2009
Los preciados frutos de la Primera Visión
Febrero de 2009


Mensaje de la Primera Presidencia

Los preciados frutos de la Primera Visión

Imagen
President Dieter F. Uchtdorf

En mis años de crecimiento en Alemania, asistía a la Iglesia en muchas localidades y circunstancias diferentes: en humildes habitaciones de la parte de atrás de una casa, en hermosas mansiones y en capillas funcionales y modernas. Todos esos edificios tenían un importante factor común: el Espíritu de Dios estaba presente en ellos y se sentía el amor del Salvador cuando nos reuníamos como familia de la rama o del barrio.

En la capilla de Zwickau había un viejo órgano neumático y todos los domingos se asignaba a uno de los jóvenes para mover de arriba abajo la dura palanca que operaba los fuelles a fin de que el órgano funcionara. Incluso antes de recibir el Sacerdocio Aarónico, de vez en cuando tuve el gran privilegio de ayudar en aquella importante tarea.

Mientras la congregación cantaba nuestros hermosos himnos de la Restauración, yo movía la palanca con todas mis fuerzas para que no le faltara aire al instrumento. Los ojos de la organista me indicaban claramente si lo que hacía estaba bien o si debía aumentar mis esfuerzos en seguida. Siempre me sentí honrado por la importancia de esa asignación y por la confianza que la organista depositaba en mí; el tener aquella responsabilidad y ser parte de esta gran obra me daba un maravilloso sentimiento de satisfacción.

Había otro beneficio que acompañaba la asignación: el que operaba los fuelles se sentaba en un lugar desde donde se veía el vitral que adornaba el frente de la capilla y que era una representación de la Primera Visión, con José Smith arrodillado en la Arboleda Sagrada mirando hacia el cielo a un pilar de luz.

Mientras la congregación cantaba los himnos e incluso durante los discursos y testimonios de los miembros, muchas veces contemplaba esa representación de uno de los momentos más sagrados de la historia del mundo. En mi imaginación veía a José recibir conocimiento, testimonio e instrucciones al convertirse en un bendito instrumento en la mano de nuestro Padre Celestial.

Sentía un espíritu especial cuando contemplaba en aquella ventana esa bella escena, que tuvo lugar en un bosque sagrado, de un muchachito creyente que tomó la valerosa decisión de orar fervientemente a nuestro Padre Celestial, un Padre que lo escuchó y le respondió con amor.

El testimonio del Espíritu

Ahí estaba yo, un jovencito en la Alemania de posguerra, viviendo en una ciudad en ruinas, a miles de kilómetros de Palmyra, Nueva York, en Norteamérica, y más de cien años después que el acontecimiento había tenido lugar. Por el poder universal del Espíritu Santo, sentí en el corazón y en la mente que aquello era verdad, que José Smith vio a Dios y a Jesucristo, y escuchó Sus voces. A esa tierna edad, el Espíritu de Dios confortó mi alma con una certeza de aquel sagrado momento que dio como resultado el comienzo de un movimiento mundial destinado a “rodar, hasta que llene toda la tierra” (D. y C. 65:2). Creí entonces en el testimonio de José Smith de aquella gloriosa experiencia en la Arboleda Sagrada, y ahora sé sin duda que es verdad. ¡Dios ha vuelto a hablar a la humanidad!

Al rememorar aquella época, estoy muy agradecido por los muchos amigos que me ayudaron en la adolescencia a obtener el testimonio de la Iglesia restaurada de Jesucristo. Al principio, tenía una fe sencilla en lo que ellos me atestiguaban; después recibí el testimonio divino del Espíritu en la mente y en el corazón. José Smith se encuentra entre aquellos cuyo testimonio de Cristo me ayudó a desarrollar el mío del Salvador. Antes de reconocer la influencia del Espíritu testificándome que José era un profeta de Dios, mi joven corazón sintió que era un amigo de Dios y que, por lo tanto, sería naturalmente mi amigo; sabía que podía confiar en José Smith.

Las Escrituras nos enseñan que los dones espirituales se dan a los que piden a Dios, lo aman y guardan Sus mandamientos (véase D. y C. 46:9).

“…no a todos se da cada uno de los dones; pues hay muchos dones, y a todo hombre le es dado un don por el Espíritu de Dios.

“A algunos les dado uno y a otros otro, para que así todos se beneficien” (D. y C. 46:11–12).

Hoy día sé que el testimonio de mi juventud recibió gran beneficio del testimonio del profeta José Smith y de los muchos amigos de la Iglesia que sabían por “el Espíritu Santo… que Jesucristo es el Hijo de Dios, y que fue crucificado por los pecados del mundo” (D. y C. 46:13). Sus buenos ejemplos, su amor incondicional y sus manos serviciales me bendijeron para que, a medida que anhelaba más luz y verdad, recibiera otro don especial del Espíritu que se describe en las Escrituras: “a otros les es dado creer en las palabras de aquéllos, para que también tengan vida eterna, si continúan fieles” (D. y C. 46:14). ¡Qué don maravilloso y preciado es éste!

El don de la fe

Si somos sinceramente humildes, seremos bendecidos con este don de fe y esperanza en las cosas que no se ven pero que son verdaderas (véase Alma 32:21). Si aun cuando sólo tengamos un deseo de creer, experimentamos con las palabras de las Escrituras y de los profetas vivientes, y no resistimos al Espíritu del Señor, nuestra alma se verá ensanchada y nuestro entendimiento se iluminará (véase Alma 32:26–28).

