Jesucristo
Capitulo 25: Jesus Vuelve A Jerusalen


Capitulo 25

Jesus Vuelve A Jerusalen

La partida de Galileaa

NADA se ha escrito acerca de las obras de nuestro Señor durante su breve permanencia en Galilea, tras su regreso de la región de Cesarea de Filipo, aparte de las instrucciones que dio a los apóstoles. En lo relacionado con el pueblo en general, su ministerio en Galilea virtualmente había concluido con su discurso en Capernaum, al volver allí después de efectuar la milagrosa alimentación de los cinco mil y el prodigio de andar sobre el mar. En Capernaum muchos de los discípulos se habían apartado del Maestro,b y ahora, después de otra breve visita, hizo los preparativos para apartarse de la región donde había efectuado tan grande parte de su obra pública.

Era otoño; hacía seis meses que los apóstoles habían vuelto de su gira misional, y se acercaba la Fiesta de los Tabernáculos. Algunos de los parientes de Jesús vinieron a El y le propusieron que fuese a Jerusalén y aprovechase la oportunidad ofrecida por la gran celebración nacional para darse a conocer más extensamente de lo que había hecho hasta entonces. Sus hermanos—así son designados los parientes que lo visitaron—lo instaron a que buscara un campo más amplio y prominente que la región de Galilea para manifestar sus facultades, indicándole la incongruencia de que un hombre se mantuviera en obscuridad comparativa cuando deseaba ser ampliamente conocido. “Manifiéstate al mundo”—le aconsejaron. Cualesquiera que hayan sido sus motivos, sus hermanos ciertamente no le sugirieron que buscara esta publicidad más extensa porque sintieran celo por su misión divina; por cierto, se nos dice expresamente que no creían en El.c Jesús respondió a su impertinente consejo: “Mi tiempo aún no ha llegado, mas vuestro tiempo siempre está presto. No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus obras son malas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo todavía a esa fiesta, porque mi tiempo aún no se ha cumplido.” No era de ellos la prerrogativa de dirigir sus movimientos, o precisar la hora en que debía efectuarse ni lo que al fin y al cabo El tenía proyectado realizar.d Claramente les hizo ver que entre su condición y la de El había una diferencia esencial; ellos eran del mundo, al cual amaban como el mundo los amaba a ellos; pero Jesús era aborrecido por causa de su testimonio.

Esta conversación entre Jesús y sus hermanos ocurrió en Galilea. Poco después éstos se dirigieron a Jerusalén sin El. No les dijo que no asistiría a la fiesta, sino únicamente: “Yo no subo todavía a esa fiesta, porque mi tiempo aún no se ha cumplido.” Pasado algún tiempo, El los siguió, pero no viajó “abiertamente, sino como en secreto”. Si fue solo, o lo acompañaron los Doce o parte de ellos, nada sabemos.

En la Fiesta de los Tabernáculose

El interés manifestado en Jerusalén sobre las probabilidades de que si Jesús asistiría a la fiesta indica el grado de agitación en que se hallaba el sentimiento público. Sus hermanos, a quienes la gente probablemente interrogó, no pudieron dar ninguna información definitiva en cuanto a su venida. Lo buscaron entre la multitud, y surgieron muchas discusiones y algunas disputas en relación con El. Un número de ellos expresó su convicción de que era un hombre bueno, mientras que otros contradecían, afirmando que era un engañador. Sin embargo, era poco lo que se discutía en público, porque tenían miedo de incurrir en el desagrado de los magistrados.

De acuerdo con la forma en que se estableció originalmente, la celebración de la Fiesta de los Tabernáculos duraba siete días, al final de los cuales se verificaba una convocación sagrada el día octavo. En cada uno de estos días se efectuaban servicios especiales y en algunos respectos distintivos, pero todos señalados por ceremonias de hacimiento de gracias y alabanzas.f “A la mitad de la fiesta—probablemente el tercer o cuarto día—subió Jesús al templo y enseñaba.” No se ha escrito la primera parte de su discurso, pero nos es indicada su excelencia doctrinal a través de la sorpresa expresada por los maestros judíos que se preguntaban unos a otros: “¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?” No era uno de los graduados de sus escuelas; jamás se había sentado a los pies de sus rabinos; ninguno de ellos lo había acreditado oficialmente ni licenciado para predicar. ¿De dónde, pues, el origen de su sabiduría, ante la cual todos sus conocimientos académicos eran como nada? Jesús contestó sus inquietantes dudas, declarando: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió. El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta.” Su Maestro, mayor aún que Jesús, era el Padre Eterno, cuya voluntad El proclamaba. El experimento propuesto para determinar la verdad de su doctrina fue justo en todo respecto, pero a la vez sencillo; cualquiera que sinceramente tratara de obedecer la voluntad del Padre sabría para sí mismo si Jesús proponía la verdad o el engaño.g El Maestro entonces explicó que si un hombre hablaba por su propia autoridad solamente, su objeto sería engrandecerse a sí mismo. Jesús no hacía esto, sino que honraba a su Maestro, su Padre, su Dios, no a sí mismo; de modo que no llevaba esa mancha del orgullo egoísta o la injusticia. Moisés les había dado la ley y sin embargo, según lo afirmó Jesús, ninguno de ellos la guardaba.

Entonces abruptamente les dirigió una pregunta: “¿Por qué procuráis matarme?” En muchas ocasiones los principales se habían aconsejado unos con otros sobre la manera en que pudieran lograr que el Cristo cayera en sus manos para quitarle la vida; pero creían que este sanguinario secreto no era conocido sino entre ellos mismos. La gente había oído las insidiosas afirmaciones de la jerarquía oficial, de que Jesús era víctima de un demonio y que efectuaba sus milagros por el poder de Beelzebú; y bajo la influencia de esta calumnia blasfema, exclamaron: “Demonio tienes; ¿quién procura matarte?”

