2006
Los cantos de los justos
Julio de 2006


Los cantos de los justos

Algunos miembros hablan de cómo los himnos han llevado paz y valor a sus corazones en momentos de dificultad.

Un firme cimiento en la jungla

Los años de 1998 y 1999 fueron una época de eventos sombríos en el Congo. Huí de mi aldea por causa de la guerra y pasé más de siete meses viajando por la jungla con un grupo de personas de esa aldea. No teníamos cómo volver a casa.

Cada noche, los de nuestro grupo orábamos y cantábamos juntos. Nos turnábamos para sugerir un himno y cuando me llegó el turno, sugerí “Qué firmes cimientos” (Himnos, Nº 40). Aunque nadie más lo conocía, creí que era la respuesta exacta a nuestros temores.

Canté “Qué firmes cimientos” muchas veces durante aquellos siete meses; me consoló en los momentos de aislamiento y sufrimiento cuando la vida era tan difícil con el hambre y la enfermedad que padecí en la jungla. Lo canté yo solo, pero la letra y la música penetraron el oído y el corazón de los demás: “En vida o muerte, salud o dolor, / a ricos y pobres que tengan su luz, / en mar o en tierra, en todo lugar… / de todo peligro os libra Jesús”. Debido a estas palabras, otras personas me dijeron que deseaban saber más de la Iglesia.

Uno de los hombres del grupo era el líder de una iglesia en nuestro país y después de volver a la aldea, ese hermano me dijo que quería aprender más del Evangelio. Yo le respondí, siguiendo el ejemplo de Alma, en Mosíah 18 (véanse los versículos 8–10) y al final terminó por unirse a la Iglesia.

El himno “Qué firmes cimientos” me llegó al alma y me brindó gran gozo y consuelo mientras estaba en la jungla, y aún hoy me sigue trayendo gran gozo al saber que ayudó a un buen hermano a unirse a la Iglesia.

Thierry Alexis Toko, República de Congo

Los himnos alivian mi alma

Los himnos sagrados me daban paz incluso antes de unirme a la Iglesia. Me convertí al Evangelio mucho antes de bautizarme. Mis padres me obligaron a esperar hasta cumplir 18 años y ser legalmente mayor de edad. Les agradecí su preocupación por mí, pero era una situación difícil. Soñaba con tener una familia Santo de los Últimos Días que estudiara las Escrituras, que llevara a cabo la noche de hogar y que compartieran sus testimonios unos con otros. Deseaba que mi madre me preguntara por el Progreso Personal de las Mujeres Jóvenes, en vez de ridiculizarme por no tomar té. Anhelaba que mi padre entendiera que mi deseo de unirme a la Iglesia verdadera de Dios era un deseo sincero y no fanático. A medida que soportaba las críticas, entendí que las tribulaciones eran una prueba de mi fe; sin embargo, seguía con el corazón apesadumbrado.

Frustrada y cansada, fui a una conferencia de estaca tan sólo 43 días antes de cumplir los 18 años. Al sentarme en la sala repleta de rostros amigables, de inmediato sentí el Espíritu. En ese momento, encontré mi refugio. Entre los discursos, los misioneros de tiempo completo cantaron “Amad a otros” (Himnos, Nº 203), primero en inglés y luego en chino. No entendí la letra en inglés y apenas conocía a los misioneros, pero me sentía profundamente conmovida. El himno parecía describir a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, donde los miembros ciertamente se aman y se preocupan los unos por los otros. En la Iglesia me sentía como en casa: la gente me amaba y me apoyaba.

Ahora soy miembro de la Iglesia y sigo enfrentando pruebas parecidas, pero cuando me siento desanimada y sola, canto himnos y mi corazón se consuela. Los himnos sacian mi corazón sediento y nutren mi alma hambrienta. Me brindan paz cuando estoy cansada y me dan valor para seguir adelante. Me hacen saber que Dios sabe quién soy y que Él me ama.

Wen Siuan Wei, Taiwán

Los himnos me condujeron al bautismo

El 28 de octubre de 2000, me trasladé a una casa situada detrás de un centro de reuniones de los Santos de los Últimos Días. Aquella noche, mientras ordenaba mis cosas, vi que había actividad en el edificio. Como no estaba acostumbrada a tanto ruido por la noche, al principio estaba molesta, pero luego una mujer de la Iglesia vino y me invitó a la actividad. Como yo pertenecía a otra religión, rechacé la invitación y le dije que no quería mezclar mis creencias con otras ajenas. Durante la actividad, oí a los miembros de la Iglesia cantar himnos y descubrí que la música era muy bonita.

El domingo me levanté temprano y fui a mi iglesia; pero al volver a casa, vi que el centro de reuniones estaba repleto de gente y nuevamente oí los himnos. La música era muy bella y sentí algo que me conmovió en lo profundo de mi corazón. Por la tarde, de nuevo había gente en la capilla, pero esa vez apagué la televisión y presté atención a la música.

Me acerqué a la ventana mientras cantaban y sentí algo especial, una gran paz en el corazón. Quería salir al jardín para sentirme más cerca de ellos; era tanta la emoción que comencé a llorar.

