2017
Salvada después del suicidio de mi hija
Septiembre de 2017


Salvada después del suicidio de mi hija

La autora vive en Utah, EE. UU.

Después de que mi hija se quitó la vida, no tenía familiares que me ayudaran a pasar esa prueba, excepto la familia de mi barrio.

Imagen
woman sitting at church

Ilustraciones fotográficas por David Stoker; se utilizaron modelos.

Recientemente, una amiga me hizo una pregunta que me tomó por sorpresa. Entre todas las preguntas que quedan pendientes después de que un ser querido se quita la vida, ella solo pensaba en una. La pregunta era: “¿De qué modo te ha ayudado la Iglesia después del suicidio de tu hija de quince años?”.

Lo primero que pensé fue: “No me ha ayudado. Alejé a todos, me aislé en casa y sufrí en una soledad absoluta”.

Sin embargo, tras algunos días de reflexión, me di cuenta de que aquella idea era totalmente incorrecta. No tengo duda alguna de que el horror inimaginable que experimenté me nubló la perspectiva.

En el hospital al que llevaron a mi hija Natalie (que ya había fallecido), yo estaba en estado de shock; estaba completamente aturdida, física y mentalmente. Sucedían cosas a mi alrededor que yo veía pero no sentía: la policía que hacía preguntas, los amigos que lloraban, el personal médico que informaba. Todo eso es vago y perfectamente claro al mismo tiempo.

Recuerdo haber visto a mi anterior obispo y a su esposa. Uno de mis colegas los había llamado. Mi hija Natalie y yo nos habíamos mudado de su barrio tan solo unos meses antes. Mi obispo y su esposa eran amigos a quienes queríamos mucho.

La esposa del obispo, que también se llamaba Natalie, dijo que me alojaría con ellos. Lo siguiente que recuerdo es que estaba en su vehículo de regreso a mi anterior vecindario. Había perdido la dimensión del tiempo; sin embargo, sabía que ya era casi el día siguiente cuando recibí una bendición del sacerdocio del obispo y un amigo.

Sé que debo haber participado y estado al tanto de todos los arreglos pertinentes al funeral; no obstante, no era consciente de lo que sucedía. Me vestía cuando se me decía que me vistiera; entraba en el auto cuando se me decía que teníamos que ir a algún lugar. Me sentía como un robot que obedecía órdenes sencillas; aquello era todo cuanto podía hacer. Sorprendentemente, aún no había derramado ni una lágrima.

El funeral de mi hija fue hermoso; hubo muchas risas entremezcladas con lágrimas, y el Espíritu estuvo muy, muy presente. Mi hija mayor, Victoria, viajó a Utah desde otro estado y compuso una canción y la cantó en el funeral.

Jamás se me mencionó nada sobre el costo del funeral, excepto que ya se habían encargado de ello. En cuestión de semanas, el funeral se había pagado por completo con donativos de miembros de la Iglesia.

En aquel momento, aún me alojaba con la familia de mi obispo anterior. Los miembros de mi barrio anterior estaban buscando un nuevo lugar para que yo viviera. Se desocupó un bonito y pequeño apartamento situado debajo de una planta baja, y lo siguiente que recuerdo es estar firmando el contrato de alquiler. Aquello no ocurrió por iniciativa propia; fueron los actos de un grupo de miembros de la Iglesia, entre ellos, mi querida amiga Natalie, la esposa del obispo.

Los miembros del barrio me ayudaron a trasladar mis pertenencias, y nos acomodaron a mi otra hija y a mí. Los primeros dos meses de alquiler se habían pagado por adelantado; de nuevo, mediante donativos de miembros de la Iglesia. Aún no percibía el transcurso del tiempo y seguía emocionalmente aturdida hasta cierto grado; no obstante, comenzaba a sentir otra vez.

Aproximadamente un mes después de la muerte de mi hija, la comprensión y la magnitud de lo que había sucedido empezaban a entrar en escena. Era como si al principio se filtrara un vapor denso y negro, seguido de ráfagas agobiantes, hasta que me sentía rodeada por una completa oscuridad. El pesar —en su forma más absoluta— puede ser cegador.

Natalie había fallecido el Día de Acción de Gracias [en noviembre]; ahora era Navidad. Los días festivos no hacían más que acrecentar mi pérdida. Las lágrimas brotaban sin cesar durante días, y la agonía parecía implacable en aquella época. Los minutos transcurrían como horas; las horas, como días; y los días, como años.

Al ser una mujer divorciada, no tenía un esposo que saliera a ganarse la vida. Si hubiera podido, me habría acurrucado, me habría encerrado en un armario y hubiese permanecido allí. Pero no podía darme ese lujo; de algún modo, tenía que reunir fuerzas para seguir; tenía que buscar trabajo. Tenía empleo cuando sucedió lo del Día de Acción de Gracias, pero de alguna forma, en todo aquel caos, había olvidado mi trabajo. Podría haber regresado, pero a mi Natalie le encantaba pasar tiempo allí, y la idea de volver sin ella era intolerable.

Para la primera semana de enero, había conseguido un empleo de baja remuneración. Trataba de actuar con normalidad; mi cuerpo seguía adelante, pero sentía como si mi alma hubiera muerto. Nadie sabía que era un ser vacío que actuaba por inercia. Solo me derrumbaba emocionalmente cuando conducía hacia el trabajo y al regresar de él.

Comencé a asistir a mi nuevo barrio poco a poco. Sabía muy bien que si alguien me preguntaba cómo estaba, me desmoronaría. Quería ir a la Iglesia desesperadamente, pero no quería hablar con nadie y mucho menos hacer contacto visual. Deseaba de todo corazón ser invisible. Más que nada, ¡quería arrancar de mi pecho aquel pesar agobiante!

No tengo idea de lo que las hermanas de la Sociedad de Socorro pensaban de mí, y en ese momento no me importaba mucho. ¡Estaba demasiado ocupada tratando de respirar! Estoy segura de que daba la impresión de querer que me dejaran en paz, ya que ninguna de ellas me molestaba. Sin embargo, de vez en cuando me ofrecían una sonrisa afectuosa que yo hallaba algo reconfortante; justo la pequeña dosis exacta como para evitar que corriera a la salida más cercana, lo cual era una idea constante.

El tiempo sana; no borra los acontecimientos, pero permite que las heridas abiertas se cierren lentamente.

Aquel fatídico Día de Acción de Gracias fue en 2011, y me ha llevado algunos años darme cuenta de cuánto me ayudaron mis hermanos y hermanas de la Iglesia. Sentí como si me recogieran del campo de batalla tras haber sido gravemente herida. Se me atendió hasta que recobré la salud y se me cuidó hasta que pude sostenerme por mis propios medios.

He recibido innumerables bendiciones en mi camino de diversas maneras. Mi testimonio ha crecido tremendamente. Ahora sé lo que se siente que nuestro Salvador te lleve en Sus brazos amorosos.

Así que, en respuesta a la pregunta de mi amiga: “¿De qué modo te ayudó la Iglesia durante esa prueba de fuego?”, yo digo: “No me ayudaron. Me salvaron”.