Jesucristo
Capitulo 27: Continuacion del Ministerio en Perea y Judea


Capitulo 27

Continuacion del Ministerio en Perea y Judea

En casa del gobernante fariseoa

EN cierto día de reposo Jesús era el huésped de un fariseo prominente. Se encontraba allí un hombre hidrópico que posiblemente se había acercado con la esperanza de recibir una bendición, o posiblemente el dueño de la casa u otros habían dispuesto que estuviese presente, con el fin de tentar a Jesús a que obrara un milagro en el día santo. Por lo menos el ejercicio de la facultad sanadora de nuestro Señor ocupaba sus pensamientos, si es que no lo habían indicado o sugerido manifiestamente, pues leemos que “Jesús habló a los intérpretes de la ley y a los fariseos, diciendo: ¿Es lícito sanar en el día de reposo?”b Nadie osó responder. En seguida Jesús sanó al hombre, tras lo cual se volvió a la compañía reunida y les preguntó: “¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cae en algún pozo, no lo sacará inmediatamente, aunque en un día de reposo?”c Los eruditos expositores de la ley prudentemente guardaron silencio.

Notando la afanosa actividad con que los huéspedes del fariseo buscaban para sí mismos un lugar prominente en la mesa, Jesús les dio una lección sobre los buenos modales, indicándoles no sólo la propiedad, sino la ventaja de una autodisciplina decorosa. El invitado no debe escoger para sí el lugar principal, porque puede llegar otro huésped más distinguido, y el que lo convidó dirá al primero: “Da lugar a éste.” Es mejor ocupar un lugar inferior, y entonces tal vez el señor de la fiesta dirá: “Amigo, sube más arriba.” La enseñanza moral es la siguiente: “Porque cualquiera que se enaltece será humillado; y el que se humilla, será enaltecido.”d

En esta reunión festiva en casa del gobernante fariseo se hallaban personas de prominencia y distinción, hombres ricos y funcionarios públicos, destacados fariseos, eruditos de renombre, famosos rabinos y otros de igual categoría. Mirando hacia la distinguida compañía, Jesús dijo: “Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos.” Este sano consejo fue interpretado como reproche, y alguien trató de subsanar la situación embarazosa exclamando: “Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios.”e Las palabras aludían al gran festival o cena que, según el tradicionalismo judío, habría de ser un rasgo de importancia particular en la dispensación mesiánica. Jesús aprovechó en el acto la circunstancia, tomándola como base para la profundamente significativa Parábola de la Gran Cena:

“Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos. Y a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los convidados: Venid, que ya está todo preparado. Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos, te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir. Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Vé pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el señor al siervo: Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena.”f

La historia da a entender que se habían extendido las invitaciones con suficiente anticipación a los huéspedes seleccionados; y el día de la fiesta se envió a un mensajero para que nuevamente les notificara, de acuerdo con la costumbre de la época. Aunque se llamaba cena, el banquete iba a ser suntuoso; además, era común llamar cena a la comida principal del día. Uno tras otro menospreció la invitación, éste diciendo: “Te ruego que hagas presente mis excusas”; y otro: “No puedo concurrir”. Los asuntos a los que los invitados dedicaron su tiempo y atención no podían ser tildados de indecorosos en sí mismos, y mucho menos pecaminosos; pero el hecho de arbitrariamente permitir que sus negocios personales abrogaran un compromiso honorable, después de haberlo aceptado, constituyó una falta de urbanidad y de respeto, y virtualmente un insulto hacia aquel que había preparado la fiesta. El hombre que compró el terreno pudo haber aplazado la inspección; el que acababa de comprar los bueyes pudo haber esperado un día más para probarlos; y el recién casado pudo haberse ausentado de su desposada y amigos durante el tiempo de la fiesta a la cual había prometido concurrir. Era claro que ninguno de éstos deseaba estar presente. El señor de la casa justificadamente se enojó. Sus órdenes de que llevaran a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos de las calles de la ciudad deben haber evocado, en los que escuchaban el relato de nuestro Señor, el consejo que había dado unos momentos antes, concerniente a la clase de huéspedes que un rico debía invitar para el beneficio de su alma. La segunda comisión dada al siervo, de ir esta vez por los caminos y por los vallados fuera de los muros de la ciudad, con objeto de traer aun a los pobres del campo, indica la benevolencia ilimitada y firme determinación del señor de la casa.

La explicación de la parábola se dejó a los eruditos, a quienes fue dirigida. Ciertamente algunos de ellos podrían percibir su significado, en parte por lo menos. Israel, el pueblo del convenio, representaba a los huéspedes especialmente convidados. La invitación les había sido extendida con mucha anticipación, y mediante su propia afirmación de ser el pueblo del Señor convinieron en asistir a la fiesta. Al llegar el día señalado, estando todo dispuesto, fueron invitados personalmente por el Mensajero enviado del Padre, Mensajero que entonces se hallaba en medio de ellos. Sin embargo, el afán de las riquezas, la atracción de las cosas materiales y los placeres de la vida social y doméstica los habían cegado; y pedían que se les dispensara, o irreverentemente declaraban que no podían o no querían ir. La gozosa invitación entonces había de ser llevada a los gentiles, considerados como los espiritualmente pobres, cojos, mancos y ciegos. Y posteriormente, aun los paganos allende los muros, los extraños en las puertas de la santa ciudad, serían invitados a la cena. Sorprendidos por la inesperada solicitud, éstos vacilarían hasta que tras una persuasión cariñosa y eficaz convencimiento de que realmente estaban incluidos entre los huéspedes invitados, se sentirían constreñidos o compelidos a concurrir. La posibilidad de que más tarde llegaran algunos de los descorteses, después de atender a sus asuntos personales de mayor premura, queda indicada en las palabras concluyentes del Señor: “Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará de mi cena.”

El precio de seguir a Cristog

Tal como sucedió en Galilea, así fue en Perea y Judea; grandes multitudes rodeaban al Maestro cada vez que se presentaba en público. Previamente, cuando un escriba le había ofrecido ser su discípulo, dispuesto a seguir donde el Maestro lo condujera, Jesús indicó la abnegación, privación y padecimientos consiguientes al servicio devoto, y de ello resultó que el entusiasmo del hombre pronto se esfumó.h En igual manera Jesús ahora puso a prueba la sinceridad de la ansiosa multitud. El deseaba solamente discípulos genuinos, no personas entusiasmadas hoy, pero prestas para abandonar su causa cuando mayor necesidad hubiera de sus esfuerzos y sacrificios. De esta manera los segregó: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo.” No especificó que la condición para ser aceptado como discípulo suyo significaba sentir un odio o aborrecimiento literal hacia su familia; por cierto, el hombre que da cabida en su corazón al odio o cualquiera otra pasión inicua merece arrepentirse y reformarse. El precepto que aquí se enseña es la preeminencia del deber hacia Dios sobre las exigencias personales o familiares, que debe sentir el que asume las obligaciones de un discípulo.i

Como Jesús lo indicó, el buen sentido común sugiere que uno calcule bien el costo antes de iniciar una empresa importante, aun en los asuntos ordinarios. El hombre que desea edificar, digamos una torre o una casa, procura calcular, antes de principiar la obra, a cuánto ascenderán los gastos; de lo contrario, tal vez no podrá hacer más que echar los cimientos; y esto no sólo le resulta una pérdida, porque la estructura incompleta le será inutil, sino la gente quizá se reirá de él por su falta de previsión. En igual manera un rey, enterado de que una fuerza de invasores hostiles amenaza sus dominios, no se lanza a la batalla precipitadamente; primero intenta formarse una idea de la fuerza del enemigo; y entonces, si la superioridad del adversario es muy grande, envía una embajada para pedirle condiciones de paz. “Así pues—dijo Jesús a los que lo rodeaban—cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.” Se requería que todos aquellos que entraran en su servicio conservaran su devoción de sacrificio personal. No quería discípulos insípidos e inservibles como la sal que se desvanece. “El que tiene oídos para oir, oiga.”j

