El pesar o el sufrimiento que experimentamos ante la pérdida de seres queridos, o ante otras tragedias, es una parte común de la vida terrenal. Debido a que Jesucristo ha sufrido los dolores y aflicciones de toda la humanidad, podemos recibir consuelo y ser sanados si oramos al Padre en Su nombre y confiamos en Su Expiación.

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Mientras servía como Obispo Presidente de la Iglesia, el élder Merrill J. Bateman enseñó:

“Al igual que el paralítico en el estanque de Betesda, que necesitaba a alguien más fuerte que él para ser sanado (véase Juan 5:1–9), así también nosotros dependemos de los milagros de la expiación de Cristo si nuestra alma ha de verse libre de la angustia, del pesar y del pecado. Si los padres y seres queridos desconsolados tienen fe en el Salvador y en Su plan, el aguijón de la muerte se ve mitigado, al tomar Jesús sobre Sí la angustia del creyente y consolarlo por medio del Espíritu Santo. Mediante Cristo se consuela el corazón quebrantado y la paz reemplaza a la angustia y al dolor… Como dijo Isaías, hablando del Salvador: ‘Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores… y por sus heridas fuimos nosotros sanados’ (Isaías 53:4–5).

“El profeta Alma también habló en cuanto al poder sanador de Cristo al dirigirse al pueblo de Gedeón. Refiriéndose al Salvador, Alma declaró que sufriría ‘dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo… Y sus enfermedades tomará él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia… a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo’ (Alma 7:11–12). Sea cual sea el origen del dolor, Jesús comprende y puede sanar el espíritu así como el cuerpo” (“El poder de sanar interiormente”, Liahona, julio de 1995, págs. 14–16).