2011
El poder purificador de Getsemaní
Abril 2011


Clásicos del Evangelio

El poder purificador de Getsemaní

Bruce R. McConkie nació el 29 de julio de 1915, en Michigan, EE. UU. Se lo sostuvo como integrante del Primer Consejo de los Setenta el 6 de octubre de 1946 y fue ordenado Apóstol el 12 de octubre de 1972. Falleció el 19 de abril de 1985, en Salt Lake City, Utah. Este discurso se dio en la conferencia general del 6 de abril de 1985.

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Elder Bruce R. McConkie

Yo siento, y el Espíritu parece concordar conmigo, que la doctrina más importante que puedo declarar, y el testimonio más poderoso que puedo compartir, es el del sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo.

Su expiación fue el acontecimiento de mayor trascendencia que ha ocurrido o que jamás ocurrirá desde el alba de la Creación a través de todas las edades de una eternidad sin fin.

Es el acto supremo de bondad y gracia que solamente un dios podría realizar. Por medio de la Expiación, se pusieron en vigor todos los términos y condiciones del eterno plan de salvación del Padre.

Mediante ella, se llevan a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre, y toda la humanidad se salva de la muerte, del infierno, del diablo y del tormento eterno.

Gracias a ella, todos los que crean en el glorioso evangelio de Dios y lo obedezcan, todos los que sean verídicos y fieles, y venzan al mundo, todos aquellos que sufran por Cristo y por Su palabra, todos los que sean hostigados y azotados por la causa de Aquél a quien pertenecemos, todos llegarán a ser como su Hacedor, se sentarán con Él en Su trono y reinarán con Él para siempre en gloria sempiterna.

Para hablar de estas cosas maravillosas, usaré mis propias palabras, aunque quizás crean que son de las Escrituras, palabras pronunciadas por otros apóstoles y profetas.

Es cierto que otros las pronunciaron antes, pero ahora son mías, pues el Santo Espíritu de Dios me ha testificado que son verdaderas, y ahora es como si el Señor me las hubiera revelado a mí en primera instancia; por tanto, he escuchado Su voz y conozco Su palabra.

En el Jardín de Getsemaní

Hace dos mil años, en las afueras de Jerusalén, había un placentero jardín llamado Getsemaní adonde Cristo y sus amigos más íntimos solían ir a meditar y a orar.

Fue allí que Cristo enseñaba a Sus discípulos la doctrina del reino y donde todos ellos se comunicaban con el Padre de todos nosotros, en cuyo ministerio se encontraban y a Quien servían.

Ese lugar sagrado, al igual que el Edén que habitó Adán, al igual que el Sinaí de donde salieron las leyes de Jehová y al igual que el Calvario, donde el Hijo de Dios dio Su vida como rescate de muchos, esa tierra santa es el lugar donde el Hijo inmaculado del Padre Eterno tomó sobre Sí los pecados de todos los hombres, bajo la condición del arrepentimiento.

No sabemos, no podemos decir, ni ninguna mente mortal puede concebir la plena importancia de lo que Cristo hizo en Getsemaní.

Sabemos que sudó grandes gotas de sangre de cada poro mientras bebía las heces de aquella amarga copa que Su Padre le había dado.

Sabemos que sufrió, tanto en cuerpo como en espíritu, más de lo que a un hombre le es posible sufrir, con excepción de la muerte.

Sabemos que de alguna manera, incomprensible para nosotros, ese sufrimiento satisfizo las exigencias de la justicia, rescató las almas penitentes de los dolores y los castigos del pecado, y puso la misericordia al alcance de aquellos que creyeran en Su santo nombre.

Sabemos que quedó postrado en el suelo a causa de los dolores y de la agonía de una carga infinita que lo hicieron temblar y desear no tener que beber la amarga copa.

Sabemos que vino un ángel de las cortes de gloria para fortalecerlo en Su tribulación, y suponemos que fue el grandioso Miguel, quien inicialmente cayó para que el hombre fuese.

Hasta donde nos es posible juzgar, esa agonía infinita, ese sufrimiento incomparable, continuó durante unas tres o cuatro horas.