Salvación para los “publicanos y pecadores”—Parábolas ilustrativask

En Galilea los fariseos habían criticado intolerantemente a Jesús por motivo de su útil y bondadoso ministerio entre los públicanos y sus compañeros, a los cuales se daba el epíteto degradante de “publicanos y pecadores”.l Había replicado a estas duras insinuaciones diciendo que el médico hace más falta entre los que están enfermos, y que El había venido para llamar a los pecadores al arrepentimiento. Los fariseos de la región de Judea se quejaron en igual manera, y su virulencia aumentó en forma particular cuando vieron que todos “los publicanos y pecadores” se acercaban para escucharlo. Refutó sus quejas relatando un número de parábolas, con objeto de mostrar su ineludible deber de tratar de redimir a los perdidos, y el gozo que acompaña al éxito en este piadoso empeño. La primera de la serie de parábolas fue la de la Oveja Perdida, la cual consideramos brevemente cuando por primera vez la repitió en el curso de sus instrucciones a los discípulos en Galilea.m Sin embargo, la aplicación en la circunstancia presente es diferente de la presentación anterior. En esta segunda ocasión se tuvo por objeto aplicar la lección a los ambiciosos fariseos y escribas que personificaban la teocracia, cuyo deber obligatorio debía haber sido velar por los extraviados y perdidos. Si los “publicanos y pecadores”, a quienes estos eclesiásticos condenaban en forma tan general, eran tan malos como los representaban; si se les tenía por personas que se habían apartado del sendero estrechamente cercado por la ley, y en cierta medida se habían vuelto apóstatas, era precisamente a ellos a quienes mejor se podía extender la mano compasiva del servicio misional. En ninguna de estas ocasiones, en que los fariseos despreciaron o manifiestamente denunciaron a estos “publicanos y pecadores”, encontramos que Jesús haya intentado defender la supuesta mala vida de tales personas; su disposición hacia esta gente espiritualmente enferma fue la de un médico devoto; su preocupación por estas ovejas extraviadas fue la de un cariñoso pastor cuyo único deseo consiste en hallarlas y devolverlas sin daño al redil. Este servicio era algo que ni la teocracia como sistema, ni sus oficiales como ministros individuales, siquiera intentaban prestar. El pastor, al encontrar la oveja que se había perdido, no piensa en ese momento en reprender o castigar, sino al contrario, “cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido”.

En la expresión concisa del Señor, dirigida a los fariseos y escribas, se manifiesta una aplicación directa de la parábola: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento.” ¿Serían ellos los noventa y nueve que, según su propio criterio, no se habían desviado, antes eran los “justos que no necesitan del arrepentimiento”? Algunos lectores afirman percibir este rasgo de sarcasmo justificado en las palabras concluyentes del Maestro. En la primera parte de la historia el propio Señor aparece como el solícito Pastor, y por inferencia bien clara, su ejemplo merecía ser emulado por aquellos oficiales teocráticos. Tal concepto colocaría a los fariseos y escribas en la posición de pastores más bien que de ovejas. Ambas explicaciones son plausibles, y su valor consiste en indicar la posición y deber de los que profesan servir al Maestro en todas las épocas.

Sin interrumpir la narrativa, el Señor pasó de la historia de la oveja perdida a la Parábola de la Moneda Perdida.

“¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una dracma, no enciende la lámpara, y barre la casa, y busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido. Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.”

Entre esta parábola y la de la oveja perdida existen ciertas diferencias notables, aunque la lección comprendida en una y otra es esencialmente la misma. La oveja se había perdido de su propia voluntad; la monedan se dejó caer, y se perdió como resultado de la falta de atención o descuido censurable de su dueña. La mujer, al descubrir la pérdida, inició una búsqueda diligente; barrió la casa, tal vez dándose cuenta de los rincones sucios, hendiduras llenas de polvo y telarañas que había pasado por alto, confiada en que, exteriormente, era una ama de casa limpia y aseada. Con la búsqueda no sólo recuperó la moneda perdida, sino también logró el benéfico resultado de limpiar su casa. Su gozo fue semejante al del pastor que vuelve a su casa con la oveja extraviada sobre los hombros: algo perdido que nuevamente se había recuperado.

La mujer, que por su descuido perdió la preciosa moneda, puede emplearse para representar a la teocracia de la época, así como la Iglesia, en calidad de institución, en cualquier período dispensador. Siendo así, las piezas de plata—cada una de ellas una moneda verdadera del reino, acuñada con la imagen del gran rey—son las almas confiadas al cuidado de la Iglesia; y la moneda perdida simboliza las almas que se desatienden, y que los ministros autorizados del evangelio de Cristo pierden de vista, por lo menos momentáneamente.

Siguió a estas dos intensas ilustraciones una tercera, de más abundantes imágenes y detalles impresionantemente adornados. Nos referimos a la inolvidable Parábola del Hijo Pródigo. o

“También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse. Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo. El entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.”

La demanda del hijo joven de que se le diera su parte del patrimonio, aun mientras vivía su padre, es un ejemplo de deserción intencional e ingrata; los deberes de la cooperación familiar lo habían hastiado, y lo molestaba la sana disciplina del hogar. Estaba resuelto a separarse de todo vínculo familiar, olvidándose de lo que el hogar había hecho por él, y la deuda de agradecimiento y deber a la que moralmente estaba obligado. Se fue a un país lejano y, según él creía, fuera de la influencia orientadora de su padre. Tuvo su época de vivir perdidamente, de placeres sin restricción y satisfacciones perversas, en todo ello agotando la fuerza de su cuerpo y mente y despilfarrando los bienes de su padre; porque recibió en calidad de concesión aquello que se le había dado, y no como otorgamiento de una demanda legal o justa. Le sobrevino la adversidad, la cual probó ser una fuerza de mayor eficacia que los placeres para hacerlo volver al bien. Se vio reducido a la posición más baja y servil, apacentador de puercos, que para un judío era el colmo de la degradación. El sufrimiento lo hizo volver en sí. El, hijo de un padre honorable, apacentaba puercos y comía con ellos, mientras que en su casa aun los sirvientes tenían abundancia de alimentos. No sólo comprendió la ingrata necedad de abandonar la bien provista mesa de su padre para asociarse con los cerdos, sino también la injusticia de su egoísta deserción. Sintió no solamente remordimiento, sino arrepentimiento, porque había pecado contra su padre y contra Dios. Se volvería, confesaría su pecado y suplicaría, no que se le restituyera en calidad de hijo, sino que se le permitiera trabajar como uno de los siervos. Habiendo llegado a una determinación, no demoró más, sino que inmediatamente emprendió el largo camino de regreso hacia su hogar y su padre.

Este se enteró de que se acercaba el pródigo y salió luego a encontrarlo. Sin una sola palabra de reproche, el amoroso padre abrazó y besó al que en otro tiempo fue desobediente, pero ahora volvía arrepentido; y éste, dominado por la emoción ante esta manifestación inmerecida de cariño, humildemente reconoció su error, y lleno de aflicción confesó que no merecía ser conocido como hijo de su padre. Es digno de notar que en su confesión contrita no pidió que fuese aceptado en calidad de uno de los siervos, como había determinado hacer; comprendió que el gozo que sentía su padre era demasiado sagrado para proponerle tal cosa, y que tal vez la manera más adecuada de complacerlo sería someterse incondicionalmente a su disposición. La áspera ropa de su pobreza fue reemplazada por el mejor vestido; se le colocó un anillo en el dedo como señal de su restitución; los zapatos simbolizaron que nuevamente era considerado uno de los hijos, no un siervo asalariado. El corazón rebosante del padre sólo podía expresarse en abundantes hechos de bondad; se preparó una fiesta, pues ¿no había vuelto a venir el hijo que era contado entre los muertos? ¿no habían encontrado de nuevo al perdido?

Hasta este punto la historia guarda una analogía íntima con las dos parábolas que la precedieron en el mismo discurso. En la siguiente parte figura otro simbolismo importante. Nadie se había quejado del rescate de la oveja extraviada, ni de la moneda perdida que fue hallada; en ambas circunstancias los amigos se habían regocijado con el que había recuperado lo suyo. Pero en el caso del padre, la queja del hijo mayor interrumpió la felicidad que sentía aquél por la vuelta del pródigo, pues al acercarse a la casa notó las señas del alborozo; y en lugar de entrar como correspondía a su derecho, preguntó a uno de los siervos el motivo de aquel regocijo extraordinario. Al enterarse de que su hermano había vuelto, y que el padre había preparado una fiesta en honor de lo ocurrido, este hijo mayor se enojó y rudamente se negó a entrar en la casa, aun después que su padre salió a suplicarle. Citó su propia fidelidad y devoción a las faenas ordinarias de la granja, trabajo excelente que el padre no negó; pero el hijo y heredero protestó a su padre por no haberle dado siquiera un cabrito para divertirse con sus amigos; y ahora que el hijo desobediente y derrochador había vuelto, se había matado para él el becerro gordo. Es significativo que el mayor haya dicho “este tu hijo”, al referirse al arrepentido, más bien que “mi hermano”. Cegado por una ira egoísta, el mayor no prestó atención a la cariñosa afirmación: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas”; y con el corazón endurecido por un rencor indigno de un hermano, resistió insensible la emocional y amorosa exclamación: “Este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.”

