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El homenaje de una hija
En memoria de Gordon B. Hinckley


Funeral del presidente Gordon B. Hinckley
2 de febrero de 2008

El homenaje de una hija

Es un honor tomar la palabra en nombre de nuestra familia en esta solemne y sagrada ocasión. Deseamos elevar nuestras voces para celebrar la vida de nuestro padre y profeta, y expresar testimonio del evangelio restaurado de Jesucristo en esta bella mañana de invierno.

Nos sentimos muy agradecidos por el amor manifestado a nuestro padre y a nosotros, su familia. Damos las gracias a cada uno de ustedes por sus oraciones y muchas atenciones.

Agradecemos a los médicos y a las enfermeras que han estado al tanto de su cuidado y que han actuado con respeto, diligencia, compasión y una enorme destreza.

Deseamos dar nuestras gracias al secretario de papá, Don Staheli, un hombre extraordinario lleno de humildad, habilidad y generosidad, así como al maravilloso y capaz personal y guardias de seguridad que, literalmente, hicieron posible que nuestro padre llevara a cabo sus responsabilidades como Presidente de la Iglesia.

No hay palabras para describir el amor que sentimos por los compañeros de nuestro padre y por sus respectivas esposas. El presidente Monson, el presidente Eyring y el presidente Faust, a quien echamos de menos, han sido consejeros de cualidades excepcionales. El presidente Packer y el Quórum de los Doce, el Obispado Presidente, los Quórumes de los Setenta, los oficiales generales de las organizaciones auxiliares —en calidad de quórumes, presidencias y personas—, todos ellos han carecido de intereses egoístas y han estado completamente dedicados al Reino. En ese contexto, ellos han ayudado, amado y apoyado a nuestro padre y, por extensión, a nosotros. No hay nada tan conmovedor para el alma humana como ver a hombres y a mujeres grandiosos llevar a cabo actos de generosidad personales, atentos y discretos.

Durante el año de 1837, llegó a la zona rural de Ontario, Canadá, John E. Page, predicando el evangelio restaurado de Jesucristo. Vestido con el abrigo que José Smith le había dado en Kirtland, el hermano Page y su compañero enseñaron el Evangelio a la familia Hinckley y a la familia Judd, así como a muchas otras personas. Lois Judd Hinckley (bisabuela de Gordon B. Hinckley) fue una de las personas a las que bautizaron. Con sus hijos y otros familiares, ella siguió a los santos hacia el sur. Para 1843, llegaron a Springfield, Illinois. El hijo de ella, Ira Nathaniel Hinckley (que en ese tiempo tenía unos 14 años de edad), se fue a Nauvoo, donde llegó a ser un diestro herrero y constructor. Él contrajo matrimonio y en 1850, en camino al valle del Lago Salado, murió su joven esposa y su medio hermano a consecuencia del cólera. El día de su muerte, él mismo los sepultó, tomó a su hijito de once meses y terminó el trayecto. Ira dedicó el resto de su vida a atender las necesidades de una iglesia colonizadora. Hoy día, el Fuerte Cove se destaca como el producto de su esmerado trabajo y devoción.

El hijo de Ira Nathaniel, Bryant S. Hinckley (padre del presidente Hinckley), fue educador, dando clases en la Academia Brigham Young y en el Instituto Superior de Comercio SUD. Durante muchos años fue presidente de la estaca más grande de la Iglesia. Pasó aflicciones y enfrentó desafíos que pondrían a prueba la fe del más fuerte de los santos, pero nunca flaqueó en su devoción al Señor y a Su Iglesia.

En un servicio devocional de la Universidad Brigham Young en 1999, el presidente Hinckley recordó “a esas tres generaciones de antepasados que han sido fieles en la Iglesia. Al reflexionar en la vida de ellos…”, dijo, “contemplé a mi hija, a la hija de ella, o sea, a mi nieta, y a los hijos de ésta, o sea, a mis bisnietos. De pronto me di cuenta de que me encontraba en medio de esas siete generaciones: tres anteriores y tres posteriores… y pasó por mi mente la impresión de la enorme obligación que tenía de transmitir todo lo que había heredado de mis antepasados a las generaciones que me han sucedido”1.

