Jesucristo
Capitulo 31: Conclusión del Ministerio Público de Nuestro Señor


Capitulo 31

Conclusión del Ministerio Público de Nuestro Señor

Una conspiración de fariseos y herodianosa

CON actividad infatigable las autoridades judías continuaron su afanoso intento de tentar o provocar a Jesús para que hiciera o dijera alguna cosa que pudiera servirles de pretexto para acusarlo de cualquier delito, bien bajo su propia ley o la romana. Los fariseos consultaron entre sí “cómo sorprenderle en alguna palabra”, y entonces, dejando de lado sus prejuicios partidarios, se confabularon para tal fin con los herodianos, constituyentes de un bando político cuya característica principal tendía a conservar en poder a la familia de los Herodes,b cuya política por fuerza implicaba el apoyo del poder romano, del cual dependía la autoridad delagada de aquéllos. Ya en una ocasión anterior se había entablado esta incongrua asociación con objeto de incitar a Jesús a cometer algún descomedimiento en Galilea, y el Señor había incluido en uno a ambos partidos cuando amonestó a los discípulos que se cuidaran “de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes”.c De manera que el último día de las instrucciones públicas de nuestro Señor, los fariseos y los herodianos combinaron sus fuerzas para combatirlo; aquéllos vigilando para ver si cometía la más leve infracción de la ley mosaica, éstos al acecho para valerse del menor pretexto y acusarlo de deslealtad a las potestades seculares. Concibieron su complot en la traición y lo llevaron a efecto como incorporación viviente de una mentira. Eligiendo de entre ellos a los que no habían impugnado personalmente a Jesús, hombres supuestamente desconocidos para El, los principales conspiradores los enviaron con instrucciones de que “se simulasen justos, a fin de sorprenderle en alguna palabra, para entregarle al poder y autoridad del gobernador”.

Esta delegación de espías hipócritas se acercó para hacerle una pregunta con sinceridad fingida, como si su conciencia se hallara turbada, y a causa de lo cual deseaban pedir un consejo al eminente Tutor. “Maestro—le dijeron con servil duplicidad—sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres.” Cada palabra de este premeditado tributo al valor e independencia de los pensamientos y hechos de nuestro Señor era verdadera; pero la forma en que las pronunciaron estos viles hipócritas de intenciones nefandas, fue notoriamente falsa. Las palabras melifluas, sin embargo, con las cuales los conspiradores trataron de adular al Señor y adormecer su vigilancia, indican que la pregunta que estaban a punto de hacerle era de tal naturaleza, que la respuesta acertada requeriría precisamente esas cualidades mentales que fingidamente le atribuían.

“Dinos, pues—continuaron—qué te parece: ¿Es lícito dar tributo a César, o no?” Se escogió esta pregunta con astucia diabólica, porque de todos los hechos que indicaban un homenaje compulsivo a Roma, el de tener que pagar tributo era el más ofensivo para los judíos. Si Jesús hubiese contestado “Sí”, los arteros fariseos podrían haber incitado a la multitud contra El, acusándolo de ser un infiel hijo de Abraham; si su contestación hubiese sido “No”, los intrigantes herodianos lo habrían denunciado de sedición contra el gobierno romano. Además, la pregunta era innecesaria; la nación, tanto los gobernantes como el pueblo, había resuelto el asunto muy a pesar de su renuencia, porque se aceptaban y circulaban entre ellos las monedas de acuñación romana como medio común de cambio; y se reconocía como criterio entre los judíos, que la conversión de las monedas de cualquier soberano en uso corriente significaba admitir su autoridad real. “Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas?” Todas sus astutas expresiones de falsa adulación fueron contrarrestadas con el denunciante epíteto de “hipócritas”. Les mandó que le enseñaran la moneda del tributo, y le presentaron un denario romano con la efigie y nombre de Tiberio César, emperador de Roma. “¿De quién es esta imagen—les preguntó—y la inscripción?” “De César”—le contestaron. “Y les dijo: Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.”d

No importa con qué norma la midamos, la respuesta fue insuperable, y por cierto, se ha convertido en aforismo en la literatura y en la vida. Desalojó todo pensamiento o expectativa que aún quedara en ellos, de que en la mente de Aquel que tan recientemente había entrado en Jerusalén como Rey de Israel y Príncipe de Paz, existiese la más leve sombra siquiera de ambición del poder o dominio terrenales. Estableció de una vez por todas la única base recta para la relación que debe existir entre los deberes espirituales y seglares, entre la iglesia y el estado. En años posteriores los apóstoles edificaron sobre este fundamento y recomendaron la obediencia a las leyes de los gobiernos constituídos.e

Se puede inferir una lección, si uno quiere, de la relación que guardan las palabras de nuestro Señor con la imagen de César sobre la moneda. Fue esa efigie y su inscripción correspondiente lo que su memorable instrucción recalcó en forma especial: “Dad, pues, a César lo que es de César.” Y siguió la instrucción adicional: “Y a Dios lo que es de Dios.” Toda alma humana lleva estampada la imagen e inscripción de Dios, pese a lo borrado e indistinto que la corrosión o desgaste del pecado haya dejado la acuñación;f y así como a César se deben entregar las monedas sobre las que aparece su imagen, en igual manera deben entregarse a Dios las almas que con su imagen han sido grabadas. Entréguense al mundo las piezas acuñadas, convertidas en uso corriente por las insignias de los poderes mundanos; y a Dios y su servicio entreguémonos nosotros mismos en calidad de la divina moneda de su reino eterno.

