2003
Ha resucitado
abril de 2003


Mensaje de la Primera Presidencia

Ha resucitado

Una vez, un visitante me preguntó: “¿Qué puntos de interés puedo visitar mientras esté en Salt Lake City?”. Sin pensarlo mucho, le sugerí una visita a la Manzana del Templo, un recorrido por las montañas cercanas, un paseo a la mina de cobre Bingham y quizá ir a nadar al Gran Lago Salado. El temor a que me fuera a interpretar mal me contuvo de añadir: “¿Ha considerado la idea de pasar una hora o dos en uno de nuestros cementerios?”. No le dije que cada vez que viajo, intento visitar el cementerio local. Es un tiempo de meditación, de reflexión sobre el significado de la vida y de la certeza de la muerte.

Mayor amor

Recuerdo que en el pequeño cementerio del pueblo de Santa Clara, Utah, predominan los apellidos suizos que adornan las gastadas lápidas. Muchas de esas personas dejaron su hogar y su familia en la fértil Suiza, como respuesta al llamado “Venid a Sión”, para establecer las comunidades donde ahora “descansan en paz”. Sobrevivieron a las inundaciones de la primavera, las sequías del verano, las escasas cosechas y las arduas tareas del campo, y nos dejaron un legado de sacrificio.

Los cementerios más grandes, y en muchos aspectos los que evocan las emociones más tiernas, son aquellos en los que descansan los restos de los hombres que murieron en las guerras mientras vestían el uniforme de su patria. Uno piensa en los sueños destrozados, las esperanzas que nunca se cumplieron, los corazones llenos de dolor y las vidas prematuramente truncadas por la afilada guadaña de la guerra.

Hectáreas de blancas e idénticas cruces en Francia y Bélgica acentúan el terrible número de los que cayeron en la Primera Guerra Mundial. La ciudad de Verdún, en Francia, es en realidad un gigantesco cementerio. Cada primavera, cuando los agricultores aran la tierra, descubren un casco aquí, cañones de fusiles más allá, tétricos recordatorios de los millones de hombres que literalmente bañaron el suelo con su sangre.

Una visita a Gettysburg, Pensilvania, y a otros campos de batalla de la Guerra Civil de los Estados Unidos marcan ese conflicto donde lucharon hermano contra hermano. Algunas familias perdieron sus granjas y otras posesiones. Una familia lo perdió todo. Permítanme compartir con ustedes la memorable carta que el presidente Abraham Lincoln escribió a la señora Lydia Bixby:

“Estimada señora:

“Se me ha mostrado en los archivos del Departamento de Guerra una declaración del General Adjunto de Massachussets en cuanto a que usted es la madre de cinco jóvenes que perdieron la vida gloriosamente en el campo de batalla. Lamento lo débiles e inútiles que serán mis palabras para tratar de disipar el dolor de tan abrumadora pérdida, pero no puedo contener el deseo de extenderle el consuelo que se puede encontrar en el agradecimiento que hacia ellos tiene la república por la cual murieron. Oro para que nuestro Padre Celestial mitigue la angustia de su aflicción y le deje el querido recuerdo de los amados hijos que ha perdido y el justo orgullo que debe tener por haber ofrecido un sacrificio tan costoso sobre el altar de la libertad.

“Atenta y respetuosamente,

“Abraham Lincoln”1.

Una caminata por el cementerio Punchbowl de Honolulu, o el Cementerio Memorial del Pacífico, de Manila, nos recuerda que no todos los que murieron durante la Segunda Guerra Mundial fueron sepultados en verdes y silenciosos campos. Muchos se perdieron bajo las olas de los océanos en los cuales navegaron y perecieron.

Entre los miles de soldados que cayeron en el ataque a Pearl Harbor había uno que se llamaba William Ball, de Fredericksburg, Iowa. Lo que lo distingue de los muchos otros que murieron ese día de 1941 no fue ningún acto especial de heroísmo, sino la trágica cadena de acontecimientos que su muerte ocasionó en su ciudad natal.

