2002
Envuelta en el amor de mi madre
diciembre de 2002


Envuelta en el amor de mi madre

Cuando tenía tres o cuatro años de edad, mi madre era la presidenta de la Sociedad de Socorro del barrio. Parecía que parte de su responsabilidad era estar haciendo siempre un acolchado en casa. En cualquier momento solía haber hermanas que entraban y salían de nuestro sótano para trabajar en el acolchado por un rato. A menudo mi madre me entregaba una aguja con hilo y me dejaba “coser” con las hermanas. (Mis toscas puntadas eran descosidas pacientemente cuando yo no estaba cerca.) Me encantaban esos momentos y de joven aprendí a disfrutar hacer acolchados y de la Sociedad de Socorro.

Mi madre falleció repentinamente cuando yo tenía apenas cinco años, y no fue sino hasta muchos años más tarde que descubrí que me había dejado un gran regalo de amor. Siempre recordaré la Navidad en que cumplí diecinueve años, porque fue cuando recibí el regalo más preciado de mi madre, aunque hubiera fallecido catorce años antes.

Yo no lo había sabido, pero antes de fallecer, mi madre preparó dos acolchados especiales, uno para mi hermano mayor y otro para mí. Para ello había reunido pequeños retales de nuestros vestidos y camisas y los había cosido de manera que formaran un lindo diseño, pero había fallecido antes de poder terminarlos.

Cuando cumplí diecinueve años, mi hermana mayor creyó que había llegado el momento de terminar los edredones para mi hermano y para mí, y pidió a la Sociedad de Socorro del barrio que los completaran. Las hermanas cosieron las difíciles puntadas sin saber lo mucho que eso le habría complacido a mi madre.

El día de Navidad, cuando recibí el acolchado, amé el regalo con todo mi corazón, pero no tenía ni idea de lo mucho que llegaría a significar para mí.

Pasaron los años, me casé e inicié mi propia familia. Guardé mi acolchado envuelto en una bolsa de plástico dentro de un armario para protegerlo y evitar que se desgastara. Un día lo saqué y me hallaba admirándolo cuando uno de mis hijitos entró en el cuarto y me preguntó dónde había conseguido el acolchado. Le expliqué que la abuela Brown lo había preparado para mí antes de morir.

“¿Quién es la abuela Brown?”, preguntó mi hijo pequeño.

Cuánto me dolía que mis hijos no hubieran conocido a la madre que tanto aprecié. Me dolía que ella no pudiera rodearlos con sus brazos y decirles que les amaba con su manera amable y tierna. Le expliqué una vez más a mi hijo que la abuela Brown, mi madre, era alguien especial que estaba en el cielo y que lo amaba.

“¿Por qué tienes tú ese acolchado, mamá?”, me preguntó.

De repente me di cuenta. Supe exactamente por qué tenía el acolchado. Lo desdoblé y envolví el pequeño cuerpo de mi hijo con él. “Tengo este acolchado para que la abuela Brown te pueda abrazar aunque esté en el cielo”, dije.

Una gran sonrisa se dibujó en su rostro y pude ver que ésta era la mejor respuesta que podía haberle dado.

Desde entonces, el acolchado ha salido más a menudo del armario. Siempre que un miembro de la familia está dolido, triste o necesita una porción adicional de amor, el acolchado es una gran fuente de consuelo. Me encanta tocarlo, sabiendo que también lo han tocado las manos de mi madre.

Han pasado muchos años y ahora sé hacer bien los acolchados. Mis hermanas y yo hemos pasado muchas horas juntas haciendo acolchados y hablando sobre nuestra madre, y como yo soy la más joven, ellas me cuentan historias de ella para ayudarme a conocerla mejor. Pero no importa cuántos relatos oiga, nada nos ha ayudado más a mí y a mis hijos a volver el corazón hacia mi madre que el acolchado que recibí la Navidad en que cumplí diecinueve años.

Bonnie Danielson es miembro del Barrio Rancho del Mar Park, Estaca Alma, Chandler, Arizona.