No hay justificación para ensalzar el arrepentimiento del pródigo sobre el leal y constante servicio de su hermano que permaneció en casa, cumpliendo fielmente sus deberes requeridos. El hijo devoto era el heredero; el padre no deslució sus méritos, ni le negó su parte. El desagrado que el mayor de los dos expresó por el gozo consiguiente al regreso de su hermano errante fue una manifestación de iliberalidad y estrechez de pensamiento; pero era el más fiel de los dos, pese a los defectos menores que haya tenido. Sin embargo, el asunto particular que se pone de relieve en la lección del Señor se relaciona con sus debilidades desamorosas y egoístas.

Los fariseos y escribas, a quienes fue dirigida esta obra maestra de incidentes ilustrativos, deben haber tomado para sí mismos su aplicación personal. Ellos eran la representación del hijo mayor, empeñosamente atentos a la rutina, metódicamente afanándose de acuerdo con las reglas y la ley en las múltiples labores del campo, sin más interés que en sí mismos, y completamente indispuestos a dar la bienvenida a un publicano arrepentido o a un pecador regenerado. Hacia todos éstos sentían desapego; tal persona podría ser “este tu hijo” a los ojos del Padre indulgente y compasivo, pero jamás “mi hermano” para ellos. Poco les importaba quiénes o cuántos se perdieran, en tanto que el regreso de los pródigos arrepentidos no alterara su posición como herederos y dueños. Sin embargo, la parábola no fue sólo para ellos; es una inmarcesible planta viva que producirá el fruto de la sana doctrina y nutrición para el alma por todas las épocas. No aparece ni una sola palabra que condone o disculpe el pecado del pródigo; esto era algo que el Padre no podía consentir ni con el mínimo grado de tolerancia;p pero Dios y las huestes celestiales se regocijaron por motivo del arrepentimiento, así como contrición del alma del joven pecador.

Las tres parábolas, que aparecen en la narrativa bíblica como partes de un discurso continuo, representan unánimemente el gozo que abunda en el cielo por la salvación de un alma anteriormente considerada perdida, bien sea que la simbolice más adecuadamente la oveja extraviada, la moneda perdida a causa del descuido de su dueño, o bien el hijo que intencionalmente se aparta de su hogar y del cielo. No hay justificación para inferir que a un pecador arrepentido se le dará mayor precedencia que al alma justa que ha resistido el pecado; si así obrara Dios, entonces, en la estimación del Padre, los pecadores regenerados sobrepujarían a Cristo, el único Hombre sin pecado. No obstante la naturaleza incondicionalmente ofensiva del pecado, el pecador retiene su aprecio ante el Padre por motivo de la posibilidad de su arrepentimiento y regreso a la justicia. El extravío de un alma representa una pérdida muy real y muy seria para Dios; lo aflige y le causa dolor, porque su voluntad es que ninguno de sus hijos perezca.q

Instrucciones a los discípulos por medio de parábolas

Dirigiéndose más particularmente a los discípulos presentes, entre los cuales probablemente se hallaban en esta ocasión, además de los apóstoles, muchos creyentes, incluso algunos de los publicanos, Jesús narró la Parábola del Mayordomo Infiel.r

“Dijo también a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado ante él como disipador de sus bienes. Entonces le llamó, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás más ser mayordomo. Entonces el mayordomo dijo para sí: ¿qué haré? Porque mi amo me quita la mayordomía. Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que cuando se me quite de la mayordomía, me reciban en sus casas. Y llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? El dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu cuenta, siéntate pronto, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: Y tú, ¿cuánto debes? Y el dijo: Cien medidas de trigo. El le dijo: Toma tu cuenta, y escribe ochenta. Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz.”

Las tres parábolas anteriores pusieron de manifiesto, por medio de una estrecha analogía y similaridades íntimas, las lecciones que contenían; la presente enseña más bien por su contraste de situaciones. El mayordomo de la historia era el agente debidamente autorizado de su señor, y tenía lo que nosotros llamaríamos una carta poder, para actuar en el nombre de su amo.s Fue llamado a cuentas porque las nuevas de su despilfarro y descuido habían llegado a oídos de su señor. El mayordomo no negó sus faltas, por lo que en seguida se le avisó que sería destituido. Sabiendo que necesitaría un tiempo considerable para preparar sus cuentas y disponerlas a fin de entregar la mayordomía a su sucesor, determinó utilizar el intervalo, durante el cual todavía retendría su autoridad, para sus propios fines hasta donde le fuera posible, aún cuando significaría mayor perjuicio para los intereses de su amo. Consideró la situación de dependencia en la que en breve se hallaría. Debido a sus derroches y extravangancias no había ahorrado nada de sus utilidades; había desperdiciado sus propios bienes así como los de su señor. Le pareció que no estaba capacitado para un arduo trabajo manual; y le daría vergüenza pedir limosna, especialmente en la comunidad donde había gastado con prodigalidad y era conocido como persona de influencia. Con la mira de comprometer a otros, a fin de que cuando fuese despedido pudiera apelar a ellos más eficazmente, llamó a los deudores de su señor y los autorizó para que cambiaran sus bonos, cuentas o pagarés en tal forma que indicaran una cantidad grandemente reducida. No cabe duda que estos hechos fueron injustos; defraudó a su patrón y enriqueció a los deudores por medio de quienes esperaba beneficiarse. A la mayor parte de nosotros causa sorpresa leer que el amo, al enterarse de lo que su previsor, pero a la vez egoísta e ímprobo mayordomo había hecho, condonó la ofensa y aun encomió su prevención, o “por haber hecho sagazmente” como leemos.

Al indicar la lección moral de la parábola, Jesús dijo:t “Porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz. Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas”. El propósito de nuestro Señor fue mostrar el contraste entre el cuidado, consideración y devoción de los hombres que se ocupan en los asuntos económicos de la tierra, y los esfuerzos desganados de muchos que declaran estar buscando las riquezas espirituales. Los hombres de pensamientos mundanos no se olvidan de providenciar para sus años futuros, y frecuentemente los hallamos impíamente ansiosos de acumular bienes en abundancia; por otra parte, los “hijos de luz”, o sea aquellos que creen que las riquezas espirituales son superiores a todas las posesiones terrenales, son menos enérgicos, prudentes o sagaces. Las “riquezas injustas” nos dan a entender la riqueza material o las cosas mundanas. Aunque muy inferior a los tesoros celestiales, el dinero o las cosas que representa pueden ser los medios para efectuar cosas buenas y adelantar los propósitos de Dios. La amonestación de nuestro Señor fue que utilicemos en buenas obras las riquezas, mientras duren, porque algún día faltarán, y lo único que perdurará serán los resultados logrados mediante su uso.u Si el mayordomo infiel, al ser echado de la casa de su amo por motivo de su indignidad, tenía esperanza de ser recibido en los hogares de aquellos que él había favorecido, ¡con cuánta mayor confianza pueden esperar ser recibidos en las mansiones eternas de Dios aquellos que sinceramente se dedican a las cosas buenas! Esto es lo que parece ser parte de la lección.

Sin embargo, lo que se alabó no fue la falta de honradez del mayordomo, sino su prudencia y previsión; pues aunque abusó de los bienes de su amo, dio alivio a los deudores, y en esto no excedió sus facultades legales, porque todavía era el mayordomo, aun cuando moralmente culpable de malversación. La lección puede sintetizarse en esta forma: Emplead vuestras riquezas de tal manera que os logre amigos en la otra vida. Sed diligentes; porque pronto pasará el día en que podéis usar vuestras riquezas terrenales. Aprended aun de las personas fraudulentas y malvadas, pues si tienen la sagacidad suficiente para proveerse de lo necesario para el único futuro que conocen, ¡cuánto más debéis vosotros, que creéis en un futuro eterno, preveniros para él! Si no habéis aprendido a ser sabios y prudentes en el uso de las “riquezas injustas”, ¿cómo se os pueden confiar las riquezas más duraderas? ¿Si no habéis aprendido a emplear debidamente los bienes de otro, que se os han confiado en calidad de mayordomos, ¿cómo esperáis lograr el éxito en el manejo de riquezas de gran valor, si os las entregaran para que fuesen vuestras? Seguid el ejemplo del mayordomo infiel y los amantes de tesoros, no en lo que respecta a su falta de honradez, codicia y avarienta acumulación de valores, que cuando mucho no son sino transitorios; pero sí su celo, previsión y preparativos para lo futuro. Además, no permitáis que las riquezas os gobiernen; conservadlas en su categoría de sirviente, pues nadie puede servir a dos señores; “porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas”.

