2008
Necesitaba una bendición
Febrero de 2008


Necesitaba una bendición

En febrero de 2005 estaba a punto de terminar la fase final de la academia de candidatos a oficiales de las fuerzas armadas en los bosques invernales de Alabama, donde pasamos días y noches perfeccionando tácticas para pelotones de infantería a temperaturas bajo cero. Una noche determinada cayó incesantemente un aguacero helado mientras mis compañeros candidatos a oficiales y yo intentábamos levantar un campamento para guarecernos esa noche.

Me sentía con el ánimo por los suelos; tenía las manos y los pies congelados y cualquier movimiento me causaba dolor. Estaba empapado de pies a cabeza y no dejaba de temblar. Por si eso fuera poco, temía estar contrayendo pulmonía, enfermedad que ya había padecido varias veces.

Pensé en desertar, pero entonces recordé el ejemplo de los pioneros de los carros de mano, quienes jamás se dieron por vencidos a pesar de tenerlo todo en su contra. Decidí que terminaría mi entrenamiento. Mi familia y yo habíamos sacrificado demasiado como para abandonar mi meta de convertirme en oficial. Oré a mi Padre Celestial para que me diera fuerzas para seguir adelante.

Esa noche no concilié el sueño y al día siguiente me sentía mucho peor. Estaba exhausto. Las horas de entrenamiento que pasé a la intemperie no hicieron nada para aliviarme ni el dolor ni la tos. Uno de los instructores se percató de mi situación y me mandó pasar un par de horas en la tienda de campaña templada.

Mientras me encontraba descalzo en el barro colgando mi ropa mojada, añoraba una bendición del sacerdocio. De repente se abrió la portezuela de tela de la tienda y entraron dos candidatos a oficiales. Comencé a conversar con uno de ellos, Scott Lundell, y terminamos hablando de viajes por otros países. Scott me dijo que había estado un par de años en las Filipinas antes de unirse al ejército. En ese instante, el Espíritu me hizo sentir que Scott era un ex misionero.

“¿Y qué fuiste a hacer allá?”, le pregunté.

“Cosas religiosas”, me contestó.

“¿Eres miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días?”, le pregunté.

“Sí”, dijo.

“Yo también”, agregué.

Nos estrechamos la mano y le pregunté si podría darme una bendición. De inmediato accedió, y yo me arrodillé en el barro. ¡Pronunció la bendición y sané de inmediato! Recuperé las fuerzas y dejé de toser: la enfermedad había desaparecido. Terminé el entrenamiento y un mes más tarde fui ascendido a oficial.

Ciertamente, nuestro Padre Celestial se acuerda de cada uno de nosotros y nos bendice a Su manera cuando ejercemos fe en Él. Él nos sostendrá aun en los momentos más difíciles.

Scott Lundell murió en combate en Afganistán el 25 de noviembre de 2006. No lo conocía muy bien, pero su muerte me afectó profundamente. Nuestro Padre Celestial me lo envió en un momento crítico de mi vida. Jamás lo olvidaré y siempre recordaré aquella bendición especial que recibí de un digno poseedor del sacerdocio.