La incontestable sabiduría de la respuesta que el Señor dio a la artificiosa pregunta de los fariseos y herodianos los dejó callados. Por más que intentaron no pudieron “sorprenderle en alguna palabra”, y fueron avergonzados delante del pueblo que presenció su humillación. Maravillados de su repuesta, y no queriendo arriesgar otro y posiblemente mayor bochorno, se apartaron de El y “se fueron”. Vemos, sin embargo, que estos perversos judíos persistieron en su vil y traicionero propósito, como palpablemente quedó manifestado cuando presentaron ante Pilato la completamente falsa acusación de que Jesús prohibía “dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey”.g

Pregunta de los saduceos sobre la resurrecciónh

Los saduceos entonces trataron de desconcertar a Jesús proponiéndole lo que para ellos era una pregunta enmarañada cuando no difícil en extremo. Los saduceos afirmaban que no podía haber resurrección corporal, y sobre este punto de doctrina, así como en muchos otros, eran enemigos declarados de los fariseos.i La pregunta que le trajeron los saduceos en esta ocasión se refería directamente a la resurrección, y tenía por objeto desacreditar esta doctrina mediante una aplicación sumamente desfavorable y crasamente exagerada de la misma. “Maestro—dijo el portavoz del grupo—Moisés dijo: Si alguno muriere sin hijos, su hermano se casará con su mujer, y levantará descendencia a su hermano. Hubo, pues, entre nosotros siete hermanos; el primero se casó, y murió; y no teniendo descendencia, dejó su mujer a su hermano. De la misma manera también el segundo, y el tercero, hasta el séptimo. Y después de todos murió también la mujer. En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron?” Era indisputable el hecho de que la ley mosaica autorizaba y exigía que el hermano viviente de un esposo fallecido sin hijos se casara con la viuda a fin de procrear hijos en nombre del difunto, cuyo linaje podría preservarse legalmente en esa forma.j Bajo el código mosaico referente al levirato, podría suceder una circunstancia semejante a la que presentaron los saduceos casuísticos, en la cual siete hermanos sucesivamente tuvieron por esposa a la misma mujer que había quedado viuda y sin hijos; pero se trataba de un caso sumamente improbable.

Sin embargo, Jesús no optó por impugnar los elementos del problema que le fue presentado; y poco importaba que el caso fuera supuesto o real, en vista de que la pregunta, “¿de cuál será ella mujer?”, estaba basada en un concepto completamente erróneo. “Entonces respondiendo Jesús, les dijo: Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como los ángeles de Dios en el cielo.” El significado del Señor fue claro. En la resurrección no habrá duda sobre cuál de los siete hermanos tendrá a la mujer como esposa en las eternidades, pues, salvo el primero todos se habían casado con ella solamente por el período de la vida terrenal, y principalmente con el objeto de perpetuar en la carne el nombre y la familia del hermano que había muerto primero. S. Lucas expresa parte de las palabras del Señor en esta forma: “Mas los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan, ni se dan en casamiento. Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.” En la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento; porque todo asunto o problema referente al estado casado debe resolverse antes de esa época bajo la autoridad del santo sacerdocio, en el cual está comprendido el poder para sellar en matrimonio por esta vida así como por la eternidad.k

Del problema que le habían presentado sus traicioneros inquisidores, Jesús se refirió a la realidad de la resurrección, asunto comprendido y sobrentendido en su pregunta. “Pero respecto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que os fue dicho por Dios, cuando dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.” Fue un ataque de frente sobre la doctrina saducea que negaba la resurrección literal de los muertos. Los saduceos se preciaban de ser los celosos defensores de la ley, en la cual Jehová afirmaba que El era el Dios de Abraham, Isaac y Jacob;l y sin embargo, negaban la posible resurrección de estos patriarcas, y daban validez, únicamente durante la breve existencia terrenal de los progenitores de la nación israelita, al exaltado título con el cual el Señor se había revelado a Moisés. La declaración de que Jehová no era Dios de los muertos sino de los vivos fue una denuncia incontrovertible de la manera en que los saduceos tergiversaban las Escrituras; y con finalidad solemne el Señor agregó: “Así que vosotros mucho erráis.” Algunos de los escribas presentes quedaron impresionados por la irrefutable demostración de la verdad, y exclamaron con aprobación: “Maestro, bien has dicho.” Los altivos saduceos quedaron confusos y callados, “y no osaron preguntarle nada más”.

El gran mandamientom

Los fariseos, alegrándose encubiertamente por el desconcierto de sus rivales, recobraron el valor suficiente para lanzar otro ataque propio. Uno de ellos, intérprete de la ley, con lo cual se nos da a entender que se trataba de uno de los escribas que también se distinguía como profesor de la ley eclesiástica, preguntó: “¿Cuál es el primer mandamiento de todos?”, o como leemos la pregunta en S. Mateo: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?” La respuesta que se dió en el acto fue precisa y tan extensa que comprendió los requerimientos de la ley en su totalidad. Con el mismo llamado imperativo con que Moisés había convocado a Israel para que escuchara y prestara atención,n y cuyas palabras mismas se hallaban escritas en los filacterioso que los fariseos llevaban como frontales delante de sus ojos, Jesús contestó: “Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.” En el evangelio según S. Mateo la declaración concluyente es: “De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.”

La solidez filosófica de la profunda generalización del Señor junto con su comprensiva síntesis de la “ley y los profetas”p impresionará a todo estudiante de la naturaleza humana. Es tendencia común en el hombre aspirar a lo superlativo, o por los menos preguntar y maravillarse de ello. ¿Quién es el más notable poeta, filósofo, científico, predicador o estadista? ¿Quién ocupa el primer y principal lugar en la comunidad, la nación, o, como lo preguntaron los apóstoles en su ambición errada, el mayor en el reino de los cielos? ¿Qué montaña sobrepuja a todas las demás? ¿Cuál de los ríos es el de mayor extensión o volumen? Estas preguntas siempre son de actualidad. Los judíos habían dividido y subdividido los mandamientos de la ley, y añadido reglamentaciones ideadas por ellos mismos aun a la subdivisión más diminuta. Ahora llegaba este fariseo para preguntar cuál de todos estos requisitos era el mayor.q Amar a Dios con todo el corazón, alma y mente significa servirlo y guardar todos sus mandamientos. Amar al prójimo como a uno mismo significa ser su hermano en la acepción más extensa, y a la vez más exacta, de la palabra. Por tanto el mandamiento de amar a Dios y al hombre es mayor que todos, por motivo de la sencilla y matemática verdad de que el todo es mayor que cualquiera de sus partes. ¿Qué necesidad habría del decálogo si el género humano obedeciera este primero y grande mandamiento que todo lo comprende? La respuesta del Señor a la pregunta fue convincente aun al erudito escriba que había hablado por sus compañeros farisaicos. El hombre tuvo la honradez suficiente para admitir la justicia y prudencia en que se basó la contestación, e impulsivamente manifestó su aprobación, diciendo: “Bien, Maestro, verdad has dicho, que uno es Dios, y no hay otro fuera de él; y el amarle con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios.” Jesús obró con igual prontitud que el bien intencionado escriba, reconociendo el mérito en la declaración de un contrario, y comunicó al hombre estas palabras alentadoras: “No estás lejos del reino de Dios.” Al respecto de que si el escriba permaneció firme en su propósito y finalmente logró la entrada en esa morada bendita, la narración bíblica nada dice.