Son contestadas las burlas de sos fariseos; otra parábola ¡lustrativav

Los fariseos, “que eran avaros”, como lo declara el texto,x oyeron las instrucciones anteriores dadas a los discípulos y manifiestamente se mofaron del Maestro y la lección. ¿Qué sabía este galileo, que no poseía sino la ropa que llevaba puesta, acerca del dinero o la mejor manera de administrar las riquezas? La respuesta de nuestro Señor a sus burlas constituyó una censura adicional. Conocían todas las mañas del mundo de los negocios y podían sobrepujar al mayordomo infiel en manipulaciones sagaces, y con cuánto éxito podían justificarse delante de los hombres, dando una apariencia exterior de ser honrados y sinceros. Además, manifestaban ostentosamente cierto tipo de sencillez, naturalidad y abnegación, y por medio de estas observancias externas asumían un aire de superioridad hacia los saduceos amadores de los lujos; se habían vuelto arrogantemente orgullosos de su humildad, pero Dios conocía sus corazones, y los rasgos y prácticas de mayor estimación para ellos eran una abominación a la vista de El. Se hacían pasar por custodios de la ley y expositores de los profetas. La “ley y los profetas” habían estado en vigor hasta la época de Juan el Bautista; de allí en adelante se había predicado el evangelio del reino y la gente se esforzaba por entrar en él, aun cuando la teocracia trataba con todas sus fuerzas de impedírselo. La ley no había sido invalidada; más fácil sería que el cielo y la tierra pasaran, que permanecer sin cumplirse una tilde de la ley;y sin embargo, aquellos mismos fariseos y escribas estaban tratando de abrogar la ley. En el asunto del divorcio, por ejemplo, estaban consintiendo aun el pecado de adulterio por motivo de sus ilícitos aditamentos y falsas interpretaciones.

El Maestro presentó una lección adicional en la Parábola del Rico y Lázaro:

“Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas. Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama. Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá. Entonces le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento. Y Abraham le dijo: A Moisés y los profetas tienen; oíganlos. El entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán. Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.”z

El mendigo doliente es honrado con un nombre; el otro es simplemente llamado “un hombre rico”.a Se presenta a uno y otro en extremos opuestos del contraste entre las riquezas y la indigencia. El rico vestía la ropa más costosa, púrpura y lino fino, y su comida diaria era una fiesta suntuosa. Lázaro era llevado a las puertas del palacio del rico, y allí el mendigo permanecía impotente, con el cuerpo lleno de llagas. El rico se hallaba rodeado de criados, listos para satisfacer sus deseos más insignificantes; el pobre limosnero echado a sus puertas no tenía ni quien lo atendiera, salvo los perros que junto con él esperaban las sobras de la mesa del rico. Tal es el cuadro que se pinta del uno y del otro en su vida. Tras un abrupto cambio de escenario vemos a los mismos hombres al otro lado del velo que se halla suspendido entre esta vida y la venidera. Lázaro murió; nada se dice de sus funerales, y su cuerpo cubierto de llagas probablemente fue echado en una fosa para pobres; pero los ángeles llevaron su espíritu inmortal al paraíso, ese lugar de descanso para los bienaventurados, comúnmente conocido como el seno de Abraham en la doctrina figurativa de los rabinos. El rico también murió; sus funerales indudablemente fueron lujosos, pero no leemos que un séquito angélico haya bajado para recibir su espíritu. En el infierno, “el Hades”, como lo expresa el texto, alzó los ojos y vio a Lázaro en la distancia, recogido en las mansiones de Abraham.

Siendo judío, el hombre frecuentemente se había jactado de tener a Abraham por padre; y ahora el infeliz espíritu se dirigió al patriarca de la raza, usando el tratamiento paternal: “Padre Abraham”. Le pidió la gracia de sólo una gota de agua para su lengua reseca, rogando que Lázaro, el mendigo de antaño, se la llevara. La respuesta aclara ciertas condiciones que existen en el mundo de los espíritus, pero como sucede generalmente cuando se usan parábolas, la presentación es principalmente figurativa. Llamando “hijo” al pobre espíritu atormentado, Abraham le recordó todas las cosas buenas que había retenido para sí sobre la tierra mientras Lázaro padecía desatendido a sus puertas; y ahora, mediante la operación de la ley divina, Lázaro había recibido una recompensa, y el rico una retribución. Además, era imposible concederle su lastimosa solicitud, porque entre la morada de los justos, donde Lázaro reposaba, y la de los impíos, donde él padecía, se había constituído “una gran sima”, y estaba prohibido el paso o comunicación entre los dos lugares. La siguiente petición del infeliz sufriente no fue del todo egoísta; en medio de su angustia se acordó de aquellos de quienes la muerte lo había separado, y deseando salvar a sus hermanos del destino que había recibido, rogó que Lázaro fuese enviado a la tierra a la antigua casa de la familia para amonestar a sus egoístas hermanos, amadores de los placeres, del terrible destino que los esperaba, a menos que se arrepintieran y se reformaran mientras se hallaban aún en la carne. Pudo haber en esta súplica una indicación de que si a él se le hubiese advertido suficientemente, tal vez habría vivido mejor y escapado aquel tormento. Cuando le fue dicho que sus parientes tenían las palabras de Moisés y los profetas, que debían obedecer, él contestó que si alguien fuera a ellos de los muertos, seguramente se arrepentirían. Abraham respondió que si no escuchaban a Moisés y a los profetas, tampoco creerían “aunque alguno se levantara de los muertos”.

Si se intenta interpretar la parábola en su totalidad, o aplicar en forma definitiva cualquiera de sus partes, debemos tener presente que el Señor la dirigió a los fariseos con carácter de reproche instructivo a causa de las burlas y desprecios con que recibieron la amonestación del Señor sobre los peligros de empeñarse en servir a las riquezas. Jesús empleó metáforas judías, y las figuras de la parábola son las que más directamente se aplicarían a los expositores oficiales de Moisés y los profetas. Aunque para fines prácticos sería críticamente impropio inferir principios doctrinales de las narraciones parabólicas, no podemos admitir que Cristo enseñaría cosas falsas ni aun en sus parábolas; y por consiguiente, aceptamos como verdaderas las condiciones representadas en el mundo de los espíritus desincorporados. Se aclara que los justos e injustos viven separados durante el intervalo entre la muerte y la resurrección. El paraíso, o “seno de Abraham”, como los judíos se complacen en llamar esa morada bendita, no es el lugar de la gloria final; ni el infierno al cual fue consignado el espíritu del rico es la morada postrera de los condenados.b Sin embargo, las obras de los hombres los acompañan a ese estado preliminar o intermedio;c y al morir ciertamente verán que su morada será aquella para la cual se prepararon mientras vivieron el la carne.

Las riquezas no determinaron el destino del rico, ni el descanso que recibió Lázaro fue el resultado de su pobreza. Lo que trajo la condenación al primero fue su inhabilidad para usar sus riquezas debidamente, así como la egoísta satisfacción en el gozo sensual de las cosas terrenales, al cual a tal grado se entregó, que pasó por alto las necesidades o pobreza de sus semejantes; mientras que por otra parte, la paciencia del segundo en sus aflicciones y padecimientos, su fe en Dios y la vida recta, sobrentendida aun cuando no expresada, le trajeron la felicidad. El grave pecado del rico—que se mantenía apartado de los pobres y dolientes, y a quien no le faltaba cosa alguna que se pudiera obtener por dinero—fue su orgullosa autarquía. De esta manera fue censurado el retraimiento de los fariseos, del cual por cierto se jactaban, ya que su propio nombre significaba “separatistas”. La parábola enseña la continuación de la existencia individual después de la muerte, y la relación que guarda la causa con el efecto entre la vida que uno lleva en la carne y la condición que lo espera en la otra vida.

Siervos inútilesd

Jesús se volvió de los fariseos a sus discípulos, y los exhortó a que fueran diligentes. Habiéndoles amonestado que se cuidaran de palabras o hechos irreflexivos que podían ofender a otros, puso de relieve la necesidad absoluta de una abnegada devoción, tolerancia y perdón. Los apóstoles, comprendiendo el servicio nacido del alma que les era requerido, imploraron al Señor, diciendo: “Auméntanos la fe.” Les fue mostrado que era más propio medir la fe por la prueba de su calidad, más bien que en términos de cantidad, y nuevamente se recurrió a la analogía de la semilla de mostaza. “Entonces el Señor dijo: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate, y plántate en el mar; y os obedecería”e La mejor manera de medir su fe sería por medio de la obediencia y el servicio incansable. Recalcó lo anterior con la Parábola de los Siervos Inútiles.

