2010
Lecciones de un acuario
Septiembre 2010


Hasta la próxima

Lecciones de un acuario

La preocupación de mi hija por un diminuto pececito perdido me hizo pensar en alguien para quien nosotros nunca estamos perdimos y para quien jamás somos insignificantes.

Un miembro de nuestro obispado sabía que mi hija de nueve años tenía un acuario y un día preguntó si a ella le gustaría tener algunos peces más; su familia estaba por irse de vacaciones y tenía que vaciar su acuario. En seguida aceptamos la propuesta y, para deleite de mi hija, en el grupo había un pez hembra que estaba esperando cría.

Una tarde, cuando llegamos a casa de la capilla, mi hija hizo su inspección de rutina del acuario para asegurarse de que cada pez estuviera feliz y saludable. Para su sorpresa, se encontró con cuatro pececitos recién nacidos: la madre había comenzado a dar a luz. Actuó con rapidez y pasó los bebés a una caja segura que los protegería de los peces más grandes y más agresivos. Sin embargo, en medio de todo el entusiasmo, uno de los pececitos se perdió. Llorando desilusionada, mi hija descubrió que se encontraba entre las pequeñas piedrecillas que estaban en la base del acuario. Trató de meterlo en la red para colocarlo en la caja protectora, pero no podía mover al pequeñito sin que resultara lastimado.

El resto de los pececitos estaba a salvo y, aunque la caja de seguridad estaba repleta de decenas de estos recién nacidos, la atención de mi hija todavía estaba fija en el único que había caído entre las piedrecillas. Se quedó sentada, lista para ayudarlo a entrar en la caja apenas pudiera moverse, e incluso se negó a cenar mientras vigilaba atentamente su acuario durante aproximadamente cuatro horas.

Al observarla vinieron a mi mente algunos recuerdos tiernos y familiares. Pensé en el Buen Pastor, quien deja a Sus noventa y nueve para buscar a la oveja perdida (véase Lucas 15:3–8; Juan 10:11–14). Todos sabemos lo que se siente al estar perdido, afligido o enfermo espiritualmente. Sin embargo, nuestro Salvador nunca nos falla; Él siempre está allí con los brazos extendidos, listo y dispuesto a rescatarnos, fortalecernos y bendecirnos.

Aunque quizá no nos demos cuenta, nuestro Padre Celestial y nuestro Salvador Jesucristo nos cuidan atentamente y con ternura, día y noche, y se preocupan profundamente por nuestro bienestar y por los senderos que decidimos transitar. Con infinito amor, Ellos instruyen a Sus ángeles con respecto a nosotros y esperan a que reunamos la fortaleza y la fe suficientes para hallar seguridad y paz entre Sus brazos.

Más tarde, ese mismo día, la preocupación de mi hija por ese pececito tuvo resultados positivos. Tras largas y tediosas horas de espera y expectativa, el pececito finalmente se movió y lentamente salió nadando de entre las piedrecillas. Con cuidado, ella lo colocó en el resguardo y la seguridad de la caja. Para mí eso fue un testimonio del vigorizante poder del amor.

Ilustración fotográfica por John Luke