Historia de la Iglesia
“No se perdió ninguna”


“No se perdió ninguna”

Venerada Baquedano de Lagos acababa de dar a luz a su décimo hijo, un niño al que le puso el nombre de un misionero que sirvió en su barrio de Choluteca, a 80 kilómetros (50 millas) al sur de Tegucigalpa. Entonces, el martes 27 de octubre de 1998, el huracán Mitch azotó Honduras. Venerada y su esposo, José Delios Lagos, obispo del barrio, observaron con preocupación las crecientes aguas del cercano río Choluteca.

“El miércoles, la lluvia se hizo más fuerte y el río creció más de lo que jamás habíamos visto”, recordó José. Esa noche, llevó a su familia y a los miembros cercanos al centro de reuniones. En medio de la noche, cayó una lluvia torrencial. José corrió bajo la lluvia hasta las casas del resto de los miembros del barrio y los evacuó al centro de reuniones. A la 1:00 de la madrugada, 220 personas se habían refugiado en el centro de reuniones.

Durante los siguientes dos días, los miembros tuvieron poco que comer, pero su principal preocupación era la crecida constante de las aguas que comenzaron a juntarse alrededor del centro de reuniones. Venerada se acurrucó con su bebé recién nacido y sus asustados hijos. “Nos hallábamos encerrados, habiendo perdido todas nuestras pertenencias. Estábamos indefensos”, comentó José. “Empezamos a orar con toda la fe que teníamos”. Esa noche, alrededor de las 3:00 de la madrugada, las aguas finalmente comenzaron a bajar.

Cuando la tormenta amainó, se enteraron de que todo el vecindario era ahora un campo de barro. El nuevo puente sobre el río, carreteras, campos de melones, estanques de camarones y automóviles también habían sido arrastrados por las aguas, y habían muerto 1200 personas de la región. El huracán Mitch fue el huracán más letal del Atlántico en más de 200 años. Causó aproximadamente 7000 muertes en Honduras debido a las inundaciones y dejó a una de cada cinco personas de la población sin hogar.

Pronto llegaron envíos de ayuda humanitaria de la Iglesia, que incluían alimentos, ropa, ropa de cama, láminas de plástico y cuerdas. Los miembros que perdieron sus hogares se refugiaron en centros de reuniones de la Iglesia. Ellos ayudaron a distribuir contenedores de ayuda con suministros para una familia de cinco personas durante una semana, lo que incluía arroz, frijoles, aceite de cocina, sal, jabón y leche en polvo. Los alimentos se transportaron por vía aérea a los miembros que se encontraban en áreas aisladas. Los misioneros de tiempo completo pasaron semanas haciendo labores de limpieza.

Después de un par de semanas, el presidente de la Iglesia, Gordon B. Hinckley, viajó a San Pedro Sula y Tegucigalpa para consolar a los Santos en dificultades. “Mientras la Iglesia tenga recursos, no dejaremos que pasen hambre, ni los dejaremos sin ropa o sin un lugar donde refugiarse”, les dijo el presidente Hinckley. “Ustedes son nuestros hermanos y hermanas. Son tan valiosos para nosotros como los miembros de la Iglesia en Salt Lake City. Cuando ustedes sufren, nosotros sufrimos. Cuando están sometidos a una gran angustia, nosotros también la sentimos”.

“Después de esa experiencia, cada persona se sintió más cerca de Dios”, comentó José. “Pasamos un momento muy difícil, y estábamos tristes porque habíamos perdido nuestras pertenencias, pero también estábamos llenos de alegría porque todos conservábamos la vida; no se perdió ninguna”.