“¿Quién de vosotros, teniendo un siervo que ara o apacienta ganado, al volver él del campo, luego le dice: Pasa, siéntate a la mesa? ¿No le dice más bien: Prepárame la cena, cíñete, y sírveme hasta que haya comido y bebido; y después de esto, come y bebe tú? ¿Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no. Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos.”

El siervo bien podría pensar que después de trabajar todo el día en el campo tendría derecho de descansar; pero al llegar a la casa descubre que se le exigen otros servicios. El amo tiene la facultad para requerir el tiempo y la atención de su siervo; fue una de las condiciones de acuerdo con las cuales lo empleó; y aun cuando su señor pudiera darle las gracias o recompensarlo en alguna forma, el siervo no puede exigírselo. Así también, los apóstoles que se habían entregado por completo al servicio de su Maestro, no habían de titubear ni quejarse, pese al esfuerzo o sacrificio requerido. Sus mejores esfuerzos serían simplemente lo que sus deberes exigieran; y sin consideración a la forma en que el Maestro estimara su valor, ellos debían tenerse por siervos inútiles.f

Son sanados diez leprososg

“Yendo Jesús a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea.” Diez hombres enfermos de lepra se acercaron, probablemente hasta donde la ley se lo permitía, pero aun así “se pararon de lejos”. Eran hombres de varias nacionalidades, y la plaga de que unidamente padecían los había convertido en compañeros en la aflicción. Alzaron la voz y clamaron: “!Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!” El Señor contestó: “Id, mostraos a los sacerdotes.”h Su curación final estaba sobrentendida en esta instrucción; la obediencia sería la prueba de su fe. Ninguno de los que había sido leproso podía ser restablecido legalmente a la vida de la comunidad hasta que un sacerdote lo declarase limpio. Los diez hombres afligidos obedecieron en el acto el mandato del Señor, “y aconteció que mientras iban fueron limpiados”.i Uno de los diez se volvió y glorificó a Dios en alta voz, y entonces se postró a los pies de Cristo para darle las gracias. Nos es dicho que el agradecido era samaritano, por lo cual podemos inferir que algunos de los otros, quizá todos ellos, eran judíos. Afligido por la falta de agradecimiento manifestada por los nueve, Jesús exclamó: “¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?” Y al samaritano sanado que aún adoraba a sus pies, el Señor dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado.” No cabe duda que los nueve que no regresaron se ciñeron a la pura letra del mandato del Señor, porque El les había dicho que fueran y se presentaran a los sacerdotes; pero contrastan desfavorablemente su falta de agradecimiento e inhabilidad de reconocer el poder de Dios en su restauración, y el espíritu de aquel que era samaritano. Los apóstoles deben haber interpretado el acontecimiento como una evidencia de la posible aceptación y excelencia de los extranjeros, con lo cual se desacreditaba la pretensión judía de su superioridad sin el mérito correspondiente.

El fariseo y el publicano

“A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola:

“Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido.”j

Expresamente nos es dicho que se dió esta parábola para el beneficio de “unos que confiaban en sí mismos”, preciándose de justos, seguro de ser jutificados delante de Dios. No se dirigió particularmente ni a los fariseos ni a los publicanos. Los dos personajes representan clases muy separadas. Posiblemente existía entre los discípulos, y no poco aun entre los Doce, mucho de ese espíritu farisaico de autarquía. Un fariseo y un publicano subieron al templo a orar. El fariseo “oraba consigo mismo”; sus palabras difícilmente constituyeron una oración a Dios. No hubo impropiedad en el hecho de haber orado de pie, porque esta actitud era usual durante la oración; el publicano también se mantuvo en pie. El fariseo le dió gracias a Dios por ser mucho mejor que los demás hombres; era un representante verdadero de su clase, un separatista que miraba con desdén a todos los que no eran como él.

Especialmente agradecido estaba porque no era “como este publicano”. Con su presunción de ayunar dos veces a la semana y dar diezmos de todo cuanto poseía indicaba que sus obras sobrepujaban lo requerido por la ley,k según se administraba en esa época; y en esta forma daba a entender que Dios era su deudor. El publicano, estando lejos, se sentía tan abatido por el conocimiento de sus pecados y su necesidad absoluta de ayuda divina, que bajó la vista y se hirió el pecho, implorando misericordia como pecador arrepentido. El fariseo, justificado en su propia conciencia y delante de los hombres, se retiró, más orgulloso que antes. El otro descendió a su casa justificado delante de Dios aunque todavía era un publicano despreciado. La parábola se aplica a todos los hombres; su lección moral quedó sintetizada en las palabras de nuestro Señor, repetidas en la casa del gobernador fariseo: “Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido.”l

Sobre el matrimonio y el divorciom

Mientras se dirigía hacia Jerusalén, haciendo cortas escalas aquí y allí, y hallándose todavía “al otro lado del Jordán”, o sea en territorio pereo, salieron al encuentro de Jesús algunos fariseos que llegaron con el objeto intencional de incitarlo a que dijera o hiciera algo de que pudieran acusarlo. La pregunta que habían acordado proponerle se relacionaba con el casamiento y el divorcio, y no había tema más vehementemente disputado en sus propias escuelas y entre sus propios rabinos.n

Los astutos inquisidores quizá esperaban oír a Jesús denunciar el estado de adulterio en que Herodes Antipas estaba viviendo en esa época, y de esta manera traer sobre sí el odio de Herodías, del cual el Bautista ya había sido víctima. “¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?”—le preguntaron. Jesús citó la ley original y eterna de Dios sobre el asunto, e indicó la única conclusión lógica que de ello podía deducirse: “¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo, y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre.”o Dios había dispuesto un matrimonio honorable, y colocado la asociación del marido y su mujer en un plano superior aun al de los hijos y los padres; la disolución de este vínculo era invención de los hombres, no mandamiento de Dios. Los fariseos tenían preparada la respuesta: “¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla?” Debe tenerse presente que Moisés nunca dio el mandamiento de divorciarse, sino dispuso que en caso de que un hombre se apartara de su esposa, le diera una carta de divorcio.p Jesús aclaró este hecho, diciendo: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres, mas al principio no fue así.”

Siguió entonces la ley mayor del evangelio: “Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera.”q La disposición mosaica sólo había sido permisiva, y únicamente por causa de la injusticia existente pudo ser justificada. La obediencia estricta a la doctrina que Jesucristo pronunció es el único medio por el cual se puede conservar un orden social perfecto. Es importante notar, sin embargo, que en su respuesta a los fariseos casuísticos Jesús no anunció ninguna regla precisa u obligatoria con relación a los divorcios legales; la repudiación de una mujer, de acuerdo con lo establecido bajo la costumbre mosaica, no requería ninguna investigación judicial o intervención de algún tribunal establecido. En la época de nuestro Señor la prevaleciente laxitud en lo concerniente a las obligaciones maritales había dado lugar a un estado de espantosa corrupción en Israel; y la mujer, que por ley de Dios había sido hecho compañera y consocia del hombre, se había convertido en su esclava. No hay mayor defensor en todo el mundo, de la mujer y el sexo femenino que Jesús el Cristo.r

Los fariseos se alejaron con sus propósitos malogrados y conciencias culpables. La estricta interpretación que el Señor dio al vínculo matrimonial sorprendió a varios de los discípulos, y éstos vinieron a El privadamente y dijeron que si el hombre tenía tan serias obligaciones, sería mejor no casarse. El Señor desaprobó tan amplia generalización, sino al grado en que pudiera aplicarse a casos especiales. Ciertamente, había algunos físicamente incapacitados para contraer matrimonio; otros que voluntariamente llevaban una vida célibe y unos pocos que adoptaban el celibato “por causa del reino de los cielos”, a fin de poder quedar libres, por este medio, para dedicar todo su tiempo y energía al servicio del Señor. De manera que el parecer de los discípulos, de que “no conviene casarse”, es acertado únicamente en los casos excepcionales citados. El matrimonio es honorable;s porque ni el hombre sin la mujer, ni la mujer sin el hombre pueden ser perfectos a los ojos del Señor.t

