Historia de la Iglesia
“En verdad fuimos preservados”


“En verdad fuimos preservados”

Cuando Martín Guillermo Rivas tenía trece años, su padre murió de cáncer. “A partir de ese momento”, dijo Martín, “el mundo cambió completamente para nosotros”. La madre de Martín, Leticia, se hizo cargo de él y de sus cinco hermanos, pero tuvieron dificultades económicas.

En 1976, Leticia alquiló una habitación a dos misioneros Santos de los Últimos Días. Ese mismo año, la familia se unió a la Iglesia. “Creo que el hecho de haber conocido el Evangelio”, dijo Martín, “literalmente nos salvó la vida”.

Leticia hizo hincapié en la importancia de la educación para sus hijos. El padre de Martín quería que se convirtiera en médico y que dedicara tiempo a cuidar de los pobres. Martín no tenía los recursos para asistir a la escuela de medicina y, en cambio, siguió una carrera en Contabilidad.

Leticia también enseñó a sus hijos a pagar el diezmo cuando era difícil hacerlo. Ellos le preguntaron: “¿Por qué hay que pagar el diezmo si sabes que necesitamos zapatos?”. Ella respondió que sabía que si pagaba el diezmo nunca les faltaría comida en su casa. Martín relacionó la lección de su madre con los tiempos difíciles que enfrentaron los nicaragüenses y la Iglesia local durante y después de la guerra civil de 1979. “Se requería mucha fe de los miembros”, dijo él.

Mientras vivían en Bello Horizonte, Martín y otros jóvenes vigilaban la capilla local, aunque los líderes les dijeron que no se resistieran si una turba intentaba usar la violencia. Una noche, Martín estaba en la capilla cuando llegó uno de esos grupos y lo echaron a él y a los otros jóvenes.

En esa época, los misioneros extranjeros que prestaban servicio en Nicaragua fueron enviados a casa y los miembros locales se hicieron cargo de la obra. Martín prestó servicio como misionero local. Una noche regresaba a casa cargando un voluminoso proyector y se alarmó cuando un vehículo de la Guardia Nacional se le acercó por detrás. Martín estaba sobresaltado porque la Guardia Nacional había estado asesinando a jóvenes que encontraban en las calles dado que sospechaban que eran guerrilleros. El enorme proyector podría verse como explosivos, lo que haría que Martín pareciera una gran amenaza.

Los faros del automóvil proyectaron su sombra en la pared. “No era mi sombra; era la sombra de un adulto y me di cuenta de que por eso no me detuvieron”.

Leticia y Martín también estaban preocupados por el servicio militar obligatorio del Gobierno nicaragüense para los jóvenes en ese momento. No querían que Martín y sus hermanos lucharan en lo que consideraban un conflicto fratricida. Durante un tiempo, se escondieron del llamado al servicio, pero con el tiempo la presión de los oficiales militares se intensificó, lo que provocó que despidieran a Martín del trabajo y la familia se mudó para evitar a los informantes del vecindario.

Cuando el élder Gene R. Cook y el élder Richard G. Scott, del Primer Cuórum de los Setenta, pasaron la noche en la casa de los Rivas durante una visita, Leticia le preguntó al élder Scott qué pensaba que debían hacer. Él prometió a Leticia y a sus hijos que, si prestaban servicio en el ejército y eran obedientes a los mandamientos, sobrevivirían. La promesa se cumplió. “En verdad fuimos preservados”, dijo Martín.