Jesús se torna inquisidorr

Saduceos, herodianos, fariseos, intérpretes de la ley y escribas, todos a su vez fueron desconcertados y derrotados en sus esfuerzos de confundir a Jesús en asuntos de doctrina o práctica, y fracasaron por completo en provocarlo a decir o hacer cosa alguna de que pudieran acusarlo legalmente. Habiendo dejado callados en forma tan eficaz a todos los que habían entablado un debate con El, bien con intenciones ocultas o manifiestas, y a tal grado que “ya ninguno osaba preguntarle”, Jesús a su vez se convirtió en agresivo interrogante. Volviéndose a los fariseos que se habían juntado a fin de poder consultar más fácilmente entre sí, Jesús inició el siguiente coloquio: “¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo? Le dijeron: De David. El les dijo: ¿Pues cómo David en el Espíritu le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? Pues si David le llama Señor, ¿cómo es su hijo.” El jubiloso y ensalzador himno de alabanza citado por el Señor—cuya letra, como lo afirma S. Marcos, Jesús dijo haber sido inspirada por el Espíritu Santo—se refería al salmo mesiánicos en el cual el real cantor reiteró su propio homenaje reverente y alabó el glorioso reinado del prometido Rey de reyes, categóricamente llamado en el cántico “sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”.t Aun cuando la pregunta inesperada confundió a los eruditos judíos, no vemos en ella ninguna dificultad inexplicable, ya que para nosotros—sin el prejuicio de éstos que vivían esperando a un Mesías que habría de ser hijo de David sólo en cuestión de descendencia familiar y sucesión real en el esplendor del gobierno temporal—la eterna divinidad del Mesías es un hecho demostrado e incontrovertible. Jesús el Cristo es Hijo de David según el linaje físico a través del cual Jesús, así como David, son hijos de Jacob, Abraham y Adán. Pero si bien es cierto que Jesús nació en la carne en un época posterior conocida como “el meridiano de los tiempos”,u El ya era Jehová, Señor y Dios, antes que David Abraham y Adán fueran conocidos en la tierra.v

Los impíos escribas y fariseos son denunciadosw

La censura final del sistema farisaico, por parte del Señor, junto con la reprobación de sus indignos representantes hizo más memorable y amarga la humillante derrota de los fariseos. Dirigiéndose principalmente a los discípulos, pero hablando a oídos de la multitud, llamó la atención de todos a los escribas y fariseos, quienes, como El lo indicó, ocupaban la cátedra de Moisés en calidad de expositores doctrinales y administradores oficiales de la ley, motivo por el cual sus preceptos autoritativos merecían ser obedecidos; pero amonestó con vehemencia a los discípulos que se cuidaran de su ejemplo pernicioso. “Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo—recomendó el Señor—mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen.” No pudo haber sido más clara la distinción entre la debida observancia de los preceptos oficiales y la responsabilidad personal de seguir el mal ejemplo, aunque sea el de hombres de alta categoría. No había de disculparse la desobediencia hacia la ley por motivo de la corrupción de quienes la representaban, ni debía condonarse o tolerarse la falta de rectitud en ningún individuo por causa de la vileza de otra persona.

Explicando la amonestación que tan manifiestamente había proferido contra los vicios de los gobernantes, el Señor continuó, diciendo: “Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas.” El rabinismo virtualmente había reemplazado la ley mediante la substitución de innumerables reglas y requisitos con sus castigos condicionales; la época estaba llena de observancias tradicionales que abrumaban hasta los asuntos triviales de la vida; pero los hipócritas oficiales podían hallar pretextos para eximirse personalmente de cumplir éstas y otras cargas pesadas.

Su exagerada vanidad e irreverente asunción de piedad extremada fueron censuradas con estas palabras: “Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres. Pues ensanchan sus filacterias,y y extienden los flecos de sus mantos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí.” El altisonante título de Rabí, que significa maestro, profesor o doctor, había eclipsado la divinamente reconocida santidad del sacerdocio, y se consideraba al rabino judío altamente superior al sacerdote del Dios Altísimo.z “Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí—dijo Jesús a los apóstoles y los otros discípulos presentes—porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos. Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo.”a

Aquellos sobre quienes descansaría la responsabilidad de edificar la Iglesia que El había fundado, no debían aspirar a los títulos del mundo ni a los honores de los hombres; porque estos que habían sido escogidos eran hermanos, y su único propósito habría de ser prestar el mejor servicio posible a su único Maestro. Como tan poderosa e impresionantemente se les había inculcado en ocasiones anteriores, la única manera en que se lograba y puede lograrse la excelencia o supremacía en el llamado apostólico, así como en los deberes que incumben al discípulo o miembro de la Iglesia de Cristo, es por medio del servicio humilde y devoto. Por consiguiente, el Maestro dijo una vez más: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.”

De la multitud indistinta de discípulos e incrédulos, entre los cuales se hallaban muchos de los del pueblo que escuchaban con el gozoso afán de aprender,b Jesús se volvió a los ahora humillados pero iracundos príncipes, y los inundó con un verdadero torrente de justa indignación, en medio de la cual relumbraron los relámpagos de fulminantes invectivas, acompañados de los truenos de un anatema divino.