Jesús y los niñosu

El acontecimiento que en seguida se narra es de dulzura infinita, abundante en precepto, de valor incalculable en cuanto a ejemplo. Las madres llevaron sus hijos pequeños a Jesús, con el reverente deseo de que las vidas de aquellos inocentes fuesen ennoblecidas mirando al Maestro, y bendecidas con el contacto de su mano o una palabra de sus labios. La circunstancia se ha colocado en orden consecuente tras la instrucción del Señor concerniente al carácter sagrado del matrimonio y la santidad del hogar. Los discípulos, celosos de que no se molestara innecesariamente a su Maestro y conscientes de las continuas solicitudes que exigían su tiempo y atención, reprendieron a los que se atrevieron a acercarse. Aun los discípulos parecían hallarse todavía bajo la influencia del concepto tradicional de que las mujeres y niños eran de categoría inferior, y era una presunción que tales personas buscaran la atención del Señor. Desagradó a Jesús este celo mal orientado de sus discípulos, y los reprochó. Entonces pronunció estas memorables palabras de ternura infinita y cariño divino: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios.” Tomando a los niños uno por uno en sus brazos, puso sus manos sobre ellos y los bendijo.v Entonces afirmó: “De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él.”x

“Una cosa te falta”y

Yendo Jesús por el camino, le salió al encuentro un joven que vino corriendo para alcanzarlo, y arrodillándose a sus pies, le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” La pregunta fue hecha con toda sinceridad; el que inquiría llegó con un espíritu muy diferente del que manifestó el intérprete de la ley que hizo una pregunta similar con el propósito de tentar al Maestro.z Jesús contestó “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino uno: Dios.” Esta respuesta no significa que el Salvador haya negado su estado impecable; el joven lo había llamado “bueno”, más bien como un trato de cortesía que como confesión de su divinidad, y Jesús se negó a aceptar la distinción cuando se le aplicaba en esa forma. Las palabras del Señor deben haber dado mayor profundidad al concepto del joven respecto de la gravedad de su pregunta. Entonces añadió Jesús: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.” A la siguiente interrogación sobre los mandamientos a que se refería, Jesús citó las prohibiciones respecto del asesinato, el adulterio, hurto, falso testimonio y el requisito de honrar a los padres y amar al prójimo como a uno mismo. Con sencillez y sin orgullo o aire de autojustificación, el joven dijo: “Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?” Su evidente sinceridad impresionó a Jesús, y mirándolo con cariño, dijo: “Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz.”a

El joven sintió frustración y tristeza. Probablemente había esperado que el gran Maestro le prescribiera alguna obra especial por medio de la cual podría lograr la excelencia. S. Lucas nos dice que este joven era “un hombre principal”, posiblemente dando a entender que era el oficial dirigente de la sinagoga local o posiblemente miembro del Sanedrín. Estaba bien versado en la ley, y la había obedecido estrictamente. Deseaba aumentar sus buenas obras y afirmar su derecho a una herencia eterna. Sin embargo, el Maestro le propuso lo que menos esperaba. “Oyendo el joven esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones.” Anhelaba el reino de Dios según su propia manera, y sin embargo, amaba más devotamente sus muchas posesiones. Era demasiado grande el sacrificio de abandonar riquezas, posición social y distinción oficial; y la abnegación necesaria era una cruz demasiado pesada, aun cuando se le habían ofrecido tesoros en los cielos y la vida eterna. La debilidad abrumadora de este hombre era el amor de las cosas del mundo; Jesús hizo un diagnóstico de su enfermedad y le recetó un remedio adecuado. No hay justificación para decir que el mismo tratamiento producirá los mejores resultados en todos los casos de defección espiritual; pero cuando los síntomas indiquen la necesidad, se podrá aplicar el tratamiento con la confianza de que efectuará la curación.

Mirando con tristeza la figura del joven rico que se retiraba, Jesús dijo a los discípulos “De cierto os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos.” Para inculcar la lección más eficazmente, empleó uno de los proverbios figurativos de la época, y añadió: “Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios.”b Esta afirmación asombró a los discípulos, y se preguntaron: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?” Jesús entendió su perplejidad y les infundió ánimo, asegurándoles que para Dios todas las cosas son posibles. De este modo les fue dado a entender que aun cuando las riquezas son una tentación a la cual muchos se rinden, no constituyen un obstáculo insuperable o barrera infranqueable cuando se desea entrar en el reino. Si el joven hubiese obedecido el consejo recibido como resultado de su pregunta, su riqueza le habría permitido prestar un servicio meritorio como pocos han podido prestar. La disposición para anteponer el reino de Dios a todas las posesiones materiales era la cosa que le faltaba.c Cada uno de nosotros también puede hacerse la pertinente pregunta “¿Qué más me falta?”

Los primeros pueden ser postreros, y los postreros primerosd

La triste partida del joven rico, cuyas grandes posesiones constituían tan importante parte de su vida que no pudo sacrificarlas en esa ocasión—pero que ojalá en un tiempo posterior haya podido hacerlo—hizo surgir en Pedro una pregunta abrupta, indicativa del curso de sus pensamientos y aspiraciones: “He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido; ¿qué, pues, tendremos?” No estamos seguros—y ciertamente no tiene importancia—si hablaba por sí mismo, o si con la palabra “nosotros” era su intención incluir a todos los Doce. Estaba pensando en el hogar y familia que había dejado, y se le puede perdonar el anhelo que sentía por estas cosas; también debe haber estado pensando en los barcos y redes, anzuelos y cuerdas, y todo el negocio lucrativo que tales cosas representaban. Había abandonado todo aquello; ¿qué iba a recibir como recompensa? Jesús respondió: “De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel.” Dudamos que Pedro o cualquiera de los Doce hubiesen conceptuado jamás tan alta distinción. El día de la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria como Juez y Rey, queda en lo futuro todavía; pero cuando llegue, aquellos de entre los Doce elegidos por el Señor, que hayan perseverado hasta el fin, se sentarán como jueces de Israel. Se extendió la promesa adicional de que “cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna”. Difícilmente podía calcularse el valor o entenderse el significado de esos premios de tan grande trascendencia. A fin de evitar que aquellos a quienes fueron prometidos se confiaran demasiado en poder lograrlos, y debido a ello menguaran sus esfuerzos y se llenaran de orgullo, el Señor agregó este profundo precepto amonestador: “Pero muchos primeros serán postreros y postreros, primeros.”

Esto sirvió de texto al sermón que conocemos como la Parábola de los Obreros de la Viña.e

“Porque el reino de los cielos es semejante a un hombre padre de familia, que salió por la mañana a contratar obreros para su viña. Y habiendo convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Saliendo cerca de la hora tercera del día, vio a otros que estaban en la plaza desocupados; y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo. Y ellos fueron. Salió otra vez cerca de las horas sexta y novena, e hizo lo mismo. Y saliendo cerca de la hora undécima, halló a otros que estaban desocupados; y les dijo: ¿Por qué estáis aquí todo el día desocupados? Le dijeron: Porque nadie nos ha contratado. El les dijo: Id también vosotros a la viña, y recibiréis lo que sea justo. Cuando llegó la noche, el señor de la viña dijo a su mayordomo: Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando desde los postreros hasta los primeros. Y al venir los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron cada uno un denario. Al venir también los primeros, pensaron que habían de recibir más; pero también ellos recibieron cada uno un denario. Y al recibirlo, murmuraban contra el padre de familia, diciendo: Estos postreros han trabajado una sola hora, y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del día. El, respondiendo, dijo a uno de ellos: Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno? Así, los primeros serán postreros, y los postreros primeros; porque mucho son llamados, mas pocos escogidos.”