Jesús sabía que las dos categorías de supuestas infracciones que servían de fundamento a los tenaces esfuerzos de los magistrados para condenarlo en la opinión del público, y de ese modo volver al pueblo en contra de El, eran la violación del día de reposo y la blasfemia. En una de sus visitas anteriores a Jerusalén El había sanado en día de reposo a un afligido, además de lo cual había desconcertado por completo a sus hipercríticos acusadores, los cuales aun entonces buscaron la manera de darle muerte.h Jesús ahora se refirió a este acto de misericordia y poder, diciendo: “Una obra hice, y todos os maravilláis.” Aparentemente todavía estaban titubeando, indecisos si debían aceptarlo por causa del milagro, o denunciarlo porque lo había efectuado en un día de reposo. Entonces les mostró la incongruencia de acusarlo de violar el día santo por haber obrado en él un acto misericordioso, cuando la ley de Moisés expresamente permitía los actos compasivos, y aun requería que el rito obligatorio de la circuncisión no se aplazara por motivo del día de reposo. “No juzguéis según las apariencias—les dijo—sino juzgad con justo juicio.”

Las masas todavía estaban divididas en cuanto a su opinión de Jesús, y además, la indecisión de sus oficiales los confundía. Algunos de los judíos de Jerusalén sabían acerca del complot para apresarlo y, de ser posible, matarlo; y ahora éstos se preguntaban por qué no se hacía algo mientras se hallaba allí, enseñando públicamente, donde los magistrados podían echar mano de El. Pensaban si acaso las autoridades o jerarquía oficial habían llegado a creer, por lo menos, que Jesús era efectivamente el Mesías. Sin embargo, tales pensamientos se desvanecieron cuando recordaron que todos sabían de dónde procedía; era galileo, y más aún, de Nazaret. Por otra parte, se les había enseñado, aun cuando equívocamente, que el advenimiento del Cristo iba a ser tan misterioso, que nadie sabría de dónde habría de venir. Cuán extraño que los hombres lo hayan rechazado por esta falta del elemento milagroso y misterioso en su venida; mientras que si tan sólo hubieran sabido la verdad, habrían visto en su nacimiento un milagro sin precedente o paralelo en los anales de todas las épocas. Jesús contestó en forma directa a su razonamiento débil y deficiente. Alzando la voz dentro de los patios del templo, les aseguró que aun cuando sabían de dónde había venido, tomándolo por uno de ellos, lo que no sabían era que había venido de Dios, y que Dios lo había enviado: “Pero yo le conozco—agregó—porque de él procedo, y él me envió.” Al reiterar el testimonio de su origen divino, los judíos se enfurecieron más, y aunque nuevamente determinaron prenderlo por la fuerza, “ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora”.

En su corazón “muchos de la multitud creyeron en él”, que era enviado de Dios, y se aventuraron a preguntarse unos a otros si cuando viniera el Cristo haría mayores obras que Jesús. Los fariseos y los principales sacerdotes, temiendo la posibilidad de una demostración favorable a Jesús, inmediatamente enviaron a sus alguaciles para que lo aprehendieran y lo hicieran comparecer ante el Sanedrín.i La presencia de estos agentes del templo no interrumpió el discurso del Maestro, aunque razonablemente podemos suponer que El sabía con qué fin iban. Continuó sus palabras, diciendo que estaría con ellos un poco más y después que volviera a su Padre lo buscarían en vano, porque no podrían seguirlo a donde El iba. Estas palabras atizaron la discusión acalorada. Algunos de los judíos le preguntaron si tenía la intención de cruzar las fronteras del país e ir entre los gentiles y los israelitas dispersados para predicarles.

Constituía parte de los servicios del templo, consiguientes a la fiesta, una procesión de gente que caminaba hasta el Estanque de Siloé,j donde un sacerdote llenaba un cántaro de oro que entonces llevaba al altar, y allí derramaba el agua al son de las trompetas y las aclamaciones de las multitudes reunidas.k Según algunas autoridades sobre las costumbres judías, se omitía este acto el día final de la fiesta. En este último o “gran día”, señalado por ceremonias de extraordinaria solemnidad y regocijo, Jesús nuevamente se hallaba en el templo. Quizá refiriéndose al agua que era llevada del estanque, o al hecho de que se suprimía esta ceremonia del programa ritualista del gran día, Jesús alzó la voz, haciéndola resonar por los patios y arcadas del templo, y declaró: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.”l

Juan el evangelista, narrador de estos acontecimientos, dice entre paréntesis que esta promesa se refería al Espíritu Santo que en esa época aún no se había conferido, ni lo sería sino hasta después de la ascensión del Señor resucitado.m

Una vez más hubo muchos que, impresionados en gran manera, declararon que Jesús no podía ser otro sino el Mesías; pero no faltó quien se opusiera, diciendo que el Cristo debía venir de Belén de Judea, y era bien sabido que Jesús era de Galilea.n Por consiguiente, hubo más disensión, y aunque algunos querían que fuese aprehendido, no hubo quien osara echarle mano.

Los alguaciles volvieron sin su prisionero. Contestaron las coléricas demandas de los sacerdotes y fariseos de por qué no le habían llevado, confesando que a tal grado los impresionaron las enseñanzas de Jesús, que no pudieron arrestarlo. “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”—exclamaron. Sus altivos amos se pusieron furiosos y respondieron: “¿También vosotros habéis sido engañados? ¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes o de los fariseos?” ¿Para qué servía la opinión de la gente común? No conocía la ley; por tanto, maldita era y de poca consecuencia. Mas no obstante esta manifestación de orgulloso desdén, los príncipes de los sacerdotes y fariseos temían al pueblo común, de lo que resultó que una vez más se frustraron sus inicuos planes.

En esa asamblea se oyó una débil protesta. Nicodemo, miembro del Sanedrín, el mismo que había ido a Jesús de noche para inquirir las nuevas enseñanzas,o cobró suficiente valor para preguntar: “¿Juzga acaso nuestra ley a un hombre si primero no le oye, ni sabe lo que ha hecho?” Recibió una respuesta altanera. Cegados por la intolerancia y el fanatismo sediento de sangre, algunos de sus colegas le preguntaron mordazmente: “¿Eres tú también galileo?”, queriendo decir: ¿Eres tú también discípulo de este galileo a quien tanto aborrecemos? Bruscamente le fue dicho que estudiara las Escrituras, y vería que no había ninguna profecía sobre la venida de un profeta galileo. La ira de estos fanáticos eruditos los había cegado a tal extremo, que ni aun su preciada erudición reconocían, porque varios de los profetas antiguos eran considerados galileos;p sin embargo, tenian razón si se estaban refiriendo únicamente al Profeta de quien Moisés había hablado, a saber, el Mesías, porque todas las predicciones señalaban a Belén de Judea, como el sitio de su nacimiento. Tal parece que Jesús era considerado natural de Nazaret, y que no se conocían públicamente las circunstancias de su nacimiento.