Cuando los amigos de la infancia más queridos de William, los cinco hermanos Sullivan, del pueblo cercano de Waterloo, supieron de su muerte, marcharon juntos y se alistaron en la marina. Los Sullivan, que deseaban vengar la muerte de su amigo, insistieron en permanecer juntos, y se les concedió su deseo. El 14 de noviembre de 1942, el barco en el cual servían estos hermanos se hundió durante una batalla frente a las costas de Guadalcanal, en el Pacífico Sur.

Pasaron casi dos meses antes de que la señora Sullivan recibiera la noticia; ésta no llegó por medio de un telegrama como es lo acostumbrado, sino que se envió a un mensajero especial para comunicarle que se consideraba a sus cinco hijos perdidos en acción en el Pacífico Sur y se presumía que habían muerto. Los cuerpos nunca se encontraron.

Una única frase pronunciada por una sola persona les da el epitafio más apropiado: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos”2.

“Dolor no, sino gratitud”

Con frecuencia no se habla de la influencia tan profunda que una persona tiene en la vida de otras personas y en ocasiones es poco lo que se conoce de ella. Tal fue el caso de la maestra de un grupo de jovencitas de doce años de la clase de Abejitas de la Mutual. No tuvo hijos propios, aunque ése era su mayor anhelo y el de su esposo, si bien demostró su amor por medio de la gran devoción con que enseñó las verdades eternas y las lecciones de la vida a esas jovencitas. Sin embargo le sobrevino una enfermedad y falleció. Tenía sólo 27 años.

Cada año, el día de los muertos, las alumnas iban a visitar la tumba de su querida maestra. Al principio eran siete, después cuatro, luego dos, y finalmente sólo una continuaba las visitas anuales y colocaba allí un ramo de lirios como símbolo de su corazón agradecido. Más tarde esta última alumna también llegó a ser maestra de jovencitas y no me maravilla el porqué de su éxito, ya que es la imagen de la maestra en quien se inspiró. La vida de aquella maestra, las lecciones que enseñó, no están enterradas en la tumba, sino que viven en los caracteres que ayudó a esculpir y en las vidas que sin egoísmo enriqueció. Nos recuerda a otro gran Maestro, el Señor, que en una ocasión escribió con el dedo un mensaje en la arena.3Los vientos borraron para siempre lo escrito, pero no la vida que Él vivió.

“Todo lo que sabemos acerca de aquellos a quienes hemos amado y perdido”, escribió Thorriton Wilder, “es que desearían que recordásemos intensamente la realidad de su existencia… El mayor tributo que podemos dar a los muertos no es el luto, sino la gratitud”.

Los Keller

Hace años, en el hermoso valle de Heber, al este de Salt Lake City, una madre amorosa y un padre devoto regresaron al refugio de su hogar y encontraron a sus tres hijos mayores muertos. La noche era demasiado fría y el viento feroz había arremolinado la nieve que caía y que cubrió la chimenea, haciendo que los gases del venenoso monóxido de carbono invadieran toda la casa.

El funeral de los hijos de los KeIler fue una de las experiencias más conmovedoras de mi vida. Los habitantes de la comunidad dejaron a un lado sus tareas cotidianas, los niños no asistieron a la escuela, y todos se congregaron en el centro de reuniones para expresar a la familia un sincero y sentido pésame. Hasta el último día en que tenga uso de razón recordaré la escena, con los tres brillantes féretros seguidos por los angustiados padres y abuelos que caminaron hasta el frente del edificio.

El primer orador fue el entrenador de lucha libre de la escuela secundaria local, quien rindió tributo a Louis, el mayor de los chicos. Con voz llena de emoción y tratando de contener las lágrimas, dijo que el muchacho no era el luchador de más talento en el equipo. “Pero”, añadió, “ningún otro se esforzaba más que él. Compensaba las deficiencias atléticas con un corazón rebosante de determinación”.

Después, uno de los líderes de los jóvenes habló de Travis, comentando la manera en que se había distinguido en el programa de escultismo y en su trabajo en el Sacerdocio Aarónico y que era un ejemplo valioso para sus amigos.