“Mas ¡ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando.” La norma farisaica de piedad era la erudición escolar; el que no estaba versado en los puntos técnicos de la ley era considerado inaceptable ante Dios y, de hecho, maldito.c Por motivo de su casuística y explicaciones pervertidas de las Escrituras, confundían y desorientaban a la gente común, de modo que eran como obstáculos a la entrada del reino de Dios, y no sólo no querían entrar ellos, sino que les estorbaban el camino a otros.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque devoráis las casas de las viudas, y como pretexto hacéis largas oraciones; por esto recibiréis mayor condenación.”d La avaricia de la jerarquía judía en el tiempo de nuestro Señor era un escándalo notorio. Por motivo de la extorsión y compulsión ilícita, so capa de deberes religiosos, los oficiales habían acumulado enormes tesoros,e de los cuales las contribuciones de los pobres y la confiscación de bienes, incluso aun las casas de las viudas necesitadas, constituían una proporción considerable; y con la simulación exterior de santidad y el sacrílego acompañamiento de largas oraciones envilecían más la perfidia de esa práctica.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y una vez hecho, le hacéis dos veces más hijo del infierno que vosotros.” Este ay posiblemente se refirió más bien al esfuerzo de ganar prosélitos para el farisaísmo, que al de convertir extranjeros al judaísmo; pero en vista de que éste se hallaba en un estado de completa degradación, y aquél en repugnante corrupción, queda justificada la aplicación de la censura de nuestro Señor a ambos sistemas o a cualquiera de ellos. Acerca de los judíos que se afanaban por ganar prosélitos, se ha dicho que “convertían a un mal pagano en peor judío”. Muchos de sus conversos no tardaban en volverse apóstatas.

“¡Ay de vosotros, guías ciegos! que decís: Si alguno jura por el templo, no es nada; pero si alguno jura por el oro del templo, es deudor. ¡Insensatos y ciegos! porque ¿cuál es mayor, el oro, o el templo que santifica al oro? También decís: Si alguno jura por el altar, no es nada; pero si alguno jura por la ofrenda que está sobre él, es deudor. ¡Necios y ciegos! porque ¿cuál es mayor, la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? Pues el que jura por el altar, jura por él, y por todo lo que está sobre él; y el que jura por el templo, jura por él, y por el que lo habita; y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios, y por aquel que está sentado en él.” Así condenó el Señor los infames decretos de las escuelas y del Sanedrín concernientes a los juramentos y los votos; porque habían establecido o apoyado un código incongruente e injusto de reglamentos sobre insignificancias técnicas mediante las cuales se podía poner en vigor o invalidar un juramento.

Si un hombre juraba por el templo, la Casa de Jehová, podía obtener una indulgencia si quebrantaba su juramento; pero si juraba por el oro y el tesoro de la Santa Casa, quedaba ligado por los inquebrantables vínculos de los fallos sacerdotales. Aunque uno jurara por el altar de Dios, podía anular su juramento; pero si hacía un voto por el don de corbán o el oro sobre el altar,f su obligación era irrevocable. ¡En qué profundidades de irracionalidad y depravación desahuciada habían caído los hombres! ¡Qué necedad pecaminosa y ceguera intencional la de aquellos que no comprendían que el templo era mayor que el oro, y el altar mayor que el don u ofrenda colocada sobre él! En el Sermón del Monte el Señor había dicho: “No juréis en ninguna manera”;g pero los que no pudieran vivir de acuerdo con la ley mayor, aquellos que persistieran en el uso de juramentos y votos, habrían de regirse por el menor y evidentemente justo requisito de cumplir estrictamente, sin evasivas injustas o distinción parcial, con las condiciones de los compromisos que ellos mismos asumieran.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello. ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito, y tragáis el camello!” La ley del diezmo había sido rasgo característico de los requisitos teocráticos de Israel desde la época de Moisés; pero realmente la práctica se conocía mucho antes del éxodo. Según la interpretación literal, la ley requería que se diezmaran los rebaños y hatos, la fruta y los granos;h pero se habían incluido todos los productos de la tierra por extensión tradicional. El Señor aprobó el diezmo exacto de todos los bienes de una persona, incluso las hierbas aromáticas y otras hortalizas; pero denunció como vil hipocresía el cumplimiento de estos requisitos como pretexto para desatender los otros deberes de la religión verdadera. La referencia “lo más importante de la ley” pudo haber aludido a la clasificación rabínica de requisitos “menores” y “más importantes” de la ley; aunque claro está que el Señor no dio su aprobación a estas divisiones arbitrarias. Hacer caso omiso del diezmo sobre las cosas pequeñas, como las hojas de menta y ramitos de eneldo y comino, significaba no cumplir por completo ese deber; pero pasar por alto las obras de la justicia, la misericordia y la fe significaba que la persona estaba despreciando sus bendiciones como hijo del convenio de Dios. Valiéndose de un fuerte contraste, el Señor condenó tal incongruencia, comparándola a la escrupulosa atención y cuidado de colar un mosquito, mientras que ningún reparo ponían a tragar, figurativamente, un camello.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de robo y de injusticia. ¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio.”i Ya se ha hecho referencia a la escrupulosidad farisaica en cuanto a la purificación ceremonial de platos, vasos y utensilios de metal. El Señor en ningún sentido menoscabó la limpieza; lanzó sus dardos de desaprobación contra la hipocresía de conservar un aspecto exterior inmaculado al mismo tiempo que una corrupción interior. Los vasos y platos, aunque purificados con toda perfección, eran corruptos a los ojos del Señor si el contenido se había comprado con el oro de la extorsión, o se iban a usar en glotonerías, borracheras u otros excesos.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad.” Fue terrible la figura empleada para compararlos a sepulcros blanqueados, llenos de huesos muertos y carne descompuesta. En vista de que, según los dogmas de los rabinos, el más ligero contacto con un cuerpo muerto o su mortaja, o con el catafalco sobre el cual era llevado, o el sepulcro en que era depositado, constituía una impureza personal que únicamente los lavamientos ceremoniales y el ofrendamiento de sacrificios podían quitar, cuidadosamente se procuraba que los sepulcros se hallaran extraordinariamente blancos, para que ninguna persona se contaminara, aproximándose sin saberlo a estos lugares inmundos; y además, el emblanquecimiento periódico de los sepulcros se consideraba como un acto memorial de honor hacia los muertos. Sin embargo, así como ni el mayor cuidado o grado de diligencia por conservar limpio el exterior de una tumba podía contener la pudredumbre que se estaba efectuando en su interior, en igual manera ningún acto externo de justicia fingida podía mitigar la asquerosa corrupción de un corazón rebosante de iniquidad. Jesús previamente había declarado que los fariseos eran semejantes a sepulcros sin marcar, sobre los cuales los hombres inadvertidamente caminaban y se contaminaban sin saberlo;j en la presente ocasión los acusó de ser como sepulcros blanqueados, descollando prominentemente, pero al fin y al cabo sepulcros.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque edificáis los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumentos de los justos, y decís: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la sangre de los profetas. Así que dais testimonio contra vosotros mismos, de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas.” El orgullo nacional, no del todo disimilar al patriotismo, se había expresado durante muchos siglos mediante un respeto formal hacia las sepulturas de los antiguos profetas, muchos de los cuales fueron muertos por motivo de su justicia y celo intrépido. Estos judíos modernos volublemente repudiaban toda relación con los hechos asesinos de sus progenitores que habían matado a los profetas, y ruidosamente declaraban que si hubieran vivido en los días de esos martirios, no habrían participado en tales actos; sin embargo, por medio de sus declaraciones afirmaban ser descendientes de aquellos que habían vertido sangre inocente.