“Vete, y no peques más”q

Terminadas las festividades, Jesús fué al templo una mañana, y habiéndose sentado, probablemente en el Patio de las Mujeres donde la gente solía reunirse, muchos se acercaron a El, y empezó a instruirlos según su costumbre. Interrumpió su discurso la llegada de un grupo de escribas y fariseos con una mujer en medio de ellos, la que decían haber sorprendido en adulterio. El asunto y pregunta que propusieron a Jesús fue ésta: “En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” La presentación del asunto a Jesús fue un ardid premeditado, un esfuerzo deliberado para tener o hallar motivo para acusarlo. Aun cuando no era raro que los oficiales judíos consultaran a los rabinos de reconocida prudencia y experiencia cuando había que decidir casos difíciles, el de referencia carecía de complicaciones legales. De la culpabilidad de la mujer no parecía haber ninguna duda, aunque no se menciona que se hayan presentado los testigos requeridos por los estatutos, a menos que los escribas y fariseos acusadores estaban compareciendo en tal calidad; la ley era explícita, y la costumbre de la época, respecto de tales ofensores, bien conocida. Aunque era cierto que la ley de Moisés decretaba que fuese apedreado el que incurriera en adulterio, ya había cesado de imponerse esta pena capital mucho antes del tiempo de Cristo. Razonablemente podríamos preguntar por qué no se llevó al hombre que había pecado, a fin de ser juzgado junto con la mujer, en vista de que la ley, tan celosamente citada por los oficiosos acusadores, disponía el mismo castigo para los dos participantes.r

La pregunta de los escribas y fariseos—“Tú, pues, ¿qué dices?”—podría indicar una expectativa, por parte de ellos, de que Jesús declarase inválida la ley; quizá habían oído acerca del Sermón del Monte, en el curso del cual se habían proclamado muchos requerimientos superiores al código mosaico.s Si Jesús, por otra parte, decretaba que la infortunada mujer debía padecer la muerte, sus acusadores podrían decir que se estaba oponiendo a las autoridades existentes; y posiblemente formularle una denuncia de rebelión contra el gobierno romano, porque se había despojado a los tribunales judíos de la facultad para imponer la pena de muerte; y además, el crimen que imputaban a esta mujer no era ofensa capital según la ley romana. Si hubiera dicho que la mujer no debería ser castigada, o que solamente merecía una pena menor, los astutos judíos lo habrían acusado de falta de respeto hacia la ley de Moisés.

Al principio Jesús hizo poco caso de aquel grupo de escribas y fariseos. Inclinándose, escribía en la tierra con el dedo, pero como continuaron apremiándolo, alzó la cabeza y les contestó con una breve frase que se ha hecho proverbial: “El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella.” Así lo declaraba la ley; los acusadores cuyo testimonio servía de base al pronunciamiento de la pena de muerte, habrían de ser los primeros en iniciar la ejecución.t

Habiendo hablado, Jesús nuevamente se inclinó y continuó escribiendo en tierra. Los denunciadores de la mujer, “acusados por su conciencia”, se fueron escurriendo avergonzados y abochornados “comenzando desde los más viejos hasta los postreros”. Sabían que no eran dignos de presentarse ni como acusadores ni como jueces.u ¡En qué cobardes nos vuelve nuestra conciencia! “Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.”v

La mujer estaba arrepentida; humildemente permaneció esperando el dictamen del Maestro, aun después que sus acusadores se retiraron. Jesús no indultó expresamente; tampoco condenó. No obstante, despidió a la pecadora con la solemne amonestación de que llevara una vida mejor.x

La luz del mundoy

Mientras se hallaba sentado dentro de los confines del templo, en la parte conocida como el Lugar de las Ofrendas, contiguo al Patio de las Mujeres,z nuestro Señor continuó sus enseñanzas, diciendo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.”a Las grandes lámparas que se encendían en el patio para realzar la gozosa celebración recién concluida sirvieron de marco a la declaración del Señor, de que El era la luz del mundo. Era otra proclamación de su divinidad como Dios y como Hijo de Dios. Los fariseos impugnaron su testimonio, tachándolo de inválido porque El daba testimonio de sí mismo. Jesús admitió que testificaba de sí mismo; pero afirmó, sin embargo, que era cierto lo que había dicho, pues sabía de qué hablaba, de dónde había venido y a dónde iría, mientras que ellos hablaban lo que no sabían, y pensaban, se expresaban y juzgaban según los hombres y las flaquezas de la carne. El no se estaba constituyendo en juez, pero si optaba por juzgar, su juicio sería justo, porque lo orientaría el Padre que lo había enviado. La ley judía requería el testimonio de dos testigos para establecer la legalidad de un hecho disputado,b y Jesús se ofrecia a sí mismo y a su Padre como los testigos corroborantes de su afirmación. Sus enemigos le preguntaron con desdén sarcástico: “¿Dónde está tu Padre?” La respuesta fue sublime: “Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais.” Irritados a causa de su propia frustración, los fariseos de buena gana se hubieran apoderado de El, pero se hallaron impotentes. “Nadie le prendió, porque aún no había llegado su hora.”

La verdad os hará libresc

Dirigiéndose una vez más al conjunto de personas reunidas, entre las cuales probablemente había fariseos, escribas, rabinos, sacerdotes, levitas y gente común, Jesús repitió su afirmación anterior de que en breve se apartaría de entre ellos, y que nadie podría seguirlo al lugar donde iba; y a esto añadió la fatídica declaración de que lo buscarían en vano y morirían en sus pecados. Su solemne proclamación fué recibida con poco interés cuando no con desdén. Algunos de ellos preguntaron quisquillosamente: “¿Acaso se matará a sí mismo?”, con lo cual daban a entender que en tal caso ciertamente no podrían seguirlo, porque, según su dogma, el lugar destinado para los suicidas era la Gehenna; y ellos, siendo el pueblo escogido, se dirigirían al cielo, no al infierno. La solemne réplica del Señor fue: “Vosotros sois de abajo, y yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso os dije que moriréis en vuestros pecados; porque si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis.”