La costumbre de que un terrateniente fuese al mercado para emplear obreros era común en aquella época y lugar, y aun en la actualidad continúa siendo la forma ordinaria de proceder en muchos países. Los primeros en ser empleados, según la historia, convinieron en trabajar por determinado sueldo. Los que fueron contratados a las nueve, a las doce y las tres de la tarde, respectivamente, salieron a trabajar con toda voluntad sin llegar a un acuerdo en cuanto a lo que habrían de percibir, pues les causó tanto gozo tener la oportunidad de trabajar, que no perdieron el tiempo en preguntar cuánto iban a ganar. A las cinco de la tarde, cuando solamente quedaba una hora de trabajo, el último grupo de obreros se puso a trabajar, confiando en la palabra del amo, de que recibirían lo justo. No fue culpa de ellos que no hubieran encontrado trabajo más temprano; habían estado listos y dispuestos, esperando en el sitio donde mayor probabilidad tenían de ser ocupados. Al fin del día se presentaron los obreros para recibir su pago, de acuerdo con la ley y la costumbre, porque se había establecido por estatuto en Israel que antes de la puesta del sol, el patrón habría de pagar su jornal al que le había trabajado.f De acuerdo con las instrucciones recibidas, el mayordomo que actuaba como pagador empezó por los que habían ido a trabajar a la undécima hora, y a cada uno de ellos entregó un denario o centavo romano (que tenía un valor aproximado de quince centavos de dólar), el pago usual por un día de trabajo. Era la misma cantidad en que convinieron individualmente los que habían empezado a trabajar más temprano; y éstos, viendo que sus consiervos, que sólo habían trabajado una hora, recibían un denario, probablemente les sobrevino la expectativa de recibir un sueldo proporcionadamente mayor, a pesar de su contrato. Sin embargo, cada uno de ellos recibió un denario y nada más. Entonces se quejaron, no porque se les hubiera pagado menos, sino porque los otros recibieron el pago por un día completo de trabajo cuando sólo habían cumplido con parte de la tarea del día. El patrón les contestó con toda bondad, recordándoles lo que habían convenido. ¿No podía él ser justo con ellos y caritativo con los demás, si así le parecía? Su dinero era suyo, y podía repartirlo como le pareciera. ¿Había justificación para el impío desagrado de los quejosos porque el señor era caritativo y bueno? “Así, los primeros serán postreros—dijo Jesús, pasando directamente de la historia a una de las lecciones que tenía por objeto enseñar—y los postreros primeros; porque muchos son llamados, mas pocos escogidos.”g

La parábola claramente tenía como propósito edificar a los Doce. Resultó de la pregunta que hizo Pedro: “¿Qué, pues, tendremos?” La misma clara aplicación tiene en la actualidad que cuando el Maestro la relató para censurar el espíritu del regateo en la obra del Señor. Dios necesita obreros, y aquellos que obren fiel y eficazmente son bien recibidos en la viña. Por otra parte, si antes de empezar insisten en que se les estipule lo que se les ha de pagar, y convinieren en ello, cada cual recibirá su denario si no perdiere su lugar por motivo de la ociosidad o la transgresión. Pero aquellos que diligentemente se ponen a trabajar, sabiendo que el Maestro les dará lo que fuere justo, y pensando más bien en la obra que en la recompensa, descubrirán que serán más abundantemente premiados. Un hombre podrá estar trabajando a jornal y sin embargo, no considerársele asalariado. Entre el siervo dignamente empleado y el asalariado existe la misma diferencia que distingue al pastor de aquel que arrea ovejas.h ¿No había cierta indicación del espíritu del asalariado aun en la pregunta del apóstol principal, “qué, pues, tendremos?”

Los Doce fueron llamados a servir en los primeros días del ministerio del Salvador; habían aceptado el llamado sin la promesa de un solo denario; aun les faltaba soportar la carga y el calor del día, pero se les amonestó solemnemente que no procuraran determinar su recompensa. El Maestro juzgará lo que cada uno de sus siervos merezca; al fin y al cabo la paga es un don gratuito, porque si nos basamos en una compensación estricta, ¿quién de nosotros no es deudor de Dios? Hay igual probabilidad de que el último en ser llamado se muestre tan indigno como el primero. La lección no da a entender que se efectuará una inversión general, mediante la cual serán ascendidos todos los que llegaren tarde, y despreciados aquellos que empezaren a trabajar temprano. El Señor afirmó: “Pero muchos primeros serán postreros, y los postreros, primeros”; y por inferencia podemos entender que no todos los postreros, aunque tal acontezca a varios de ellos, serán contados entre los primeros. De los muchos que son llamados, o que se les permite obrar en la viña del Señor, habrá unos pocos que sobrepujarán a tal grado, que serán enaltecidos más que sus compañeros. Ni aun el nombramiento y ordenación del santo apostolado es garantía de una exaltación final en el reino celestial. El Iscariote recibió este llamado y estuvo entre los primeros; pero ahora ciertamente es muy inferior al último en el reino de Dios.

Notas al Capitulo 27

  1. Los hombres ricos y su mayordomos.—“‘Había un hombre rico que tenía un mayordomo.’ Aquí, de paso, se nos da a saber el equilibrio tan perfecto que existe entre las varias categorías sociales en una comunidad, y la poca ventaja tangible que las riquezas pueden ofrecer a quien las posee. Al grado que aumentan nuestros bienes, se pierde nuestro dominio personal de ellos; cuanto más poseemos, tanto más debemos confiar a otros. Los que efectúan su propia obra no tienen el problema de los siervos desobedientes; aquellos que velan por sus propios asuntos no tienen la preocupación de mayordomos desleales.”—Parables of Our Lord, por Arnott, página 454.

  2. Las riquezas injustas.—La versión actual de Lucas 16:9 dice así: “Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas.” El consejo del Señor a los discípulos fue que emplearan las riquezas del mundo en tal forma que pudieran hacer bien con ellas, a fin de que cuando “éstas” les faltaran, es decir, las posesiones terrenales, tuvieran amigos que los recibieran en las “moradas eternas” o mansiones celestiales. Al estudiar una parábola como la anterior, basada en contrastes, se debe tener cuidado de no extenderse demasiado en determinado punto de la analogía. Por tanto, no podemos razonablemente inferir que Jesús tenía por objeto dar a entender, siquiera, que la prerrogativa de recibir o excluir a cualquier alma de las “moradas eternas” pertenece a aquellos que en la tierra fueron beneficiados o perjudicados por los hechos de tal persona, sino al grado en que el testimonio que ellos den de estos hechos pueda tomarse en cuenta en el juicio final. La parábola entera está llena de sabiduría para aquel que la busca; a los de pensamientos hipercríticos, les parecerá incongruente, como sucedió con los fariseos que se burlaron de Jesús por la historia que había relatado. Leemos en Lucas 16:14; “Y oían también todas estas cosas los fariseos, que eran avaros, y se burlaban de él.”

  3. Lázaro y el rico.—De todas las parábolas bíblicas de nuestro Señor, ésta es la única en la cual se da un nombre personal a uno de los protagonistas. El nombre “Lázaro” empleado en la parábola era el mismo que el de un hombre de carne y huesos a quien Jesús amaba, y el cual, en una época posterior a la narración de esta parábola, fue restaurado a vida después de yacer cuatro días en la tumba. Es una forma griega del nombre hebreo Eleazar y significa “Dios es mi ayuda”. En algunas obras teológicas se designa al rico de la parábola con el nombre de Epulón, pero no aparece en las Escrituras. “Epulón” es simplemente un derivado del adjetivo “opulento”, que significa “tener gran riqueza”. Lázaro, hermano de Marta y María (Juan 11:1, 2, 5) fue uno de los tres recipientes de los milagros benéficos del Señor, a quienes se menciona por nombre; los otros dos fueron Bartimeo (Marc. 10:46) y Maleo (Juan 18:10). Comentando el hecho de que nuestro Señor le dio un nombre al mendigo de la parábola y dejó anónimo al rico, Agustín (sermón xli) hace esta pregunta sugestiva: “¿No os parece que estaba leyendo ese libro donde halló escrito el nombre del pobre, pero no el del rico, y que ese libro era el Libro de la Vida?”

  4. Conceptos divergentes concernientes al divorcio.—Refiriéndose a las distintas opiniones que sobre este asunto existían entre las autoridades judías en la época de Cristo, Geikie, (tomo ii, páginas 347, 348) dice: “De las cuestiones del día más fogosamente disputadas entre las dos grandes escuelas rivales de Hillel y Shammai, no había otra que sobrepujara el divorcio. La escuela de Hillel sostenía que un hombre tenía el derecho de divorciar a su esposa por cualquier causa que quisiera nombrar, aun cuando no fuese sino por más motivo que ya había cesado de amarla, o había visto otra que le gustaba mejor, o porque no le había preparado una comida a su gusto. La escuela de Shammai, por el contrario, afirmaba que el divorcio se podía expedir solamente por el crimen de adulterio y ofensas contra la castidad. Si hubiera sido posible conseguir que Jesús se declarase a favor de cualquiera de las dos escuelas, habría traído sobre sí la hostilidad de la otra, de manera que parecía una oportunidad muy favorable para comprometerlo.” El siguiente extracto del Commentary de Dummelow que se refiere a Mateo 5:32, también es ilustrativo: “El rabino Akiba, (de la escuela de Hillel) decía: ‘Si un hombre ve a una mujer más bonita que su propia esposa, puede repudiarla (a su esposa), porque se ha dicho: Si no hallare gracia a sus ojos.’ La escuela de Hillel declaraba: ‘Si la esposa no prepara bien los alimentos de su marido, salándolos o asándolos en exceso, puede ser repudiada.’ Por el contrario, el rabino Jocanán (de la escuela de Shammai) declaraba que: ‘La repudiación de una esposa es repugnante.’ Ambas escuelas estaban de acuerdo en que no se podía recibir de nuevo a una mujer divorciada. … El rabino Cananías declaró: ‘Dios nunca endosó con su nombre los divorcios sino entre los israelitas, que es como si hubiese dicho: He concedido a los israelitas el derecho de repudiar a sus esposas; pero no a los gentiles.’ Jesús replicó que lejos de ser un privilegio para Israel, fue para su infamia y censura que Moisés se vio en la necesidad de tolerar el divorcio.”

