras, pero la mayoría de las madres saben, por intuición y por instinto, que se trata de una responsabilidad sagrada de lo más noble. El peso de esa realidad, especialmente para las madres jóvenes, puede ser muy abrumador.

Una maravillosa y joven madre hace poco me escribió: “¿Cómo puede un ser humano amar tanto a un hijo que esté dispuesto a renunciar por él a una parte importante de su libertad? ¿Cómo puede el amor humano ser tan fuerte que uno acepta voluntariamente la responsabilidad, la vulnerabilidad, la ansiedad y el dolor, y lo sigue haciendo una y otra vez? ¿Qué tipo de amor mortal nos hace sentir, después de tener a un hijo, que nuestra vida jamás volverá a ser nuestra nuevamente? El amor maternal tiene que ser divino. No hay otra explicación. Lo que las madres hacen es un elemento esencial de la obra de Cristo. El saber eso debería bastar para indicarnos que el efecto de ese amor oscilará entre lo insoportable y lo extraordinario, una y otra vez hasta que, cuando todo hijo en la tierra esté seguro y reciba la salvación, [entonces], podamos decir con Jesús: ‘[¡Padre!] He acabado la obra que me diste que hiciese’”11.

Recordando la elegancia de esa carta, contaré tres experiencias en las que se muestra la majestuosa influencia de las madres de las cuales fui testigo en mi ministerio en semanas recientes:

La primera es de advertencia, para recordarnos que no todo esfuerzo maternal tiene un final feliz, al menos no inmediatamente. Ese recordatorio surge de mi conversación con un querido amigo de más de cincuenta años que agonizaba alejado de la religión que sabía en el corazón que es verdadera. No importaba cuánto trataba de consolarlo, no podía brindarle paz. Al final me dijo: “Jeff, a pesar de lo doloroso que será para mí estar delante de Dios, lo que no soporto es la idea de estar delante de mi madre. El Evangelio y sus hijos eran todo para ella. Sé que le he roto el corazón y eso me rompe el mío”.

Ahora estoy completamente seguro que cuando falleció, su madre recibió a mi amigo con los brazos abiertos; eso es lo que hacen los padres. Pero la parte admonitoria de esta historia es que los hijos pueden destrozarle el corazón a sus madres. En ello también vemos una semejanza con lo divino. No necesito recordar que Jesús murió con un corazón destrozado, uno agotado y desgastado por llevar la carga de los pecados del mundo. De modo que, en los momentos de tentación, consideremos a nuestra madre así como a nuestro Salvador y evitémosles a ambos el dolor a causa de nuestros pecados.

La segunda se trata de un joven que entró digno en el campo misional, pero por su propia elección volvió antes de tiempo debido a su atracción por el mismo sexo y a un trauma que había tenido a causa de ello. Aún era digno, pero cuestionaba seriamente su fe, su carga emocional aumentó y su dolor espiritual se hacía más y más profundo. Sus sentimientos variaban entre lastimado, confundido, enojado y desconsolado.

Su presidente de misión, su presidente de estaca y su obispo pasaron incontables horas averiguando, llorando y dándole bendiciones para ayudarle; pero gran parte de su herida era tan personal que al menos una parte de ella no se las reveló. El amado padre de este relato hizo su mayor esfuerzo por ayudar a su hijo, pero, debido a las exigencias de su trabajo, a menudo esas largas noches las afrontaban solamente el muchacho y su madre. Día y noche, primero por semanas, luego por meses que se convirtieron en años, procuraron sanar juntos. A través de períodos de amargura (mayormente de él, pero a veces de ella) y de temor interminable (mayormente de ella, pero a veces de él), ella sostuvo, nuevamente esa hermosa y onerosa palabra, a su hijo testificándole del poder de Dios, de Su evangelio, de Su Iglesia, pero especialmente de Su amor por él. Al mismo tiempo, le testificó del amor incondicional, inflexible e imperecedero que ella sentía por él. Para unir a esos dos absolutamente cruciales y esenciales pilares de su vida: el evangelio de Jesucristo y su familia, derramaba incesantemente su alma en oración. Ayunaba y lloraba, lloraba y ayunaba, luego escuchaba y escuchaba mientras su hijo le decía reiteradamente del dolor que él sentía. Así, ella lo sostuvo nuevamente, pero esta vez no por nueve meses; esta vez ella pensó que la labor para sobrellevar la severa tribulación espiritual de él se extendería para siempre.

No obstante, con la gracia de Dios, la tenacidad de ella y la ayuda de varios líderes de la Iglesia, amigos, familiares y profesionales, esta insistente madre ha visto a su hijo regresar a la tierra prometida. Con tristeza reconocemos que esa bendición no la reciben, o al menos no la han recibido, todos los padres que sufren debido a una gran variedad de circunstancias de sus hijos; pero en este relato hubo esperanza. Debo añadir que la orientación sexual de este joven no cambió de forma milagrosa, nadie supuso que sería así. Poco a poco, tuvo un cambio en el corazón.

Volvió a la Iglesia; decidió participar de la Santa Cena voluntaria y dignamente; obtuvo de nuevo una recomendación para el templo y aceptó el llamamiento de ser maestro de Seminario matutino, el cual desempeñó con éxito. Ahora, después de cinco años, a petición suya, y con la ayuda de la Iglesia, regresó al campo misional para terminar su servicio al Señor. He llorado por el valor, la integridad y la determinación de este muchacho al afrontar sus problemas y por su familia por ayudarlo a mantener la fe. Él sabe que está en gran deuda con muchas personas, pero sabe que con quienes tiene mayor deuda son dos figuras mesiánicas de su vida, dos que lo sostuvieron, se esforzaron con él y lo rescataron: Su Salvador, el Señor Jesucristo, y su determinada, redentora y absolutamente santa madre.

La última es de la rededicación del Templo de la Ciudad de México, apenas hace tres semanas. Junto con el presidente Henry B. Eyring, allá vi a nuestra querida amiga Lisa Tuttle Pieper ponerse de pie en ese emotivo servicio dedicatorio. Se mantuvo de pie con cierta dificultad porque con un brazo sostenía a su querida hija severamente enferma, Dora, mientras que con el otro trataba de mover la mano disfuncional de Dora para que esta hija de Dios discapacitada, pero eternamente preciada, pudiera agitar un pañuelo blanco y con un quejido que solo ella y los ángeles del cielo podían distinguir gritara: “Hosanna, hosanna, hosanna a Dios y al Cordero”12.

A las madres de todas partes, del pasado, presente o futuro, les digo: “Gracias, muchas gracias por dar a luz, por moldear almas, por formar carácter y por demostrar el amor puro de Cristo”. A la Madre Eva, a Sara, Rebeca, Raquel, María de Nazaret y a la Madre Celestial, les digo: “Gracias por su función crucial de cumplir con los propósitos de la eternidad”. A todas las madres en cualquier circunstancia, incluso a las que luchan con dificultades, y todas lo harán, les digo: “Sean pacientes. Crean en Dios y en ustedes. Están haciendo las cosas mejor de lo que creen. Son salvadoras en el Monte de Sion13, y como el del Maestro a quien siguen, su amor ‘nunca deja de ser’”14. A nadie podría rendir un mayor homenaje. En el nombre de Jesucristo. Amén.