Esta reiteración de su supremacía característica hizo surgir la impugnante interrogación: “¿Tú quién eres?” La respuesta de Jesús fue: “Lo que desde el principio os he dicho.” Se refrenó de mencionar las muchas cosas de que podría haberlos juzgado, pero sí testificó una vez más acerca de su Padre, diciendo: “El que me envió es verdadero; y yo, lo que he oído de él, esto hablo al mundo.” A pesar de lo explícito que habían sido las declaraciones anteriores del Señor, los judíos, cegados por su prejuicio, “no entendieron que les hablaba del Padre”. Jesús atribuía a El toda la honra y la gloria, y repetidas veces declaró que había sido enviado para hacer la voluntad de su Padre. “Les dijo, pues, Jesús: Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hablo por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo. Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada.”

La palpable sinceridad y profunda convicción con que se expresó Jesús causó que creyeran en El muchos de los que oían; y dirigiéndose a ellos, les prometió que si permanecían en esa creencia y regían sus vidas de acuerdo con su palabra, verdaderamente serían sus discípulos. Les prometió, además: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.” Al oír estas palabras, tan pródigas en bendición, de tan gran consuelo para el alma creyente, el pueblo reaccionó con demostraciones hostiles; su temperamento judío se encendió en el acto. Prometerles libertad era indicarles que no la tenían. “Linaje de Abraham somos—gritaron—y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?” Envueltos en su fanatismo desenfrenado olvidaban la esclavitud de Egipto, la cautividad de Babilonia y pasaban por alto su situación como vasallos de Roma. No sólo incurrían en la mentira con decir que Israel nunca había conocido la esclavitud, sino que manifestaban su ignorancia lamentablemente.

Jesús les aclaró que no se refería al aspecto meramente físico o político de la libertad, aunque ése era el concepto que habían indicado con su falsa afirmación. La libertad que El proclamaba era espiritual; y la pesada carga de la que ofrecía librarlos era la esclavitud del pecado. A sus jactanciosas palabras de que eran hombres libres, no esclavos, El contestó: “De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado.” Como pecadores, cada uno de ellos estaba bajo el yugo de la esclavitud. Les recordó que al siervo le era permitido entrar en la casa del amo sólo para hacer sus quehaceres; no tenía el derecho inherente de permanecer allí; su amo podía hacerlo salir en cualquier momento y aun venderlo a otro; pero el hijo de la familia disponía, por su propio derecho, de un lugar en la casa de su padre. De manera que si el Hijo del Hombre los libertaba, serían libres en verdad. Aunque eran del linaje de Abraham según la carne, no eran sus herederos según el espíritu o las obras. Al mencionar nuestro Señor que su Padre y el de ellos eran distintos, le reclamaron irritados: “Nuestro Padre es Abraham.” Jesús contestó: “Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais. Pero ahora procuráis matarme a mí, hombre que os he hablado la verdad, la cual he oído de Dios; no hizo esto Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre.” Cegados por la ira, aparentemente subentendieron en esto la insinuación de que aun cuando eran hijos de la familia de Abraham, otro hombre, aparte del patriarca, había sido su progenitor verdadero, o que no eran de sangre israelita pura. “Nosotros no nacimos de fornicación—gritaron—un padre tenemos, que es Dios.” Y Jesús les dijo: “Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió.”

No pudieron entender sus palabras por motivo de su porfiada indisposición de escuchar imparcialmente. Con vehemente acusación Jesús les declaró de quién realmente eran hijos, pues así lo comprobaban los rasgos hereditarios que se manifestaban en sus vidas: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira.d Y a mí, porque digo la verdad, no me creéis.” Los desafió a que hallaran pecado en El; y entonces les preguntó por qué, si les hablaba la verdad, insistían en no creerlo. Contestando su propia interrogación, les dijo que no eran de Dios, y consiguientemente, no entendían las palabras de Dios. La lógica del Maestro era inexpugnable y sus aserciones, concisas, convincentes e irrebatibles. Con ira impotente los judios desconcertados recurrieron al vituperio y la calumnia: “¿No decimos bien nosotros, que tú eres samaritano y que tienes demonio?”—le gritaron. Previamente lo habían tildado de galileo, apodo medianamente despreciativo y designación acertada, según el conocimiento que tenían; pero el epíteto “samaritano” era nacido del odio,e y su aplicación tenía por objeto repudiarlo como judío.

La acusación de endemoniado no fue sino una repetición de calumnias anteriores. “Respondió Jesús: Yo no tengo demonio, antes honro a mi Padre; y vosotros me deshonráis.” Cambiando el tema de sus palabras a las riquezas eternas que su evangelio ofrecía, el Maestro continuó: “De cierto, de cierto os digo, que el que guarda mi palabra, nunca verá muerte.” Esta declaración sólo los irritó más, y clamaron: “Ahora conocemos que tienes demonio.” Y como evidencia de lo que ellos consideraban su locura, le citaron el hecho de que no obstante la grandeza de Abraham y los profetas, todos habían muerto; y sin embargo, Jesús se atrevía a decir que cuantos obedecieran sus palabras serían librados de la muerte. ¿Era su pretensión exaltarse o hacerse superior a Abraham y los profetas? “¿Quién te haces a ti mismo?”— le preguntaron. Respondiendo, el Señor negó que buscaba alguna honra; su gloria no era de sí mismo, sino el don de su Padre al cual El conocía; y si negaba que conocía al Padre, sería mentiroso como ellos. Refiriéndose a la relación que existía entre El y el gran patriarca de su raza, Jesús afirmó y subrayó su propia supremacía en estos términos: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó.” No sólo iracundos, sino confusos, los judíos le exigieron una explicación. Creyendo que sus últimas palabras se aplicaban solamente a la vida terrenal, le dijeron: “Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?” Respondió Jesús, y les dijo: “De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy.”