  5. Jesús, el ennoblecedor de la mujer.—Geikie parafrasea de la manera siguiente parte de la respuesta de Cristo a la pregunta de los fariseos sobre el divorcio, y comenta en esta forma: “ ‘Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación—con lo cual se destruye la esencia misma del matrimonio, disolviendo la unidad que había formado—y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera, porque la mujer todavía es, a los ojos de Dios, la esposa del que la divorció.’ Esta afirmación fué de mucho mayor trascendencia que el solo hecho de haber callado a los malvados espías. Tenía por objeto decretar lo que para todas las edades había de ser la ley del nuevo reino en el asunto supremo de la vida familiar. Abrogó para siempre, de la sociedad de nuestro Señor, el concepto de que la mujer es meramente un juguete o esclava del hombre y estableció las relaciones verdaderas entre los sexos sobre el fundamento eterno de la verdad, el derecho, el honor y el amor. Fue esencial, para la futura estabilidad de su Reino, como lugar de pureza y dignidad espiritual, ennoblecer el hogar y la familia, elevando a la mujer a su posición verdadera. Dando al matrimonio esta cualidad indisoluble, Jesús proclamó la igualdad de los derechos del hombre y la mujer dentro de los límites de la familia, y por este medio otorgó una carta de nobleza a cada madre del mundo. La posición de mayor categoría que la mujer tiene en la era cristiana, en comparación con la que se le concedía en la antigüedad, se debe a Jesucristo.”—Life and Words of Christ, tomo ii, página 349.

  6. La bendición de los niños.—Cuando Cristo, en calidad de personaje resucitado, se apareció a los nefitas sobre el continente occidental, tomó a los niños, uno por uno, y los bendijo; y la multitud reunida vio a los pequeñitos envueltos como si fuera por fuego, mientras ángeles los atendían. (3 Nefi 17:11-25) En las revelaciones modernas el Señor manda que se lleve a todos los niños nacidos en la Iglesia para que los bendigan aquellos que están autorizados para administrar esta ordenanza del santo sacerdocio. El mandamiento de referencia es el siguiente: “Todo miembro de la Iglesia de Cristo que tenga hijos debe traerlos a los élderes de la Iglesia, quienes les impodrán las manos en el nombre de Jesucristo, y los bendecirán en su nombre.” (Doc. y Con. 20:70) Por consiguiente, hoy se acostumbra en la Iglesia llevar a los niños a los servicios del día de ayuno efectuados en los distintos barrios, donde son recibidos uno por uno en los brazos de los élderes, y se les bendice y da un nombre al mismo tiempo. Se espera que el padre del niño, si tiene el grado de élder, participe en la ordenanza.

    La bendición de los niños ninguna analogía guarda con la ordenanza del bautismo, y mucho menos representa una substitución. El bautismo ha de administrarse únicamente a los que han llegado a la edad de entendimiento y son capaces de arrepentirse. Como lo ha expresado el autor en otra parte: “Algunos se refieren a la ocasión en que Cristo bendijo a los niños y reprendió a aquellos que querían impedir que los pequeñitos llegaran a El, como evidencia en favor del bautismo de los niños; pero, como sabia y concisamente se ha dicho: ‘Deducir que se debe bautizar a los niños por el hecho de que Cristo los bendijo, nada prueba sino que hace falta un argumento mejor; porque la conclusión más probable sería esta: Cristo bendijo a los niños, y entonces los despidió, mas no los bautizó; por consiguiente, los niños no han de ser bautizados.’”—Artículos de Fe, por el autor, página 140. Léanse también las páginas 139-141.

  7. El camello y el ojo de la aguja.—Comparando la dificultad con que el rico entrará en el reino, y la del camello al querer pasar por el ojo de una aguja, Jesús empleó una figura retórica que, pese a su naturaleza fuerte y prohibitoria indicada en nuestra traducción, era familiar a los que oyeron la expresión. Existía un “común proverbio judío, de que ni aun en sueños vería un hombre a un elefante pasar por el ojo de una aguja” (Edersheim). Algunos intérpretes insisten en que Jesús dijo reata en lugar de camello, y basan sus afirmaciones en el hecho de que la palabra griega kamelos (camello) se distingue sólo por una letra de kamilos (reata), y que el supuesto error de substituir “camello” por “reata” en el texto bíblico fue culpa de los primeros escribas. Farrar (página 476) rechaza esta interpretación posible, fundándose en que son comunes en el Talmud los proverbios que contienen comparaciones similares a la del camello y el ojo de la aguja.

    Se ha declarado que se daba el nombre “Ojo de la aguja” a una pequeña apertura o postigo colocado en las puertas principales de los muros de las ciudades, a un lado de las mismas; y ha surgido la suposición de que Jesús se estaba refiriendo a un postigo de esta naturaleza cuando habló de la aparente imposibilidad de que un camello pasara por el ojo de una aguja. Sería posible, aun cuando muy difícil, que un camello se intrudujera por la pequeña apertura, y en ninguna forma podría lograrlo a menos que se le quitara la carga y todas sus guarniciones. Si tal concepto fuere correcto, podríamos hallar una semejanza adicional en el hecho que de sería necesario primeramente descargar y desguarnecer al camello, pese al valor de su carga o esplendidez o lujo de sus guarniciones, y la necesidad que tenía el joven rico, y por cierto cualquier hombre, de despojarse de la carga y atavío de riquezas a fin de poder entrar en el angosto camino que conduce al reino. La exposición que el Señor hizo de su palabra es más que suficiente pare el objeto de la lección: “Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible.” (Mateo 19:26).

  8. Indebida preocupación por la recompensa que viene de servir al Señor.—La instructiva e inspiradora parábola de los obreros de la viña resultó de la interesada pregunta de Pedro: “¿Qué, pues, tendremos?” Por motivo de su tierna misericordia el Señor se refrenó de reprender en forma directa a su siervo impulsivo por su indebida preocupación sobre lo que había de recibir, y más bien utilizó el acontecimiento en una manera excelente, convirtiéndolo en el texto de una lección de gran valor. El siguiente comentario de Edersheim (tomo ii, página 416) es digno de consideración: “Esto constituía un gran peligro para los discípulos: peligro de formarse conceptos semejantes a los que tenían los fariseos con respecto a los publicanos perdonados, o del hijo mayor concerniente a su hermano menor en la parábola; peligro de interpretar equivocadamente las relaciones correctas, y por ende, la naturaleza misma del reino y la obra efectuada en él y para él. Es a esto que se refiere la parábola de los obreros de la viña. El precepto que Cristo enseña es que aun cuando no quedará sin ser recompensada cosa alguna que se haga por El, sin embargo, por una razón u otra, ninguna predicción se puede hacer, ninguna indicación de autojustificación se debe inferir. En ningún respecto se puede concluir que la mayor parte de la obra efectuada—por lo menos, a nuestra manera de ver y juzgar—merecerá una recompensa superior. Al contrario, ‘muchos primeros serán postreros, y postreros, primeros’. No todos sino ‘muchos’, y aun esto no siempre o necesariamente. Y en tales casos no se ha cometido una injusticia; no hay lugar para reclamación, aun tomando en consideración la promesa de que toda obra será debidamente reconocida. El orgullo y preeminencia espirituales no pueden resultar sino de interpretar erróneamente la relación de Dios hacia nosotros, o bien de nuestra incorrecta disposición mental hacia otros; es decir, indica una incapacidad mental o moral. La parábola de los obreros de la viña sirve de ilustración. … Pero al mismo tiempo que demuestra por qué algunos que fueron los primeros quizá sean postreros, y cuán completemente errado es el concepto de que necesariamente recibirán más que otros que aparentemente efectuaron una obra mayor—en una palabra, que el obrar por Cristo no es una cantidad determinada, tanto por cuanto, ni que nosotros podemos ser los jueces de cuándo y por qué ha de llegar determinado obrero—también comunica muchas cosas nuevas y, en muchos respectos, sumamente consoladoras.”