Su arresto, juicio y azotes

Después de eso, con el cuerpo torturado y desfallecido, se enfrentó con Judas y los otros demonios personificados, algunos del mismo Sanedrín; y lo llevaron preso con una soga al cuello, cual si fuera un criminal, para ser juzgado por los archicriminales que como judíos ocupaban el asiento de Aarón y como romanos ejercían el poder del César.

Lo llevaron ante Anás, Caifás, Pilato, Herodes, y de nuevo ante Pilato. Fue acusado, maldecido y golpeado; la saliva inmunda de sus verdugos le corría por la cara, mientras los golpes perversos debilitaban aún más Su dolorido cuerpo.

Con varas de ira le azotaron la espalda, y la sangre surcó Sus mejillas cuando le colocaron una corona de espinas en Su frente temblorosa.

Por encima de todo, lo azotaron cuarenta veces menos una con un látigo de múltiples correas de cuero en las que habían entretejido huesos afilados y metales cortantes.

Muchos morían como resultado de los azotes, pero Él se levantó de Su sufrimiento para morir ignominiosamente sobre la terrible cruz del Calvario.

Después, cargó Su propia cruz hasta tropezar por el peso, el dolor y la intensa agonía.

En la cruz

Finalmente, en un cerro llamado Calvario, que también se encontraba en las afueras de Jerusalén, mientras Sus discípulos contemplaban con impotencia al Salvador y sentían en carne propia una intensa agonía, los soldados romanos lo colgaron en la cruz.

Con grandes mazos le atravesaron los pies, las manos y las muñecas con enormes clavos. Verdaderamente fue herido por nuestras transgresiones, magullado por nuestros pecados.

Después elevaron la cruz para que todos pudieran verlo, maldecirlo y mofarse de Él; lo cual hicieron ponzoñosamente durante tres horas, desde las nueve de la mañana hasta el mediodía.

Entonces los cielos se oscurecieron y las tinieblas cubrieron la tierra durante tres horas, tal como sucedió entre los nefitas. Se desató una gran tormenta, como si el mismo Dios de la naturaleza estuviera agonizando.

Y en realidad así era, pues, colgado en la cruz durante otras tres horas, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, volvió a vivir la agonía infinita y los dolores despiadados de Getsemaní.

Y, por último, después de sufrir los estragos de la agonía expiatoria, después de ganar la victoria y de haber cumplido la voluntad del Padre en todas las cosas, dijo: “Consumado es” (Juan 19:30), y voluntariamente entregó el espíritu.

En el mundo de los espíritus

Cuando la paz y el consuelo de una muerte misericordiosa lo libró de las penas y los pesares de la mortalidad, entró en el paraíso de Dios.

Después de haber entregado Su alma como ofrenda por el pecado, estaba preparado para ver a Su linaje, según la palabra mesiánica.

Éste, que incluía a todos los santos profetas y los santos fieles de épocas pasadas; éste, que abarcaba a todos los que habían tomado sobre sí Su nombre y quienes, habiendo nacido espiritualmente de Él, se habían convertido en Sus hijos e hijas, tal como sucede con nosotros; todos ellos se hallaban congregados en el mundo de los espíritus para ver Su rostro y escuchar Su voz.

Después de aproximadamente treinta y ocho o cuarenta horas —tres días según la medida de los judíos— nuestro bendito Señor llegó a la tumba del arimateo, en donde Nicodemo y José de Arimatea habían colocado Su cuerpo parcialmente embalsamado.

Su resurrección

Luego, de una manera incomprensible para nosotros, Él volvió a tomar ese cuerpo que aún no había experimentado corrupción y se levantó en esa gloriosa inmortalidad que lo hacía semejante a Su Padre resucitado.

Entonces recibió todo el poder del cielo y de la tierra, obtuvo la exaltación eterna, se apareció a María Magdalena y a muchos más, y ascendió a los cielos para sentarse a la diestra de Dios el Padre Todopoderoso para reinar para siempre en gloria eterna.

Su resurrección de entre los muertos al tercer día fue la culminación de la Expiación. De nuevo, en una manera incomprensible para nosotros, los efectos de esa resurrección llegan a todos los hombres, de manera que todos se levantarán de la tumba.

Así como Adán trajo la muerte, Cristo trajo la vida; así como Adán es el padre de la mortalidad, Cristo es el Padre de la inmortalidad.