Finalmente, una distinguida y claramente competente maestra de escuela primaria habló de Jason, el más joven de los tres. Lo describió como un muchacho tranquilo, incluso tímido. Y luego, sin avergonzarse, habló de cómo Jason le había enviado, con la caligrafía propia de un niño, la carta más dulce y deseada que jamás había recibido. Su mensaje era breve, tan sólo dos palabras: “La amo”. Tan intensa era la emoción que apenas pudo terminar su discurso.

A través de las lágrimas y el pesar de aquel día especial, pude percibir las lecciones eternas que habían enseñado aquellos muchachos cuyas vidas se honraban ahora y cuyas misiones terrenales habían concluido:

Un entrenador expresó la determinación de mirar más allá de las proezas deportivas hacia el corazón de cada joven. Un líder juvenil prometió solemnemente que cada joven y jovencita se beneficiaría del programa que ofrece la Iglesia. Una maestra de escuela primaria miró a los compañeros de clase de Jason. No dijo nada, pero sus ojos revelaban la determinación de su alma. El mensaje era inequívocamente claro: “Amaré a cada niño; cada jovencito recibirá guía en su búsqueda de la verdad, en el desarrollo de su talento y será introducido al maravilloso mundo del servicio”.

Cada uno de los presentes no pudo volver a ser el mismo. Todos se esforzarían por alcanzar esa perfección de la que habló el Maestro. ¿Nuestra inspiración? Las vidas de los muchachos que ahora descansan de la preocupación y del pesar, y la fortaleza de unos padres que confían en el Señor de todo corazón, que no se apoyan en su propio entendimiento y que le reconocen en todo lo que hacen, sabiendo que Él dirigirá sus caminos4.

Permítanme compartir con ustedes parte de una carta que me envió la noble madre de esos tres hijos, la cual escribió poco después del fallecimiento de los mismos:

“Tenemos días y noches que, de momento, parecen muy sobrecogedoras. El cambio en nuestra vida ha sido drástico. Con la ausencia de casi la mitad de nuestra familia, hacer la comida, lavar la ropa o el mero hecho de hacer la compra son ahora actividades muy diferentes. Echamos de menos el ruido y la algarabía, las pequeñas peleas y el jugar juntos. Todo eso se ha ido. El domingo no es sino silencio. Echamos de menos ver a nuestros hijos repartir la Santa Cena. En verdad, el domingo era el día para estar juntos como familia. Reflexionamos en que no habrá misiones, ni bodas, ni nietos. No estamos pidiendo que se nos devuelvan, pero tampoco podemos decir que los habríamos entregado de buena gana. Hemos vuelto a nuestras tareas en la Iglesia y recuperado las responsabilidades familiares. Deseamos vivir de tal modo que la familia Keller sea una familia eterna”.

A los Keller, los Sullivan y a todo el que haya amado y perdido: permítanme compartir con ustedes la convicción de mi alma, el testimonio de mi corazón y las verdaderas experiencias de mi vida.

La muerte, un nuevo capítulo de la vida

Sabemos que todos vivimos en el mundo de los espíritus con nuestro Padre Celestial. Entendemos que hemos venido a la tierra a aprender, a vivir, a progresar en nuestra jornada eterna hacia la perfección. Algunos permanecen en la tierra por un instante, mientras que otros viven largos años. La medida no reside en cuánto vivamos, sino en cómo lo hagamos. Entonces nos sobreviene la muerte y comienza así un nuevo capítulo de la vida. ¿Y a dónde nos conduce este capítulo?

Hace muchos años me hallaba sentado en el costado de la cama de un hombre joven, padre de dos hijos, que se debatía entre la vida y el más allá. Me tomó la mano, me miró a los ojos y me dijo suplicante: “Obispo, sé que voy a morir. Dígame qué le sucederá a mi espíritu cuando muera”.