Esta declaración de la eterna divinidad de nuestro Señor fue inequívoca y precisa. Se había manifestado a Moisés con el solemne título de Yo SOY, y de allí en adelante así fue conocido en Israel.f Como previamente se ha indicado, es el equivalente de “Yahveh”, o “Jahveh”, hoy vertido en “Jehová”, cuyo significado es: “El que existe por sí mismo”, “el Eterno”, “el Principio y el Fin”.g

El tradicionalismo judío prohibía la pronunciación de este nombre sagrado, y sin embargo, Jesús se lo atribuía a Sí mismo. En un arrebato de mojigatería frenética los judíos levantaron las piedras del patio en construcción para apedrear a su Señor; pero la hora de su muerte no había llegado, por lo que, sin ser visto, “y atravesando por medio de ellos”, se fue del templo.

La supremacía que tenía sobre Abraham claramente se refería a la posición que uno y otro habían ocupado en el estado anterior al terrenal; y tan literalmente era Jesús el Primogénito en el mundo de los espíritus, como lo era el Unigénito en la carne. Tan verdaderamente es Cristo el hermano mayor de Abraham y Adán, como del último niño que ha de nacer sobre la tierra.h

Cegueded física y espiritual; es curado un ciego en el día de reposoi

Estando en Jerusalén, Jesús misericordiosamente otorgó la vista a un hombre que había sido ciego desde el día en que nació.j El milagro, otro de los casos en que se efectuó una curación en día de reposo, es de interés más que ordinario por motivo de los sucesos consiguientes. Solamente Juan lo relata, y hace la narración con su acostumbrado detalle descriptivo. Jesús y los discípulos vieron al ciego en la calle, un desafortunado que se mantenía pidiendo limosna. Los discípulos, deseosos de aprender, preguntaron: “Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?” La respuesta del Señor fue: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él.” La pregunta de los discípulos sobrentiende su creencia en un estado anterior al terrenal, donde hubo albedrío moral y la facultad para elegir, pues de lo contrario, ¿cómo podían conceptuar que el hombre hubiese pecado y traído sobre sí una ceguedad congénita? Nos es dicho expresamente que había nacido ciego. Por otra parte, podía ser concebible que estuviera padeciendo a consecuencia de los pecados de sus padres.k

Es palpable que se había enseñado a los discípulos la gran verdad de una existencia anterior a la terrenal. También se puede deducir que veían en la aflicción física el resultado del pecado personal. Pero su generalización era demasiado extensa; pues si bien se ha mostrado, por los ejemplos citados previamente,l que la iniquidad individual puede acarrear consigo, y efectivamente trae, el malestar físico, el hombre puede juzgar equívocamente la causa final de la aflicción. La respuesta del Señor fue suficiente en sí misma; la ceguedad del hombre se iba a emplear para efectuar una manifestación del poder divino. Como lo explicaba Jesús, refiriéndose a su propio ministerio, era necesario que El cumpliese la obra del Padre en la época señalada, porque su tiempo era breve. Con impresionante aplicación al estado del hombre que había pasado todos sus días en las tinieblas, nuestro Señor repitió la afirmación previamente hecha en el templo: “Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo.”

La forma exterior mediante la cual se bendijo al ciego fué distinta de la que Jesús usualmente empleaba. “Escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y untó con el lodo los ojos del ciego”, tras lo cual le mandó que fuese al estanque de Siloé y se lavara en sus aguas.m El hombre “fue entonces, y se lavó, y regresó viendo”. Evidentemente era bien conocido; muchos lo habían visto en su lugar acostumbrado pidiendo limosna, y el hecho de que había nacido ciego era también del conocimiento de todos. Por consiguiente, cuando se extendió la noticia de que ahora podía ver, provocó mucha agitación y comentarios. Algunos dudaban que el hombre con quien hablaban fuera el mismo mendigo ciego; pero él los aseguró respecto de su identidad y les refirió la forma en que había recibido la vista. Llevaron el hombre a los fariseos, quienes lo interrogaron minuciosamente; y habiendo escuchado su relato del milagro, intentaron destruir su fe con la insinuación de que Jesús no podía haber sido enviado de Dios porque había efectuado la obra en un día de reposo. Algunos de los que se hallaban presentes se opusieron a la conclusión de los fariseos, y preguntaron: “¿Cómo puede un hombre pecador hacer estas señales?” Se interrogó al hombre concerniente a su opinión personal de Jesús, y les contestó en el acto: “Es profeta.” Sabía que su Benefactor era más que un ser mortal ordinario; sin embargo, hasta esos momentos nada sabía de que El fuera el Cristo.

Los judíos inquisidores temían que como resultado de esta maravillosa curación el pueblo apoyara a Jesús, a quien los magistrados resueltamente deseaban destruir. Consideraron la posibilidad de que tal vez el hombre no había sido verdaderamente ciego, y habiendo llamado a sus padres, éstos contestaron sus preguntas afirmando que efectivamente era su hijo y sabían que había nacido ciego; pero no quisieron opinar cómo había recibido la vista, o por intervención de quién, sabiendo que los magistrados habían decretado que se expulsara de la sinagoga—o como lo diríamos hoy, excomulgar de la Iglesia—a cualquiera que confesara que Jesús era el Cristo. Con perspicacia justificable los padres contestaron, refiriéndose a su hijo: “Edad tiene, preguntadle a él.”

Compelidos a reconocer, para sí por lo menos, que el hecho y manera de la restauración de la vista al hombre se basaban en evidencia irrefutable, los astutos judíos llamaron de nuevo al hombre y arteramente le dijeron: “Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es pecador.” Les contestó osadamente, y con una lógica tan pertinente, que por completo sobrepujó su habilidad como inquisidores: “Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo sido yo ciego, ahora veo.” Propiamente se negó a entablar una discusión con sus eruditos interrogantes sobre lo que constituía el pecado, de acuerdo con la interpretación que ellos daban a la ley. No quiso hablar de lo que no sabía; pero de una cosa sí estaba feliz y agradecidamente seguro: que estando ciego en otro tiempo, ahora podía ver.