Con abrasante censura el Señor los consignó a su destino, diciendo: “¡Vosotros también llenad la medida de vuestros padres! ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno? Por tanto, he aquí yo os envío profetas y sabios y escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad; para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación.” El propio Jehová impugnó sus mojigatas aseveraciones de ser superiores a sus padres que habían matado a los enviados de Jehová, profetizándoles que se teñirían las manos con la sangre de los profetas, hombres sabios y escribas justos, que El enviaría entre ellos; y de esta manera literalmente mostrarían ser hijos de asesinos y ellos mismos asesinos, a fin de que viniera sobre ellos toda la sangre justa derramada para dar testimonio de Dios, desde Abel el justo hasta el mártir Zacarías.k Ese terrible destino, bosquejado con espantosa realidad, no iba a ser una eventualidad en un lejano futuro; cada uno de los espantosos ayes que el Señor pronunció habría de realizarse en esa generación.

Lamento del Señor sobre Jerusalénl

Jesús había pronunciado sus últimas palabras relacionadas con los escribas, los fariseos y el farisaísmo. Mirando, desde lo alto del templo, la ciudad del gran Rey que en breve habría de ser abandonada a la destrucción, sobrevino al Señor una sensación de profunda tristeza. Con elocuencia imperecedera llena de angustia profirió una lamentación que ningún padre terrenal jamás ha expresado a causa del más desobediente y rebelde de sus hijos:

“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa os dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor.” Si Israel hubiese recibido a su Rey, la historia mundial de la época posterior a Cristo jamás habría sido lo que fue. Los hijos de Israel habían menospreciado el abrigo ofrecido de una ala paternal protectora; en breve el águila romana descendería sobre ellos para matar. El espléndido templo que apenas un día antes el Señor había llamado “mi casa”, no era ya particularmente suyo. “Vuestra casa—les declaró—os es dejada desierta.” Estaba a punto de apartarse del templo y de la nación, y los judíos no habrían de volver a mirar su faz hasta que, mediante la disciplina de siglos de padecimientos, estuviesen preparados para proclamar con acentos de fe permanente, como algunos de ellos apenas el domingo anterior habían proclamado bajo el impulso de un concepto erróneo: “Bendito el que viene en el nombre del Señor.”

La ofrenda de una viudam

De los patios descubiertos del templo Jesús se dirigió hacia la columnata del lugar de los tesoros, y allí se sentó aparentemente absorto en su tristeza. Dentro de ese sitio se hallaban trece arcas, cada una de ellas con un receptáculo en forma de trompeta en el cual la gente depositaba sus donativos para los varios objetos indicados por las inscripciones sobre los cofres. Alzando la mirada Jesús vio las filas de contribuidores, de todas las clases y grados de opulencia y pobreza, algunos de los cuales depositaban su ofrenda con evidente devoción y sinceridad de propósito, otros ostentosamente echando grandes sumas de oro y plata, principalmente para ser vistos de los hombres. Entre la multitud se hallaba una viuda pobre, la cual, probablemente esforzándose para que nadie la viera, echó en una de las arcas dos pequeñas monedas de bronce conocidas como blancas. El total de su contribución no llegaba ni a medio centavo de dólar. El Señor llamó a sus discípulos alrededor de sí, les llamó la atención a la viuda pobre y lo que había hecho, y dijo: “De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento.”

En las cuentas que llevan los ángeles, calculadas de acuerdo con la aritmética celestial, lo que ellos asientan en sus libros queda determinado por su calidad más bien que cantidad, y se fija el valor de la ofrenda de acuerdo con la capacidad y la intención. Los ricos daban mucho, y sin embargo retenían más; la ofrenda de la viuda era todo lo que poseía. La pequeñez de su don no fue lo que lo hizo tan especialmente aceptable, sino el espíritu de sacrificio e intención devota con el que lo entregó. En los libros de contabilidad celestial el donativo de esa viuda quedó asentado como una ofrenda magnánima que sobrepujó en valor las dádivas de los reyes. “Porque si primero hay la voluntad dispuesta, será acepta según lo que uno tiene, no según lo que no tiene.”n

Cristo se retira del templo por última vez

Los discursos públicos de nuestro Señor y las discusiones directas que había sostenido con profesionales y principales sacerdotes en el curso de sus visitas diarias al templo durante la primera parte de la semana de la pasión, causaron que muchos de los oficiales judíos y otros lo aceptaran como el verdadero Hijo de Dios, pero el temor de la persecución farisaica y el miedo de ser excomulgados de la sinagogao les impidió expresar la fe que sentían y aceptar el medio de salvación tan gratuitamente ofrecido. “Amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.”p

Quizás fue en esta ocasión, mientras Jesús dirigía sus pasos por la última vez hacia la salida de lo que en otro tiempo había sido el lugar santo, que proclamó el testimonio solemne de su divinidad contenido en el Evangelio de Juan.q Alzando la voz, clamó a los príncipes de los sacerdotes y a la multitud en general, diciendo: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me envió; y el que me ve, ve al que me envió.” El homenaje de lealtad tributado a El era lealtad tributada a Dios. Claramente se dijo a la gente que la aceptación de El en ninguna manera menoscababa su lealtad a Jehová, antes la confirmaba. Repitiendo los preceptos expresados anteriormente, de nuevo proclamó ser la luz del mundo, por medio de cuyos rayos únicamente podría salvarse el género humano de las tinieblas encubridoras de la incredulidad espiritual. El testimonio que dejaba con la gente sería como juicio y condenación para todos los que intencionalmente lo rechazaran. “Porque yo no he hablado por mi propia cuenta—afirmó con finalidad solemne—el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar. Y sé que su mandamiento es vida eterna. Así pues, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho.”