El Salvador mismo explicó claramente a todo el mundo ese principio misericordioso en Su grandiosa oración intercesora, que pronunció no sólo por Sus Apóstoles sino por todos los santos, incluso por nosotros los de la actualidad, dondequiera que vivamos. En ella dijo:

“Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos,

“para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:20–21; cursiva agregada).

Así es como la Primera Visión de José Smith nos bendice personalmente, bendice a las familias y finalmente a toda la familia humana: llegamos a creer en Jesucristo por el testimonio del profeta José Smith. A lo largo de la historia de la humanidad, los profetas y apóstoles han tenido manifestaciones divinas similares a la que tuvo José. Moisés vio a Dios cara a cara y aprendió que él era uno de Sus hijos “a semejanza de [Su] Unigénito” (Moisés 1:6). El apóstol Pablo testificó que Jesucristo resucitado apareció ante él en su camino a Damasco (véase Hechos 26:9–23); esa experiencia lo llevó a convertirse en uno de los grandes misioneros del Señor. Durante el juicio en Cesarea, al oír el testimonio de Pablo de su visión celestial, el poderoso rey Agripa admitió lo siguiente: “…Por poco me persuades a ser cristiano” (Hechos 26:28).

Hubo también muchos otros profetas de la antigüedad que expresaron un potente testimonio de Cristo. Todas esas manifestaciones, las antiguas y las modernas, conducen a los creyentes hacia la fuente divina de toda rectitud y esperanza: a Dios, nuestro Padre Celestial, y a Su Hijo, Jesucristo.

Dios ha hablado a José Smith con el propósito de bendecir a todos Sus hijos con Su misericordia y amor, aun en tiempos de incertidumbre e inseguridad, de guerras y rumores de guerras, de desastres naturales y personales. El Salvador dice: “…He aquí, mi brazo de misericordia se extiende hacia vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo recibiré” (3 Nefi 9:14). Y a todos los que acepten esa invitación, los circundará “la incomparable munificencia de su amor” (Alma 26:15).

Por medio de nuestra fe en el testimonio personal del profeta José y en la realidad de la Primera Visión, y por el estudio y la oración profundos y sinceros, seremos bendecidos con una fe firme en el Salvador del mundo, que habló a José en “la mañana de un día hermoso y despejado, a principios de la primavera de 1820” (José Smith—Historia 1:14).

La fe en Jesucristo y el testimonio de Él y de Su expiación universal no son sólo una doctrina de gran valor teológico; esa fe es un don universal y glorioso, para todas las regiones culturales de esta tierra, sin distinción de raza, color, idioma, nacionalidad ni circunstancias socioeconómicas. A fin de entender ese don, se puede emplear la facultad del razonamiento, pero los que sienten más profundamente sus efectos son los que están dispuestos a aceptar sus bendiciones, las cuales se reciben por seguir el sendero del verdadero arrepentimiento y de la obediencia a los mandamientos de Dios.

Gratitud por el Profeta

Al recordar y honrar al profeta José Smith, mi corazón se extiende hacia él con gratitud. Fue un joven bueno, honrado, humilde, inteligente y valeroso, con un corazón de oro y una fe inalterable en Dios; y tenía integridad. En respuesta a su oración humilde, los cielos se abrieron nuevamente. José Smith ciertamente había visto una visión; él lo sabía y sabía que Dios lo sabía, y no podía negarlo (véase José Smith—Historia 1:25).

Gracias a su obra y a su sacrificio, ahora tengo una verdadera comprensión de nuestro Padre Celestial y de Su Hijo, nuestro Redentor y Salvador, Jesucristo; siento el poder del Espíritu Santo y conozco el plan del Padre Celestial para nosotros, Sus hijos. En mi opinión, éstos son realmente los frutos de la Primera Visión.

Estoy agradecido porque a una edad temprana fui bendecido con la fe sencilla de que José Smith era un profeta de Dios y que vio en una visión a Dios el Padre y a Su Hijo, Jesucristo. José Smith tradujo el Libro de Mormón por el don y el poder de Dios. He recibido una y otra vez la confirmación de ese testimonio.

Testifico que en verdad Jesucristo vive, que Él es el Mesías. Tengo un testimonio personal de que Él es el Salvador y Redentor de toda la humanidad, y éste es un conocimiento que recibí por la paz y el poder inefable del Espíritu de Dios, y el deseo de mi corazón y de mi mente es ser puro y fiel en Su servicio ahora y para siempre.

Así es como la Primera Visión de José Smith nos bendice personalmente, bendice a las familias y finalmente a toda la familia humana: llegamos a creer en Jesucristo por el testimonio del profeta José Smith.

La fe en Jesucristo y el testimonio de Él y de Su expiación universal no son sólo una doctrina de gran valor teológico; esa fe es un don universal y glorioso, para todas las regiones culturales de esta tierra, sin distinción de raza, color, idioma, nacionalidad ni circunstancias socioeconómicas.

Los deseos de mi corazón, por Walter Rane, cortesía del Museo de Historia y Arte de la Iglesia.

Ilustraciones fotográficas por Matthew Reier; ¡Ha resucitado!, por Del Parson.