2014
Prestar servicio a una extraña
Marzo de 2014


El prestar servicio en la Iglesia

Prestar servicio a una extraña

El autor vive en California, EE. UU.

Al acercarse mi partida de Corea, me sentía preocupado; ¿quién cuidaría a mi tía después de que me fuera?

Mi madre nunca aceptó el Evangelio mientras estuvo en la tierra, aun cuando yo había orado por ella y pensaba que lo aceptaría algún día. Era una mujer fuerte que se sacrificó toda la vida para mantener a nuestra familia después de la Guerra de Corea. En el primer aniversario de su muerte, mi esposa y yo fuimos al Templo de Los Ángeles a efectuar su bautismo y confirmación. El fuerte Espíritu que se sintió en la sala me confirmó que mi madre había aceptado gustosamente el Evangelio y las ordenanzas.

Antes de fallecer, me pidió que cuidara de su hermana menor que se encontraba en un hospital de Corea. Mi familia y yo vivíamos en California, EE. UU., así que, lamentablemente, no había manera de realizar el último deseo piadoso de mi madre. Entonces, inesperadamente, tuve que trasladarme a Corea del Sur por cuestiones de trabajo y estuve separado de mi familia durante un año. Aunque me preocupaba tener que vivir lejos de mi familia, también estaba ansioso por visitar a mi tía y a mi padre, que estaba hospitalizado en Corea porque padecía demencia.

Le supliqué al Padre Celestial ayuda divina para soportar vivir lejos de mi familia. Al pensar en el tiempo que pasaría en Corea, tomé la resolución de visitar a mi padre, a mi tía e ir al templo todas las semanas, así como de orar por mi familia todos los días.

En Corea, el obispo de mi nuevo barrio me llamó para ser el presidente de los Hombres Jóvenes y el maestro de Doctrina del Evangelio. Había una gran distancia entre mi barrio y los hospitales donde estaban internados mi padre y mi tía, y yo tenía un trabajo sumamente riguroso; sin embargo, mi Padre Celestial me bendijo con fortaleza y vigor para magnificar mis llamamientos y mantenerme fiel a mis decisiones.

Poco después de que empecé a visitar a mi tía, me di cuenta de que raras veces tenía visitas. Decidí ir a recogerla y que se quedara conmigo los fines de semana en el hotel, ya que tenía una habitación extra. Sin embargo, había un problema: ¿debía llevarla conmigo a la Iglesia los domingos? Pensé que no estaría interesada en las reuniones ni las entendería y que tendría que esperar varias horas hasta que yo terminara con mis reuniones y otros deberes. Sin embargo, por alguna razón, sentí que debía llevarla.

Ese domingo la llevé conmigo y, como me imaginaba, tuvo que esperarme. Después de mis reuniones, la llevé de nuevo al hotel para que comiera. Me di cuenta de que tenía una bolsa en la mano y le pregunté qué era; dijo que una hermana le había dado un bocadillo.

Cada vez que yo tenía cosas que hacer después de las reuniones, esa hermana, que no conocía a mi tía, siempre le ofrecía algo de comer. Una semana, durante mi lección de la Escuela Dominical, una voz conocida se ofreció para leer un pasaje de las Escrituras; nunca imaginé que mi tía se ofrecería a leer, pero una amable hermana que estaba sentada a su lado la animó para que leyera frente a la clase. Aunque no le era fácil relacionarse con la gente por el tiempo que había estado sola en el hospital, todos los miembros la saludaron amablemente y conversaron con ella.

Todos los domingos por la tarde la llevaba de nuevo al hospital y le prometía que la recogería el fin de semana siguiente; eso siempre la hacía sonreír.

Un día, un amigo me expresó la preocupación que tenía de que iba a ser muy difícil para mi tía cuando yo me fuera de Corea y ya no la visitara más. A medida que se acercaba mi fecha de partida, tenía sentimientos encontrados: me sentía feliz porque pronto me reuniría con mi familia, pero a la vez me sentía afligido y triste por dejar sola a mi tía.

Finalmente, le expliqué que ya no podría visitarla tan seguido; ella permaneció en silencio unos momentos, obviamente desilusionada; después trató de recobrar la calma y preguntó si podría visitarla otra vez en un año. Comencé a llorar y desesperadamente le pedí a mi Padre Celestial que ayudara a aquella mujer.

El último domingo que estuve en Corea, el obispo preguntó si los miembros del barrio podrían recoger a mi tía y llevarla a la Iglesia. Dijo que varios miembros estaban dispuestos a visitarla con regularidad, y que eran tantos que iban a tener que organizarse y tomar turnos para hacerlo. ¡Yo no podía creer tal ofrecimiento! Fue la respuesta inesperada a mis oraciones desesperadas.

Ya que los miembros vivían muy lejos del hospital donde estaba mi tía, me ofrecí a dejar dinero para cubrir los gastos del viaje, pero los miembros se negaron a aceptarlo. Dijeron que se turnarían para visitarla una vez al mes, pero más tarde me enteré de que en realidad la visitaban cada semana. Una fiel hermana la recoge todos los viernes para asistir a instituto y almorzar juntas; incluso la llevó a un salón de belleza para que le cortaran el cabello. Otra hermana, una madre sola con dos hijos adolescentes, se ofreció para recogerla todos los domingos por la mañana; ella le cocina, la lleva a caminar y escuchan música juntas. Sin embargo, lo más importante es que trata de ser su amiga, y mi tía por fin se ha abierto y conversa cómodamente con ella y con otros miembros. Todos los domingos por la tarde, después de su largo día de reuniones y otros deberes de la Iglesia, el obispo recoge a mi tía de casa de algún miembro para llevarla de nuevo al hospital; y cada jueves me envía un correo electrónico para informarme del servicio celestial que le prestan a mi tía.

Creo que mi madre vio las acciones de los fieles Santos de los Últimos Días que prestan servicio a su hermana menor; y ahora sé, más claramente que nunca, por qué llamamos a los miembros de nuestra Iglesia “hermanos” y “hermanas”.