Se predice la destrucción del templor

Mientras Jesús salía del recinto dentro del cual se hallaba lo que en otro tiempo había sido la Casa del Señor, uno o más de los discípulos le llamaron la atención a la magnífica estructura, a las macizas piedras, las gigantescas columnas y el lujo y adornos suntuosos de los varios edificios. El comentario que el Señor dio como respuesta fue una profecía incondicional de la completa destrucción del templo y todo lo relacionado con él: “De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada.” Tal fue la precisa y terrible profecía. Quienes la oyeron se quedaron asombrados; ni por preguntas ni comentarios trataron de indagar más. El cumplimiento literal de esa fatídica predicción fue sólo uno de los muchos acontecimientos consiguientes a la aniquilación de la ciudad menos de cuarenta años después.

Con la partida final del templo, que probablemente fue en la tarde del martes de esa última semana, solemnemente llegó a su fin el ministerio público de nuestro Señor. Lo que restaba de sus discursos, parábolas u ordenanzas se reservaría únicamente para la instrucción e investidura adicionales de los apóstoles.

Notas al Capitulo 31

  1. La figura sobre la moneda.—Los judíos sentían aversión hacia las imágenes o efigies en general, el uso de las cuales interpretaban como violación del segundo mandamiento. Sin embargo, sus escrúpulos no les impedían aceptar monedas que llevaran la efigie de reyes, aun cuando estos monarcas fueran paganos. Sobre sus propias monedas grababan otras figuras, tales como plantas, frutas, etc., en lugar de la cabeza humana, y los romanos habían condescendido y permitido la acuñación de monedas especiales para el uso de los judíos, sobre las cuales aparecía el nombre, pero no la efigie del monarca. No obstante, eran de uso corriente en Palestina las monedas comunes de Roma.

  2. Sumisión a las autoridades seculares.—Dios instituye los gobiernos, algunas ocasiones por su intervención directa; en otras El lo permite. Cuando Nabucodonosor, rey de Babilonia, subyugó a los judíos, el Señor mandó, por conducto del profeta Jeremías (27:4-8), que el pueblo rindiera obediencia a su conquistador, a quien El llamó “mi siervo”; pues ciertamente el Señor se valió del rey pagano para castigar a los rebeldes e infieles hijos del convenio. En este acto de obediencia, así impuesto, estaba incluido el pago de impuestos y comprendía una sumisión completa. Después de la muerte de Cristo los apóstoles enseñaron que se diera obediencia a las potestades existentes, autoridades que, según el apóstol Pablo, “por Dios han sido establecidas”. Véase Rom. 13:1-7; Tito 3:1; 1 Tim. 2:1-3; véase también 1 Pedro 2:13, 14. Por conducto de la revelación moderna, el Señor requiere que en la dispensación presente su pueblo obedezca y preste fiel apoyo a los gobiernos debidamente establecidos en cualquier país. Véase Doc. y Con. 58:21, 22; 98:4-6; y toda la Sección 134. La Iglesia restaurada proclama, como parte esencial de sus creencias y prácticas, lo siguiente: “Cremos en estar sujetos a los reyes, presidentes, gobernantes y magistrados; en obedecer, honrar y sostener la ley.” Véase Artículos de Fe, por el autor, capítulo 23.

  3. Matrimonio por la eternidad.—Las revelaciones divinas en la Dispensación del Cumplimiento de los Tiempos han puesto de relieve el hecho de que el convenio de matrimonio, y por cierto, cualquier otro pacto entre dos o más partes en la vida terrenal, carece de vigor allende la tumba, a menos que por las ordenanzas establecidas del santo sacerdocio sean ratificados y validados dichos convenios. El acto de sellar el convenio del casamiento por esta vida y la eternidad, que ha llegado a ser conocido como matrimonio celestial, es una ordenanza que se ha establecido por autoridad divina en la Iglesia restaurada de Jesucristo. Véase la explicación de este tema por el autor en Artículos de Fe, págs. 486-490; y House of the Lord, págs. 101-109.

  4. Filacterios y bordes.—Debido a una interpretación tradicional de Exodo 13:9 y Deuteronomio 6:8, los hebreos adoptaron la costumbre de llevar puestos filacterios, que eran esencialmente tiras de pergamino sobre las cuales se inscribían totalmente o en parte los siguientes textos: Exodo 13:2-10, 11-17; Deuteronomio 6:4-9 y 11:13-21. Los filacterios se llevaban puestos en la cabeza y el brazo. Las tiras de pergamino para la cabeza eran cuatro, y sobre cada una se escribía uno de los textos citados arriba. Se colocaban dentro una caja cúbica de piel que podía medir desde 13 hasta 38 milímetros de orilla a orilla. La caja estaba dividida en cuatro secciones, en cada una de las cuales se colocaba uno de los pequeños rollos de pergamino, y se mantenía sobre la frente, entre los ojos de la persona, con cintas de piel. El filacterio del brazo se componía de un solo rollo de pergamino sobre el cual estaban grabados los cuatro textos prescritos; se colocaba en una pequeña caja atada al interior del brazo izquierdo con cintas de piel, y en tal forma que quedaba cerca del corazón cuando se colocaban las manos en actitud de devoción. Los fariseos usaban el filacterio del brazo arriba del codo, mientras que sus rivales, los saduceos, lo ataban a la palma de la mano (Véase Exo. 13:9). La gente común usaba los filacterios cuando oraba, pero se dice que los fariseos los lucían todo el día. Las palabras de nuestro Señor sobre la costumbre farisaica de ensanchar sus filacterios se refirieron al tamaño de las cajas, particularmente los frontales. El tamaño de las tiras de pergamino estaba decretado por regla fija.

    El Señor mandó a Israel, por conducto de Moisés (Núm. 15:38), que el pueblo atara a los bordes de sus vestidos una franja con un cordón de azul. Manifestando ostentosamente una piedad fingida, los escribas y fariseos se deleitaban en usar grandes flecos para llamar la atención de la gente. Era otra manifestación de su mojigatería hipócrita.

