2016
Yo sé que vive mi Señor
Marzo de 2016


Yo sé que vive mi Señor

El autor vive en Filipinas.

Después de que nuestros padres nos abandonaron, aprendimos que Jesucristo nunca lo haría.

Imagen
three boys reading

Ilustración de Brian Call; detalle de Cristo y el joven rico, por Heinrich Hofmann.

Cuando yo tenía catorce años, mi papá abandonó a nuestra familia y mi mamá se vio forzada a escapar del país. Yo me quedé con mis tres hermanos pequeños, Ephraim, de 9 años; Jonathan, de 6 y Grace, de 3 (se han cambiado los nombres). Nada podría habernos preparado para ese cambio repentino; por primera vez, estábamos solos.

Nuestros familiares ofrecieron tener a cada uno de nosotros, pero si íbamos a vivir con ellos, estaríamos separados. Era una decisión difícil. ¿Cómo podíamos rechazar su ayuda bienintencionada?; pero al mismo tiempo, ¿cómo podíamos privarnos de años de jugar, reír, cuidarnos el uno al otro y vernos crecer mutuamente?

Al principio, mis hermanos y yo rechazamos la ayuda, pensando que yo podría trabajar para mantenernos y así permanecer juntos. Sin embargo, sabíamos que no podíamos proporcionar el cuidado que necesitaba nuestra hermana pequeña; de modo que, con lágrimas en los ojos, la dejamos ir.

Durante los siguientes meses, trabajé como pintor de construcción para comprar comida para mis hermanos y para mí. Mi sueldo no era suficiente para pagar las cuentas de la electricidad y del agua, así que teníamos que vivir sin ellas.

A pesar de esa prueba y de las críticas de otras personas que la acompañaron, nuestra fe no vaciló. Todas las noches, reunía a Ephraim y a Jonathan alrededor de la lámpara para leer el Libro de Mormón. Yo recortaba la mecha para que no produjera tanto humo, pero aun así teníamos que limpiarnos la nariz, que se nos había puesto negra para cuando terminábamos de leer. Pero valió la pena.

Leer el Libro de Mormón nos acercó más a Cristo. Después de leer, nos arrodillábamos juntos y tomábamos turnos para hacer la oración. Pedíamos consuelo para sobrellevar nuestro problema, el cual parecía no tener solución. Terminamos de leer el libro, y nuestra fe en Jesucristo se hizo más fuerte.

Un día, llegué a casa cansado del trabajo y me acosté en la parte de abajo de la litera. Al mirar hacia arriba, vi un papel que estaba pegado bajo la cama que estaba sobre mí. Decía: “¡Yo sé que vive mi Señor!”. Mi hermano Jonathan lo había puesto allí. Cuán cerca están los niños del cielo que incluso un niño de la Primaria puede ser un instrumento para mandar un mensaje de Dios de consuelo a un corazón y una mente turbados.

Ese testimonio me sostuvo cuando me di cuenta de que no podía proveer para nuestras necesidades y que teníamos que dejar nuestro hogar. A Jonathan lo llevaron a vivir con la familia de mi madre, pero Ephraim y yo elegimos quedarnos con nuestros otros abuelos, porque eran miembros de la Iglesia. En su casa, nos levantábamos temprano para hacer los quehaceres antes de la escuela, y después cuidábamos a nuestro abuelo hasta tarde en la noche. Era agotador. Sin embargo, el Señor estaba al tanto de nosotros, y permanecimos cerca de la Iglesia.

Cada vez que tenía deseos de darme por vencido, se me recordaban los momentos especiales que había tenido con mis hermanos al leer el Libro de Mormón alrededor de la lámpara. Sé que Cristo estaba junto a nosotros en esos momentos difíciles. Desde el momento en el que nuestros familiares nos separaron, Él no nos abandonó. “¡Yo sé que vive mi Señor!”.

Ahora, años después, sigo teniendo la imagen de esas palabras encima de mi cama en mi corazón y en mi mente. Ese mensaje nos ha ayudado a mi hermano Ephraim y a mí en nuestros años de servicio como misioneros de tiempo completo y al procurar ahora tener un matrimonio celestial.

Podía haber perdido mucho de mi vida si hubiera dudado en vez de confiar en Cristo. No importa cuán difícil sea la vida, nunca ha sido demasiado difícil para el Salvador, quien sufrió en Getsemaní. Él puede sostener la vida de una persona con una frase. Él lo conoce todo, del principio al fin. Su consuelo es más poderoso que cualquier aflicción que pueda traer esta vida. Mediante Su expiación, no hay problema que sea permanente; solo hay esperanza, gracia, paz y amor constantes. Créeme, ¡lo sé! ¡Yo sé que vive mi Señor!