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Para siempre Dios esté con vos
En memoria de Gordon B. Hinckley


Para siempre Dios esté con vos

Mis queridos hermanos y hermanas y miembros de la familia Hinckley, me siento profundamente honrado por el privilegio de rendir homenaje a mi amado amigo y colega, el presidente Gordon B. Hinckley.

El poeta escribió:

Aquí y allá, en ocasiones,

Dios pone un gigante entre los hombres.

El presidente Hinckley era uno de ellos, un gigante en conocimiento, fe, amor, testimonio, compasión y visión. No puedo expresar de forma adecuada lo mucho que lo extraño. Es difícil recordar una época en la que no nos conociésemos; éramos amigos mucho antes de que cualquiera de los dos fuese llamado a ser Autoridad General y hemos servido el uno al lado del otro durante más de 44 años en el Quórum de los Doce Apóstoles y en la Primera Presidencia. Hemos compartido mucho a lo largo de los años: dolor y felicidad, tristezas y risas. Desde su fallecimiento el domingo, he pensado en las innumerables experiencias que vivimos juntos. Comparto con ustedes sólo algunas.

En mayo de 1964, él y yo fuimos asignados juntos a la Estaca Gunnison, Utah. Antes de nuestra primera reunión el sábado, noté que los puños de la camisa del presidente Hinckley estaban abrochados con clips y no con gemelos [mancuernillas]. Le dije: “¡Gordon, me gustan tus gemelos!”; se rió y dijo que se había olvidado de traerlos. Le contesté que, siendo yo un buen Boy Scout, había ido preparado, que tenía otro par y que con gusto se los daría, y así lo hice.

En otra ocasión, a mediados de los sesenta, la familia Hinckley nos invitó a la hermana Monson y a mí, junto con el élder Spencer W. Kimball y la hermana Kimball, a cenar a su casa. En el transcurso de la velada, sonó el timbre; cuando abrieron la puerta, allí se encontraba uno de los maestros orientadores del presidente Hinckley, sin su compañero. Lo invitaron a entrar y se sentó en el sofá de la sala de la familia Hinckley. Nos sentamos todos, y quedamos fascinados cuando el maestro orientador comenzó a lo que sólo puede describirse como “interrogar” a la familia en cuanto a cómo estaban en temas tales como la oración familiar, el estudio de las Escrituras en familia, la noche de hogar, el estudio personal de las Escrituras, etcétera, etcétera. Cuando contestaban una pregunta, el maestro orientador lanzaba otra. Por supuesto, todo se hizo en forma amable y era obvio que el maestro orientador consideraba su deber con mucha seriedad.

Los últimos años, todos hemos disfrutado de ver al presidente Hinckley con su bastón, al caminar a su asiento en el Centro de Conferencias usándolo para saludar a la gente o para dar un golpecito a alguien en el hombro. Por años, el presidente Hinckley y yo hemos ido al mismo doctor, y en una de mis visitas hace algunos años, el doctor me dijo: “¿Podría hacerme un favor? El presidente Hinckley debería usar su bastón para caminar pues lo mantiene seguro. Lo último que queremos es que se caiga y se rompa la cadera o algo peor. En vez de ello, lo usa para saludar y no lo usa cuando camina; dígale que el doctor recomendó que usara el bastón y que debe usarlo para el propósito que realmente tiene”.

Escuché lo que el doctor me pidió y luego le dije: “Doctor, yo soy el consejero de presidente Hinckley; usted es su doctor, ¡dígaselo usted!”

Permítanme compartir una última experiencia, un acto sencillo que me conmovió profundamente. Todos los jueves por la mañana, los miembros de la Primera Presidencia y del Quórum de los Doce Apóstoles llevan a cabo una reunión en el templo. Se nos transporta en carritos por el estacionamiento subterráneo desde las Oficinas de la Iglesia al templo. En los meses fríos de invierno, el presidente Hinckley siempre usaba un abrigo y un sombrero para el corto viaje. Una vez que el carro pasaba por debajo de la calle Main, el presidente Hinckley sabía que ya estábamos en los confines del templo y no debajo de la calle, entonces, sin decir palabra, se quitaba el sombrero y se lo ponía sobre las rodillas. Parecía saber instintivamente cuando llegaba el momento. Era una expresión tan simple y a la vez tan profunda de reverencia y respeto hacia la Casa del Señor, y me causó una profunda impresión.