Y sin ambas, la mortalidad y la inmortalidad, los hombres no pueden labrar su salvación y ascender a aquellas cumbres más allá de los cielos en donde los dioses y los ángeles moran para siempre en gloria eterna.

Un conocimiento de la Expiación

Ahora bien, la expiación de Cristo es la doctrina más básica y fundamental del Evangelio; y de todas las verdades reveladas, es la que menos comprendemos.

La mayoría de nosotros tenemos un conocimiento superficial y dependemos de la bondad del Señor para ayudarnos a superar las tribulaciones y los peligros de la vida.

Pero si hemos de tener la fe de Enoc y de Elías, debemos creer lo que ellos creyeron, saber lo que sabían y vivir como vivieron.

Quisiera invitarlos a unirse conmigo para obtener un conocimiento firme y verídico de la Expiación.

Debemos dejar a un lado las filosofías de los hombres y el conocimiento de los sabios y dar oído a ese Espíritu que se nos da para guiarnos a toda verdad.

Debemos escudriñar las Escrituras y aceptarlas como la voluntad y la voz del Señor y el poder mismo de Dios para obtener la salvación.

Al leer, meditar y orar sobre estas cosas, nuestra mente percibirá una visión de los tres jardines de Dios: el de Edén, el de Getsemaní y el del sepulcro vacío en donde Cristo se le apareció a María Magdalena.

La Creación, la Caída y la Expiación

En el Edén veremos todas las creaciones en su estado paradisíaco: sin muerte, sin procreación, sin experiencias probatorias.

Llegaremos a saber que esa creación, ahora desconocida para el hombre, era el único medio que daría lugar a la Caída.

Veremos entonces a Adán y a Eva, el primer hombre y la primera mujer, descender de su estado de gloria inmortal y paradisíaca para convertirse en la primera carne mortal sobre la tierra.

La mortalidad, que incluye la procreación y la muerte, entrará al mundo; y a causa de la transgresión, dará comienzo un estado probatorio de tribulación y prueba.

Después, en el Getsemaní, veremos al Hijo de Dios rescatar al hombre de la muerte temporal y espiritual que recibió como consecuencia de la Caída.

Y finalmente, ante un sepulcro vacío, llegaremos a saber que Cristo nuestro Señor ha roto las ligaduras de la muerte y reina para siempre triunfante sobre el sepulcro.

De esta manera, la Creación es autora de la Caída; mediante ésta vinieron la mortalidad y la muerte; y por Cristo vinieron la inmortalidad y la vida eterna.

Si no se hubiera llevado a cabo la caída de Adán, la cual trajo consigo la muerte, no hubiera sido posible la expiación de Cristo, mediante la cual se obtiene la vida.

Su sangre expiatoria

Y ahora, en lo que concierne a esta Expiación perfecta, realizada mediante el derramamiento de la sangre de Dios, testifico que tuvo lugar en Getsemaní y en Gólgota. Y con respecto a Jesucristo, testifico que es el Hijo del Dios viviente y que fue crucificado por los pecados del mundo. Él es nuestro Señor, nuestro Dios y nuestro Rey. Esto lo sé por mí mismo, independiente de cualquier otra persona.

Soy uno de Sus testigos, y en un día cercano palparé las marcas de los clavos en Sus manos y en Sus pies y bañaré Sus pies con mis lágrimas.

Pero en ese momento mi conocimiento no será más firme de lo que actualmente es, de que Él es el Hijo Todopoderoso de Dios, que es nuestro Salvador y Redentor, y que la salvación se logra por Su sangre expiatoria y mediante ella, y por ningún otro medio.

Dios permita que todos andemos en la luz, tal como Dios nuestro Padre está en la luz, a fin de que, de acuerdo con las promesas, la sangre de Jesucristo, Su Hijo, nos limpie de todo pecado.

Detalle de “NO SE HAGA MI VOLUNTAD, DINO LA TUYA”, por harry anderson © Pacific Press Publishing

Detalle de Tomás, el incrédulo, por Carl Heinrich Bloch. Usado con permiso del Museo Histórico Nacional de Frederiksborg, en Hillerød, Dinamarca.