  5. Divisiones y subdivisiones de la ley.—“Las escuelas rabínicas con su espíritu oficioso, carnal y superficial de verbosidad y adoración de la letra, habían enmarañado la ley mosaica con una numerosa acumulación de sutilezas inservibles. Empleaban su ocio, entre otras cosas, en idear fantásticos sistemas para contar, clasificar, pesar y medir todos los mandamientos separados de los ceremoniales y ley moral. Habían llegado a la sapientísima conclusión de que había doscientos cuarenta y ocho preceptos afirmativos, el mismo número que las partes del cuerpo humano, y trescientos sesenta y cinco preceptos negativos, igual cantidad que las arterias y venas, o los días del año; y que en total sumaban 613, que era precisamente el número exacto de letras contenidas en el decálogo. Llegaron a la misma conclusión, basándose en el hecho de que se mandaba a los judíos (Núm. 15:38) usar franjas (tsitsith) en los bordes de sus vestidos (tallith) atadas con un cordón de azul; y en vista de que en cada franja había ocho hebras y cinco nudos, y las letras de la palabra tsitith equivalían a la cifra 600, el número total de mandamientos era el mismo, 613. Ahora bien, de esta cantidad tan crecida de preceptos y prohibiciones, ciertamente no todos tenían el mismo valor: algunos eran “leves” (kal) algunos “graves” (kovhed). Pero, ¿cuáles? ¿y cuál era el principal mandamiento de todos? Según algunos rabinos, el más importante de todos era el de los tsitsith y los tephillin, o sea las franjas y filacterios, y a ‘quien diligentemente lo observare le será contado como si hubiese obedecido toda la ley’.

    “Algunos conceptuaban el acto de omitir las purificaciones o lavamientos tan grave como el de homicidio; otros decían que todos los preceptos de la Mishna eran ‘graves’; y en cuanto a los de la Ley, unos eran juzgados ‘graves’ y otros ‘leves’. Había quienes consideraban que el tercero era el mandamiento principal. Ninguno de ellos había entendido el gran principio de que la transgresión intencional de un mandamiento constituye la violación de todos (Sant. 2:10), porque el propósito de toda la Ley es el espíritu de la obediencia a Dios. Sobre la pregunta propuesta por el intérprete de la ley, había desacuerdo entre los discípulos de Shammai y los de Hillel, y como de costumbre, ambas escuelas estaban en error: la de Shammai por conceptuar que las triviales observancias externas eran de valor, independientemente del espíritu con el cual se cumplían y del principio que ejemplificaban; la de Hillel por sostener que cualquier mandamiento positivo podía carecer de importancia en sí mismo, y por no comprender que los grandes principios son esenciales para el debido cumplimiento de aun los deberes más pequeños.”—Life of Christ, por Farrar, capítulo 52.

  6. Títulos eclesiásticos.—Nuestro Señor severamente censuró el ambicionar títulos con objeto de indicar determinada categoría en su servicio. Sin embargo, dio el nombre de Apóstoles a los Doce que escogió; y en la Iglesia que El mismo estableció se instituyeron los puestos de Evangelista, Sumo Sacerdote, Pastor, Elder o Anciano, Obispo, Presbítero o Sacerdote, Maestro y Diácono. (Véase Artículos de Fe, por el autor, págs. 220, 221.) Fue sobre el vanidoso título, inventado por el hombre y codiciado por el individuo, que nuestro Señor fijó el sello de su desaprobación, no en el título autorizado del puesto conferido al hombre por ordenación autorizada. Los títulos de los nombramientos del santo sacerdocio son de carácter demasiado sagrado para usarse como marca de distinción entre los hombres. En la Iglesia restaurada de la dispensación actual el hombre es investido con la ordenación del sacerdocio, así como con los varios nombramientos comprendidos en el Sacerdocio Menor o Aarónico y en el Mayor o de Melquisedec; pero aun cuando un hombre es ordenado Elder, Setenta, Sumo Sacerdote, Patriarca o Apóstol, no por esto ha de requerir el uso del título sólo para engalanar su nombre. (Véase “The Honor and Dignity of the Priesthood,” por el autor, en Improvement Era de marzo de 1914.)

    Hablando del uso irreverente de títulos eclesiásticos, Charles F. Deems dice en su obra The Light of the Nations, págs. 583, 584: “Los fariseos también amaban los lugares principales en las sinagogas y les halagaba su vanidad el ser llamados Maestro, Doctor, Rabí. Jesús amonestó a sus discípulos que se cuidaran de ello. No habrían de anhelar ser llamados Rabí, título que tiene tres formas, Rab, Maestro, Doctor; Rabí, Mi Doctor o Maestro; Raboni, Mi gran Doctor. Tampoco habrían de llamar ‘Padre’ a ningún hombre con el significado o intención de concederle infalibilidad de juicio o poder sobre sus conciencias … Todos los siguientes títulos son peligrosos: ‘Papá’ como llaman los sencillos moravos al Conde Zinzendorf, su gran hombre; ‘Fundador’, como distinguen los metodistas al pío Juan Wesley; ‘Santo Padre en Dios’, como en ocasiones se llama a los obispos católicos; ‘Papa’, equivalente de ‘Padre’; ‘Doctor en Teología,’ equivalente cristiano del ‘Rabí’ judío. Pero no fue el uso de un título lo que Jesús denunció, sino el espíritu de vanidad que impulsaba a los fariseos, así como el espíritu de servilismo que el uso de títulos tiende a suscitar. Los apóstoles Pablo y Pedro declararon haber sido padres espirituales. Jesús enseñó que en las sociedades de sus discípulos que más adelante se formaran, el puesto no habría de considerarse como una dignidad, sino más bien como un servicio; que ningún hombre debía aspirar a él por el honor que le pudiera traer, sino por la oportunidad que le ofrecía para prestar servicio; que ningún hombre debía constituirse en director de una secta, pues no hay sino una sola Cabeza; y que en el cuerpo de creyentes todos son hermanos, de los cuales Dios es el Padre.”

    El autor que acabamos de citar muy propiamente critica la ambición motivada por la vanidad y una supuesta autojustificación, por el título “Reverendo” que se aplica a los hombres.

  7. ¿Fueron siete u ocho los ayes?—Algunos de los antiguos manuscritos de los evangelios omiten el versículo 14 del capítulo 23 de S. Mateo. Esta omisión reduce de ocho a siete el número de pronunciamientos particulares que principian con las palabras “ay de vosotros”. No hay ninguna duda de que en los manuscritos originales aparecen los pasajes contenidos en Marcos 12:40 y Lucas 20:47, los cuales tienen el mismo significado que Mateo 23:14.