Oré en busca de guía divina antes de intentar responder y mi atención se dirigió al Libro de Mormón que estaba en la mesilla de noche. Tomé el libro en la mano y providencialmente lo abrí en el capítulo 40 de Alma. Y empecé a leer en voz alta:

“Y ahora bien, hijo mío, he aquí algo más que quisiera decirte, porque veo que tu mente está preocupada con respecto a la resurrección de los muertos…

“Ahora bien, respecto al estado del alma entre la muerte y la resurrección, he aquí, un ángel me ha hecho saber que los espíritus de todos los hombres, en cuanto se separan de este cuerpo mortal, sí, los espíritus de todos los hombres, sean buenos o malos, son llevados de regreso a ese Dios que les dio la vida.

“Y sucederá que los espíritus de los que son justos serán recibidos en un estado de felicidad que se llama paraíso: un estado de descanso, un estado de paz, donde descansarán de todas sus aflicciones, y de todo cuidado y pena”5.

Mi joven amigo cerró los ojos, expresó un agradecimiento sincero y se fue silenciosamente al paraíso del que habíamos hablado.

La victoria sobre la tumba

Entonces llega el glorioso día de la resurrección, cuando se reúnan el espíritu y el cuerpo para nunca más ser separados. “…Yo soy la resurrección y la vida”, dijo Cristo a una desconsolada Marta; “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.

“Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”6.

“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”7.

“En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros… para que donde yo estoy, vosotros también estéis”8.

Esta maravillosa promesa se hizo realidad cuando las dos Marías se acercaron al huerto del sepulcro, el cementerio que tenía un único ocupante. Pero, dejemos que Lucas, el médico, describa la experiencia:

“El primer día de la semana, muy de mañana, vinieron al sepulcro…

“Y hallaron removida la piedra del sepulcro…

“…y entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.

“…estando ellas perplejas por esto, he aquí se pararon junto a ellas dos varones con vestiduras resplandecientes;

“y… les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”9.

“No está aquí, pues ha resucitado”10.

Éste es el llamado del clarín al mundo cristiano. La realidad de la resurrección nos da a cada uno de nosotros esa paz “que sobrepasa todo entendimiento”11. Es un consuelo para todos aquellos cuyos seres amados descansan en el cementerio de Flanders, los que perecieron en las profundidades del mar y los que descansan en el pueblecito de Santa Clara o en el tranquilo valle de Heber. Es una verdad universal.

Como el menor de Sus discípulos, declaro mi testimonio personal de que la muerte ha sido vencida, se ha logrado la victoria sobre la tumba. Ruego que todos puedan reconocer la verdad de las palabras que hizo sagradas Aquel que las cumplió. Recuérdenlas. Aprécienlas. Hónrenlas. Él ha resucitado .

Ideas para los maestros orientadores

Una vez que se prepare por medio de la oración, comparta este mensaje empleando un método que fomente la participación de las personas a las que enseñe. A continuación se encuentran algunos ejemplos:

  1. Lea la primera parte del mensaje con los miembros de la familia e invíteles a comentar las experiencias que hayan tenido en cementerios o funerales. Comparta sus sentimientos sobre la resurrección y el testimonio del presidente Monson que aparece en los dos últimos párrafos.

  2. Lea los dos primeros párrafos que figuran bajo el encabezamiento “La muerte, un nuevo capítulo de la vida” y pregunte a los miembros de la familia qué responderían a la pregunta que hizo el hombre moribundo. Pídales que le cuenten lo que se aprende sobre la vida después de la muerte en Alma 40:1, 11–12; Juan 11:25–26; 14:2–3, 27.

  3. Pida a cada persona que escriba por lo menos una pregunta sobre la vida después de la muerte. Comenten las preguntas y compartan los conceptos que se aprenden del mensaje y que sirven para dar respuesta a dichas preguntas.

Notas

  1. En Selections from the Letters, Speeches, and State Papers of Abraham Lincoln, Ida M. Tarbell, editora; 1911, pág. 109.

  2. Juan 15:13.

  3. Véase Juan 8:6.

  4. Véase Proverbios 3:5–6.

  5. Alma 40:1, 11–12.

  6. Juan 11:25–26.

  7. Juan 14:27.

  8. Juan 14:2–3.

  9. Lucas 24:1–5.

  10. Mateo 28:6.

  11. Véase Filipenses 4:7.