Como parte de esas generaciones que le han sucedido, le damos gracias a él y a nuestra madre por la sólida fortaleza del vínculo que existe entre nuestros antepasados y nosotros. Nuestros padres nos amaron, nos enseñaron, nos corrigieron, rieron con nosotros y oraron por nosotros y con nosotros. Les rendimos honor. Y de la misma manera, prometemos transmitir a futuras generaciones nuestra plena devoción al Salvador y a Su Iglesia.

Pero esto no tiene que ver simplemente con nuestra pequeña familia: 5 hijos, 25 nietos y 62 bisnietos, ya que, como solía decirnos el presidente Hinckley, todos somos una gran familia —cerca de 13 millones— que compartimos el legado de fe y disfrutamos de una relación de convenios con Dios el Padre y Su Hijo Jesucristo, con responsabilidades para ayudarnos mutuamente a lo largo del camino.

Nuestro padre era adorable y era maravilloso observarlo. Era disciplinado y valeroso; poseía una capacidad increíble para trabajar y creía en el progreso. En un pasaje favorito de las Escrituras leemos: “Lo que es de Dios es luz; y el que recibe luz y persevera en Dios, recibe más luz, y esa luz se hace más y más resplandeciente hasta el día perfecto (D. y C. 50:24)”. Ese proceso de progreso continuo es la historia de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que a él le encantaba relatar, así como la historia de su propia vida. Esa clase de progreso requiere fe, valor, disciplina y trabajo arduo, acompañados de la ayuda de la misericordiosa mano del Señor.

Como familia, en ningún otro tiempo vimos esta obra de progreso con más fuerza que durante los últimos cuatro años, los años culminantes de su vida. Tras la muerte de nuestra madre, la angustia que él sentía era casi abrumadora. Al modo característico de él, la aceptó y la sintió, y lloró y se lamentó profundamente. Con sus lágrimas acudió al Señor, permitiendo que de ese modo la pérdida creara en su corazón una capacidad aún mayor para la compasión y le diera una fe y una confianza más profundas en Dios. Fue así que, con ese incremento de compasión y fe, se puso los zapatos y se fue a trabajar, en el sentido literal de la palabra.

Dos años más tarde, al enfrentar un diagnóstico de cáncer, repitió el proceso; hizo lo que todos nosotros haríamos: lamentó la pérdida de la buena salud y sintió el temor de una enfermedad que se había llevado a su madre, a su hermano y a dos de sus hermanas. Con la certeza de que su vida estaba en las manos del Señor, y sintiendo el poder de las oraciones de los millones de ustedes, dijo que se sentía obligado a hacer su parte. Y con la maravillosa ayuda de amigos médicos, hizo precisamente eso, con valor y buen humor. El resultado fue la milagrosa extensión de dos años de su vida, permitiéndole levantarse cada mañana, ponerse los zapatos e irse a trabajar.

Exactamente una semana antes de su muerte, ofreció la oración dedicatoria de una capilla renovada de Salt Lake City; en esa oración, de manera muy fuera de lo común, le suplicó al Señor por sí mismo como profeta. Habló con gratitud de que “desde los días de José Smith hasta hoy, Tú has escogido y nombrado a un profeta para este pueblo. Te damos gracias y te suplicamos que lo consueles, lo sostengas y lo bendigas de acuerdo con sus necesidades y Tus grandes propósitos”.

Damos testimonio de que su tranquilo fallecimiento es evidencia de que el Señor oyó sus oraciones y las contestó de acuerdo con sus necesidades y los grandes propósitos de Aquel que reina en los cielos, el que murió para que viviésemos para siempre, y en cuyo nombre concluimos, sí, el nombre de Jesucristo, nuestro Redentor. Amén.

Nota

  1. “Keep the Chain Unbroken”, en Brigham Young University 1999–2000 Speeches, 2000, 2, www.speeches.byu.edu.