  8. El tesoro del templo.—Con relación a la ofrenda de las blancas de la viuda, Edersheim (tomo ii, págs. 387, 388) escribe: “Algunos podían presentarse aparentando ser justos a sus propios ojos, otros aun con ostentación y otros como si gozosamente estuvieran cumpliendo un deber feliz. ‘Muchos ricos echaban mucho’, sí, y a tal grado—porque tal era su tendencia—que fue necesario decretar una ley en la cual se prohibía ofrendar al templo más que cierta proporción de los bienes de una persona. Se puede calcular la cantidad de estos donativos recordando las circunstancias de que en la época de Pompeyo y Craso, el tesoro del templo, después de costear lujosamente todo gasto posible, ascendía en efectivo a casi medio millón de libras esterlinas, y los vasos preciosos tenían un valor de casi dos millones.” Véase también Antiquities of the Jews, por Josefo, xiv, 4:4; 7:1, 2.

  9. Zacarías el mártir.—Refiriéndose a los martirios ocurridos antes de su época, se escribe que el Señor usó la expresión: “Desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el templo y el altar.” (Mateo 23:35) En el Antiguo Testamento, cual lo tenemos en la actualidad, no se hace mención de ningún mártir llamado Zacarías hijo de Berequías; pero sí contiene el martirio de Zacarías hijo de Joiada (2 Crón. 24:20-22). En la opinión de la mayoría de los eruditos bíblicos este Zacarías a quien se hace referencia en el Evangelio según S. Mateo es Zacarías hijo de Joiada. En la recopilación judía de las Escrituras del Antiguo Testamento, el martirio de Zacarías es el último que aparece; y las palabras del Señor concernientes a los hombres justos que habían sido muertos, desde Abel hasta Zacarías pudieron haber incluido a todos los mártires hasta esa época, desde el primero hasta el último. Sin embargo, leemos que hubo un Zacarías hijo de Berequías (Zac. 1:1, 7), y este Berequías era hijo de Iddo. Además, se menciona a Zacarías hijo de Iddo (Esd. 5:1); pero como sucede en otras partes de los escritos más antiguos, el nieto es llamado hijo. En el Antiguo Testamento no figura este Zacarías entre los mártires, pero las historias tradicionales (Cita de Whitby tomada del Tárgum) dicen que fue muerto en el “día de la propiciación”. Es probable que nuestro Señor se estaba refiriendo a un martirio posterior, o muy posiblemente al más reciente; y es igualmente palpable que los judíos estaban bien enterados del suceso. No es del todo improbable que haya existido una relación más completa en las Escrituras de uso corriente entre los judíos en la época de Cristo, pero que ahora se ha perdido. Véase Nota 4, página 126 de esta obra.

  10. La destrucción del templo.—“Durante treinta años o más después de la muerte de Cristo los judíos continuaron ampliando y embelleciendo los edificios del templo. Virtualmente se había completado el extenso proyecto ideado e iniciado por Herodes; el templo casi estaba terminado, y, como se manifestó poco después, listo para su destrucción. El propio Salvador había predicho su suerte definiti-vamente. Comentando las palabras de uno de los discípulos, referentes a las grandes piedras y espléndidos edificios sobre la colina del templo, Jesús había dicho: ‘¿Ves estos grandes edificios? No quedará piedra sobre piedra, que no sea derribada.’ (Marc. 13:1, 2; véase también Mateo 24:1, 2; Lucas 21:5, 6.) Esta profecía trágica tuvo un cumplimiento literal no mucho después. Durante el gran conflicto contra las legiones romanas de Tito, muchos de los judíos se refugiaron dentro de los patios del templo, con la aparente esperanza de que allí el Señor nuevamente pelearía las batallas de su pueblo y les daría el triunfo. Pero la presencia protectora de Jehová se había apartado de aquel lugar desde mucho antes, dejando a Israel para que fuera la presa del enemigo. Aun cuando Tito hubiera querido perdonar el templo, sus legionarios, enloquecidos por el calor de la batalla, empezaron la conflagración e incendiaron todo lo que podía arder. La matanza de los judíos fue atroz; miles de hombres, mujeres y niños fueron muertos sin piedad dentro de los muros, y los patios del templo literalmente se anegaron en sangre humana. Esto sucedió en el año 70 de la era cristiana, y, según Josefo, fue el mismo mes y en el mismo día del mes en que las llamas encendidas por el Rey de Babilonia consumieron el en otro tiempo glorioso Templo de Salomón. (Wars of the Jews, por Josefo, vi, 4:5, 8. Para una relación detallada y gráfica de la destrucción del templo, léanse en su totalidad los capítulos 4 y 5 de la obra citada.) De los enseres del templo Tito llevó a Roma, en calidad de trofeos de guerra, el candelero de oro y la mesa para el pan de la proposición que se hallaba en el Lugar Santo; y en el arco que se erigió en honor del general triunfante, se ven las representaciones de estas piezas sagradas. Desde la destrucción del espléndido Templo de Herodes no se ha vuelto a edificar en el hemisferio oriental ninguna otra estructura de esa naturaleza, ningún templo, ninguna Casa del Señor, a la cual se pueda aplicar el significado distintivo de estos términos.”—The House of the Lord, por el autor, págs. 61, 62.

    Josefo atribuye la destrucción del Templo de Herodes a la ira de Dios, y declara que las llamas devoradoras “comenzaron entre los propios judíos, y que ellos las ocasionaron”. El cronista considera como el instrumento de la divina venganza al soldado que aplicó la antorcha a la Casa Santa, que había permanecido intacta mientras el fuego devoraba los patios. Leemos en Wars of the Jews, vi, 4:5: “Uno de los soldados, sin esperar órdenes, sin el menor cuidado o temor por tan grave acto, impelido por cierto furor divino, tomó un objeto de los materiales que ardían, y sostenido sobre los hombros de otro soldado, le pegó fuego a una de las ventanas de oro, a través de la cual había un pasaje que conducía a las salas alrededor de la Casa Santa, por el lado norte. Al ascender las llamas, los judíos lanzaron un tremendo alarido, como correspondía a tan inmensa tragedia.