Los inquisidores farisaicos entonces insistieron en que el hombre repitiera su relato de los medios utilizados en la curación, probablemente con el sutil propósito de provocarlo a que dijese algo incongruente o contradictorio. A esto respondió enfáticamente, y posiblemente con un poco de impaciencia: “Ya os lo he dicho, y no habéis querido oír;n ¿por qué lo queréis oir otra vez? ¿Queréis también vosotros haceros sus discípulos?” Llenos de ira reprendieron e injuriaron al hombre; la irónica insinuación de que tal vez querían hacerse discípulos de Jesús constituía un insulto que no podían tolerar. “Tú eres su discípulo—le dijeron—pero nosotros discípulos de Moisés somos. Nosotros sabemos que Dios ha hablado a Moisés; pero respecto a ése, no sabemos de dónde sea.” Los enfurecía el hecho de que este mendigo ignorante hablara tan osadamente en su augusta presencia; pero el hombre podía más que todos ellos. Sus respuestas los encolerizaba porque les echaba en cara su preciado conocimiento, y sin embargo, eran incontrovertibles. “Pues esto es lo maravilloso —les declaró—que vosotros no sepáis de dónde sea, y a mí me abrió los ojos. Y sabemos que Dios no oye a los pecadores; pero si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad, a ése oye. Desde el principio no se ha oído decir que alguno abriese los ojos a uno que nació ciego. Si éste no viniera de Dios, nada podría hacer.”

Semejante afrenta por parte de un laico no tenía precedente en toda la tradición de los rabinos o escribas. Su denunciante respuesta, débil e inadecuada, fue: “Tú naciste del todo en pecado, ¿y nos enseñas a nosotros?” Incapacitados para contender por medio de argumentos o demostraciones con el que en otro tiempo fue un limosnero ciego, sí podían, por lo menos, ejercer su autoridad oficial, aun cuando injusta, excomulgándolo; y esto hicieron sin más dilación. “Oyó Jesús que le habían expulsado; y hallándole, le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús: Pues le has visto, y el que habla contigo, él es. Y él dijo: Creo, Señor; y le adoró.”

Comentando el asunto, Jesús dijo que uno de los fines de su venida al mundo había sido para que “los que no ven, vean y los que ven, sean cegados”. Algunos de los fariseos oyendo esto, preguntaron con altivez: “¿Acaso nosotros somos también ciegos?” La respuesta condenatoria fue: “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece.”

El pastor y el asalariadoo

“De cierto, de cierto os digo: El que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, ése es ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta, pastor de las ovejas es.” Con estas palabras Jesús inició uno de sus discursos más impresionantes. La referencia al pastor y las ovejas debe haber evocado para sus oyentes muchos de los familiares pasajes de los profetas y los salmos.p La figura tiene mucha eficacia, y tanto más, tomando en consideración las circunstancias en que el Maestro la utilizó. En Palestina prevalecían las situaciones pastorales, y generalmente se reconocía la dignidad del oficio de pastor. Por medio de profecías categóricas se había prometido un Pastor a Israel. David, de quien todos los israelitas se sentían orgullosos, llegó directamente del redil, con su cayado de pastor en la mano, a la unción que lo convirtió en rey.

Como lo declaró el Maestro, el pastor tiene paso libre al sitio donde están sus ovejas. Cuando se hallan seguras dentro del redil, él entra por la puerta; no brinca el cerco ni se introduce furtivamente.q Siendo dueño de las ovejas, él las ama; éstas conocen su voz y lo siguen cuando las saca del redil para pacerlas, porque va al frente de su rebaño. Por otra parte, desconocen al extraño; éste tiene que arrearlas, porque no puede conducirlas.

Continuando la parábola, llamada alegoría por su autor, Jesús se llamó a Sí mismo la puerta del redil, y claramente dió a entender que sólo por medio de El podrían entrar debidamente los pastores bajo su cargo. Era cierto que algunos intentaban llegar a las ovejas brincando el cerco en lugar de entrar por la puerta; pero éstos eran ladrones, para quienes las ovejas eran su presa; su propósito egoísta e impío consistía en matar y hurtar

Cambiando la figura, Cristo proclamó: “Yo soy el buen pastor.” Entonces mostró con elocuente claridad la diferencia entre un pastor verdadero y el asalariado. Aquél tiene interés personal en sus ovejas, las ama y conoce a cada una por su nombre; para el asalariado sólo representan un rebaño cuyo valor depende de su tamaño; éste únicamente considera cuántas son o cuánto valen. Mientras que el pastor está dispuesto a luchar para defender lo suyo y, si es necesario, arriesgar su vida por sus ovejas, el asalariado huye cuando se acerca el lobo, permitiendo que la bestia voraz llegue para esparcir, herir y matar.

Jamás se ha escrito o pronunciado una denunciación más vehemente de los pastores falsos, maestros desautorizados, asalariados ambiciosos que enseñan por precio y adivinan por dinero: engañadores que aparentan ser pastores y sin embargo, no entran por la puerta sino suben “por otra parte”; profetas empleados por el diablo, quienes, para lograr los fines de su amo, están prestos para cubrirse con las ropas de una santidad fingida y se presentan con vestidos de ovejas mientras que por dentro son lobos rapaces.r

Valiéndose eficazmente de la repetición, Jesús declaró: “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas.” Por tal razón Jesús era el Hijo Amado del Padre, porque estaba dispuesto a dar su vida por amor de las ovejas. Estas palabras del Salvador son una solemne afirmación de que el sacrificio que en breve iba a llevar a cabo, efectivamente era voluntario y no un acto compulsivo: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla tomar. Nadie me la quita, sino yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.” Así fue como se reiteró la certeza de su muerte y subsiguiente resurrección. Uno de los resultados naturales de su origen inmortal, en calidad de Hijo nacido en la tierra de un Padre inmortal, fue su inmunidad contra la muerte, salvo que se entregara a ella. La vida de Jesús el Cristo no podía ser tomada a menos que El lo dispusiera y permitiera. Este poder para poner su vida era inherente en El, así como el poder para levantar su cuerpo muerto a un estado inmortal.s

Las enseñanzas anteriores provocaron más división entre los judíos. Algunos intentaron disimular el asunto, repitiendo de nuevo la necia suposición de que Jesús no era sino un endemoniado que estaba fuera de sí, por lo que sus palabras no merecían ninguna atención. Otros afirmaban con mayor congruencia: “Estas palabras no son de endemoniado. ¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?” De modo que unos pocos creyeron; muchos dudaron, aunque se convencieron en parte; y otros lo condenaron.