Mi hija y yo salimos a caminar afuera. Un caballero salió de la iglesia, me miró y nos invitó a asistir a un bautismo. Al principio dije que no, pero luego sentí que debía ir. Llamé a mi hija, pero ella no quería ir. Aun así, no me resistí y mi hija terminó por acompañarme al bautismo. Estaba conmovida y sentí la influencia del Espíritu. El 10 de diciembre de 2000 mi hija y yo nos bautizamos en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Los himnos cambiaron mi vida. Yo era una persona terriblemente triste y ahora soy feliz. Me siento agradecida por los himnos que alaban al Señor y le expresan amor. Ellos me condujeron al bautismo.

Carmelinda Pereira da Silva, Brasil

Una hija de Dios

Servía como misionera en Seúl, Corea del Sur, y acababa de ser trasladada a una nueva área. La vibrante ciudad de millones de personas me resultaba sobrecogedora y mi coreano aún distaba mucho de ser fluido, pero sabía que estaba donde el Señor deseaba que estuviera.

Un día, mi compañera y yo tuvimos la bendición de encontrarnos con un miembro que no había ido a las reuniones de la Iglesia por años. Su padre acababa de fallecer y tenía gran necesidad de consuelo espiritual y emocional. La visitamos en su casa, pero no entendí casi nada de la conversación.

Una noche, a eso de las 3 de la mañana, sonó el teléfono. Cuando contesté, al principio no entendí lo que la mujer me decía. Parecía preocupada, pero yo no sabía cómo ayudarla ni qué decirle.

Comencé a orar en silencio y mientras lo hacía, reconocí la voz de la mujer y me di cuenta de que era la hermana menos activa a la que había conocido hacía poco. Aunque no la entendía del todo, percibí que se sentía sola y que necesitaba saber que se le amaba. Pero, ¿cómo decírselo? No era capaz de encontrar las palabras en mi idioma, y mucho menos en coreano.

De repente recordé que había memorizado las palabras del himno “Soy un hijo de Dios” (Himnos, Nº 196) en coreano. Cuando la hermana cesó de hablar, le pregunté muy despacio si podíamos cantar un himno juntas. Me dijo que sí. Mientras cantábamos, tuve un maravilloso sentimiento de paz y consuelo; era como si nuestro Padre Celestial estuviera abrazándonos a las dos, recordándonos que nos amaba y que siempre podríamos contar con Él cuando lo necesitáramos.

Al terminar de cantar, la hermana me dijo que iba a estar bien y nos despedimos. Yo volví al dormitorio, sorprendida de que el Espíritu aún estuviera en mi corazón. Me sentía muy agradecida por saber que cuando una hija de Dios pide ayuda en la oscuridad de la noche, nuestro Padre Celestial siempre acudirá para darla.

Diantha Smith, Utah, E.U.A.

Un espíritu de paz en los momentos de dificultad

Mi familia se unió a la Iglesia en 1977, cuando yo tenía 11 años. En aquel entonces, había una incipiente y violenta guerra civil en nuestro país, El Salvador. La situación política era delicada y había constantes enfrentamientos armados entre el ejército y los rebeldes, lo que obligó al gobierno a decretar el toque de queda a las 6 de la tarde para todos los ciudadanos. No había libertad de asamblea ni de expresión, y nos sentíamos amenazados tanto por el ejército como por los rebeldes.

Esos hechos provocaron que muchas personas buscaran maneras de emigrar a donde pudieran, y mi familia no fue una excepción. Mi padre aceptó una oferta de empleo en Venezuela, con la esperanza de alejarnos del peligro. Durante un tiempo, mi madre quedó a cargo de la familia.

La guerra también supuso una piedra de tropiezo para la Iglesia. El mismo vuelo en el que mi padre partió para Venezuela se llevó a los últimos 15 misioneros de El Salvador, con lo que se terminó cualquier oportunidad de recibir a los mensajeros del Evangelio de Jesucristo por mucho tiempo.

A finales de 1979, nosotros y otros miembros de la Iglesia, en especial los jóvenes, comenzamos a trabajar en la obra misional por nuestra cuenta. Organizamos coros pequeños y cantábamos en la calle para ofrecer esperanza a la gente; fue así como hallamos a muchas personas deseosas de conocer el Evangelio.

Mientras tanto, aprendimos a vivir con el peligro. Siempre que se producían ataques o bombardeos, nos echábamos al suelo y esperábamos que todo terminara pronto. Mamá nos cubría con colchones para protegernos. Lo que nos infundía paz en esos momentos eran los himnos. Tirados sobre el suelo, sosteníamos los himnarios y mamá nos animaba a cantar “¡Oh, está todo bien!” (Himnos, Nº 17), “Qué firmes cimientos” (Nº 40), “La oración del Profeta” (Nº 14), “Bandera de Sión” (Nº 4), “Oh mi Padre” (Nº 187), “Asombro me da” (Nº 118) y muchos otros que nos consolaban durante la adversidad. A veces llorábamos a causa de la tensión, pero los himnos nos daban el valor de enfrentar aquella terrible situación.

Tiempo después, papá logró llevarnos a todos a Venezuela, donde comenzamos una nueva vida. Dimos gracias a nuestro Padre Celestial por mantenernos juntos y con vida. Por medio de esa experiencia, aprendí que los himnos contribuyen a gozar de un espíritu de paz en los momentos de dificultad.

Ana Gloria Hernández, de Abzuela, Venezuela