En el curso de esta profunda disertación, Jesús dijo: “También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, v un pastor.”t Las “otras ovejas” de referencia eran el rebaño o resto desgajado de la casa de José, que seis siglos antes del nacimiento de Cristo fue separado milagrosamente del redil judío en Palestina y conducido allende el gran mar hasta el hemisferio americano. Cuando el Cristo resucitado apareció a este pueblo, se expresó a ellos, afirmando: “De cierto os digo que vosotros sois aquellos de quienes dije: Tengo otras ovejas que no son de este redil; a éstas también debo yo traer, y oirán mi voz; y habrá un redil y un pastor.”u Los judíos vagamente habían entendido que la referencia de Cristo a otras ovejas se relacionaba indistintamente con las naciones gentiles; y por motivo de su incredulidad y consiguiente inhabilidad para comprender correctamente, Jesús se refrenó de darles una explicación más clara de sus palabras, porque, según declaró a los nefitas, así se lo había mandado el Padre. Su explicación fue: “Esto me mandó el Padre que les dijera: Tengo otras ovejas que no son de este redil; a éstas también debo yo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño y un pastor.” En esa misma ocasión el Señor declaró que aún tenía otras ovejas, las tribus perdidas o Diez Tribus, a las cuales iba a visitar entonces; y que éstas finalmente serían conducidas de los lugares donde se hallaban exiladas, para llegar a formar parte de un solo y bendito redil bajo el dominio del único supremo Pastor y Rey.v

Notas Al Capitulo 25

  1. La Fiesta de los Tabernáculos.—De acuerdo con el orden de su ocurrencia anual, éste era el tercero de los grandes festivales, y su observancia era una de las características nacionales del pueblo de Israel; las otras dos eran la Pascua y la Fiesta de Pentecostés. En cada uno de los tres festivales era requerido que todos los varones se presentaran delante del Señor en la celebración formal de la fiesta respectiva (Exodo 23:10). La Fiesta de los Tabernáculos, también conocida como la “fiesta de la siega” (Exodo 23:16), constituía a la vez un memorial y celebración de la cosecha corriente. Para conmemorar su larga jornada por el desierto, después de su liberación de Egipto, en el curso de la cual habían vivido en tiendas y habitaciones improvisadas, se requería que el pueblo de Israel observara anualmente una fiesta de siete días, con un día adicional de santa convocación. Durante la semana la gente vivía en cobertizos, enramadas o tabernáculos hechos de “ramas de árboles frondosos y sauces de los arroyos” entrelazados (Lev. 23:34-43; Núm. 29:12-38; Deut. 16:13-15; 31:10-13). La fiesta duraba desde el 15 hasta el 22 del mes de Tizri, el séptimo del calendario hebreo, que corresponde a partes de nuestro septiembre y octubre. Se fijó así para que cayera en una fecha no muy lejana del día de expiación anual, que había de ser una ocasión de penitencia, aflicción del alma y lamentación por el pecado (Lev. 23:26-32). Los holocaustos ofrendados durante la Fiesta de los Tabernáculos excedía el número prescrito para otras fiestas, y comprendía un sacrificio diario de dos carneros, catorce ovejas y un cabrito, como ofrenda por el pecado, además de un número descendiente de becerros, trece de los cuales eran sacrificados el primer día, doce el segundo, once el tercero, y así sucesivamente hasta el séptimo día en que se ofrendaban siete, o sea un total de setenta becerros (Núm. 29:12-38). El rabinismo revistió el número setenta y la disminución graduada del número de holocaustos con mucho significado simbólico no estipulado en la ley.

    En la época de Cristo la tradición había ampliado extensamente muchas de las observancias prescritas. Por ejemplo, las “ramas con fruto del árbol hermoso” (Lev. 23:40), fueron convertidas en el fruto del citrón, y todo judío ortodoxo llevaba este fruto en una mano, y en la otra una rama hojosa, llamada “lulab”, cuando iba al templo para el sacrificio matutino, así como en las gozosas procesiones del día. El ceremonial de llevar agua del manantial de Siloé hasta el altar del sacrificio figuraba prominentemente en los servicios. Se hacía una mezcla con esta agua y vino ante el altar, y entonces se vertía sobre el holocausto. Muchos eruditos afirman que se omitía este acto de llevar agua del estanque el último o grande día de la fiesta, y se infiere que Jesús estaba pensando en la circunstancia de la omisión cuando declaró en alta voz: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.” Mientras duraba la fiesta, se encendían grandes lámparas en la noche, las cuales permanecían ardiendo en los patios del templo, y Cristo pudo haber empleado este hecho como ilustración objetiva de su proclamación: “Yo soy la luz del mundo.”

    Para una narración más completa, consúltese cualquier diccionario bíblico comprensivo y las “Antigüedades” de Josefo, viii, 4:1; xv, 3:3, etc. El siguiente extracto es de la obra de Edersheim, Life and Times of Jesus the Messiah, tomo ii, páginas 158-160: “Cuando la procesión del templo llegaba al estanque de Siloé, el sacerdote llenaba en sus aguas su cántaro de oro. Entonces volvían al templo, midiéndose para llegar precisamente en el momento que se colocaban las porciones del sacrificio sobre el gran altar de los holocaustos, hacia el fin de los servicios ordinarios de las ofrendas matutinas. Tres sonidos de las trompetas de los sacerdotes anunciaban la llegada del sacerdote en el momento que entraba por la Puerta del Agua, nombre que tomó de esta ceremonia, y pasaba directamente al Patio de los Sacerdotes … Inmediatamente después del ‘derrame del agua’, se cantaba antifonal-mente, al acompañamiento de la flauta, el gran ‘Hallel’ que se componía de los Salmos 113 al 118 inclusive …. Para dar mayor simbolismo a esta Fiesta, como indicación del recogimiento de las naciones paganas, los servicios públicos concluían con una procesión de los sacerdotes alrededor del altar …. Pero en ‘el último, el Gran Día de la Fiesta,’ esta procesión de sacerdotes marchaba en torno al altar no una vez, sino siete, como si nuevamente estuviesen rodeando, pero con oración ahora, la Jericó gentílica que les estorbó el paso al tomar posesión de la tierra prometida.”

  2. La prueba de la doctrina de nuestro Señor.—Cualquier hombre puede saber por sí mismo si la doctrina de Cristo es de Dios o no, sencillamente cumpliendo con la voluntad del Padre (Juan 7:17). Ciertamente es un medio más convincente que el de confiar en la palabra de otro. El autor tuvo ocasión de hablar con un alumno incrédulo en el colegio, el cual le porfiaba que no podía aceptar como verdaderos los resultados publicados de cierto análisis químico, en vista de que las cantidades especificadas de algunos de los ingredientes eran tan infinitísimamente pequeñas, que él lo consideraba una imposibilidad determinar estas cantidades tan menudas. El alumno de referencia apenas comenzaba sus estudios de química, y con este conocimiento limitado había intentado juzgar las posibilidades de la ciencia. Le fué dicho que obedeciera las indicaciones de su instructor, y que algún día podría saber por sí mismo si los resultados eran verdaderos o falsos. En el último año de este curso le fué dada una porción de la misma substancia cuya composición él previamente había impugnado, para que hiciera un análisis de laboratorio. Con la habilidad adquirida por su fiel aplicación, completó el análisis con resultados semejantes a los que en otro tiempo, por su falta de experiencia, había conceptuado imposibles de obtener. Tuvo el valor para admitir que su escepticismo anterior carecía de fundamento, y se regocijó por el hecho de que había logrado demostrarse la verdad a sí mismo.

  3. El Estanque de Siloé.—“El nombre ‘Siloé’ es el equivalente preciso de ‘Silwan’, nombre árabe moderno (‘Ain Silwan’) del estanque que se halla en la desembocadura de El-Wad. Todas las referencias antiguas concuerdan con esta identificación (compárese con Neh. 3:15; Wars of the Jews, por Josefo, v, 4:1, 2; 6:1; 9:4; 12:2; ii, 16:2; vi, 72 8:5). A pesar de su designación moderna de ‘ain’ (manantial), Siloé no es un manantial, sino que sus aguas provienen de la Fuente de Gihón, o de la Virgen, que recibe por medio de un tunel cabado en la roca.”—Standard Bible Dictionary, artículo “Jerusalén”, por L. B. Paton.

  4. ¿De dónde había de venir el Mesías?—Fueron muchos los que ahogaron o menospreciaron los dictados de su alma de aceptar a Jesús como el Mesías, insistiendo en que todas las profecías referentes a su venida indicaban que Belén sería el sitio de su nacimiento, mientras que Jesús era de Galilea. Otros lo rechazaron porque se les había enseñado que nadie sabría de donde vendría el Mesías, mientras que todos ellos sabían que Jesús era procedente de Galilea. La incongruencia aparente es explicada en esta manera: La ciudad de David, o Belén de Judea indudablemente era el sitio señalado de antemano donde habría de nacer el Mesías; pero los rabinos erróneamente enseñaban que poco después de su nacimiento el pequeño Cristo sería arrebatado, y que, pasado algún tiempo, se presentaría como hombre, y nadie sabría de dónde o cómo había vuelto. Geikie (ii, página 274), cita parte de las palabras de Lightfoot y narra en esta forma la crítica popular: “¿No nos enseñan los rabinos—decían algunos—que el Mesías nacerá en Belén, pero que los espíritus y tempestades lo arrebatarán poco después de su nacimiento, y que cuando vuelva la segunda vez nadie sabrá de donde vino? Pero sabemos que este hombre procede de Nazaret.”

  5. La relación concerniente a la mujer tomada en adulterio.—Algunos críticos modernos afirman que el versículo 53 del capítulo 7 de Juan y los versículos 1 a 11, inclusive, del capítulo 8 se hallan fuera de lugar en la versión que conocemos de la Biblia, fundándose en que el asunto a que se refieren estos versículos no aparece en ninguna de las antiguas copias manuscritas del evangelio de Juan, y que el estilo de la narración es diferente. En algunos manuscritos se encuentra cerca del fin del libro. Otros manuscritos contienen la relación tal como se halla en la Biblia. El ilustre canónigo Farrar pregunta, y con razón justificada (página 404, nota) ¿por qué—si el acontecimiento está fuera de su lugar, o Juan no fué su autor—son tantos los manuscritos importantes en que se encuentra tal como nosotros lo tenemos?

  6. El Lugar de las Ofrendas y el Patio de las Mujeres.—“En cierta parte del espacio dentro de los patios interiores se admitía a los israelitas de ambos sexos, y era conocido distintivamente como el Patio de la Mujeres. Era un espacio rodeado de una columnata, y en el curso prescrito de su adoración pública constituía el sitio de las asambleas generales. Ocupaban las cuatro esquinas de este patio las salas que se empleaban para fines ceremoniales; y entre éstos y las habitaciones contiguas a las puertas había una serie de edificios. En uno de estos grupos se hallaba el Lugar de las Ofrendas donde estaban colocados los receptáculos en forma de trompeta, en los que se depositaban los donativos.” (Véase Marc. 12:41-44)—The House of the Lord, por el autor, páginas 57, 58.

  7. El redil.—Refiriéndose a Juan 10:2, el Commentary de Dummelow dice: “Para entender la figura se debe tener presente que en el Oriente el redil es un vallado grande, al aire libre, dentro del cual son conducidos varios rebaños al acercarse la noche. No tiene más que una sola puerta, vigilada por uno de los pastores, mientras los otros se retiran a sus casas para descansar. Los pastores vuelven en la mañana y después de ser reconocidos por el que cuida la puerta, llaman a sus rebaños alrededor de sí y los conducen a sus pastos.”