La mayoría de ustedes recordarán haber aprendido acerca de Sir Thomas More, un estadista y autor inglés de épocas pasadas que era firme en mantenerse fiel a sus convicciones. Se le llamó “Un hombre para todas las épocas”.

En medio de los conflictos de nuestros días y la turbulencia de la época, nuestro Padre Celestial nos dio “un hombre para todas las épocas”; su nombre: presidente Gordon B. Hinckley. Él era nuestro profeta, vidente y revelador; era una isla de calma en un mar de tormentas; era el faro para el marinero perdido; era el amigo de ustedes y el mío. Nos proporcionaba consuelo y calma cuando las condiciones del mundo eran aterradoras; nos guió sin desviarse por el camino que nos llevará de regreso a nuestro Padre Celestial.

Ya que todos los que deseaban saludar personalmente al presidente Hinckley no podían ir a donde él estaba, él fue por el mundo hacia ellos, mientras le fue posible viajar. Él fue el profeta de la gente; no descuidó a los niños que lo rodeaban, ni tampoco pasó por alto a los padres de esos preciosos pequeñitos.

El presidente Hinckley ha sido en verdad un profeta para nuestra época. Se ha dicho del Maestro que Él “crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”1 y que “anduvo haciendo bienes… porque Dios estaba con él”2. El presidente Hinckley ha dedicado su vida a hacer el bien, y ciertamente Dios ha estado con él.

Hace sólo una semana y media, el presidente Hinckley se reunió con el presidente Eyring y conmigo en nuestra reunión de la Primera Presidencia. Su voz era fuerte, su mente clara; se mostraba seguro de sí mismo y resuelto. Unos días más tarde, estaba al borde de la muerte; su familia se reunió para estar cerca de él en sus últimas horas. El presidente Eyring y yo tuvimos el privilegio de estar con él y con la familia el sábado, y de nuevo el domingo, junto con el presidente Boyd K. Packer. Mientras viva, atesoraré el recuerdo de mi última visita a su hogar, las breves horas antes de su fallecimiento. Le dimos una bendición, en la que participaron todos los familiares y otros poseedores del sacerdocio. Fue un momento sagrado de despedida; sabíamos que el velo era muy tenue y que se le estaba llamando al otro lado.

Al volver a casa, recordé la dulce y conmovedora declaración que el presidente Hinckley había hecho en su discurso de la transmisión general de la Sociedad de Socorro en septiembre de 2003, cuando su querida Marjorie estaba aún a su lado. Al hablar de ella, él dijo: “Durante sesenta y seis años hemos caminado juntos, tomados de la mano, con amor y ánimo, con aprecio y respeto. No será dentro de mucho tiempo que uno de nosotros cruce el velo; espero que el que quede lo haga poco después. No sabría vivir sin ella ni siquiera al otro lado del velo, y espero que ella no sepa vivir sin mí”3.

En menos de seis meses, su amada Marjorie cruzó el velo. La extrañaba todos los días, a cada momento. ¡Qué reunión tan gloriosa han de haber tenido ya!

Ustedes, hijos, nietos y bisnietos, recuerden que el presidente Hinckley aún vive. Él se encuentra en una misión celestial en bien de aquellos que esperan su influencia y testimonio. La súplica que él hace a todos ustedes la podrían encontrar en la tercera Epístola de Juan: “No tengo yo mayor gozo que éste, el oír que mis hijos andan en la verdad”4.

Mis queridos hermanos y hermanas, todo lo que sabíamos y amábamos del presidente Gordon B. Hinckley aún vive; su espíritu simplemente se ha ido al hogar de ese Dios que le dio vida. Dondequiera que yo vaya en este bello mundo, siempre me acompañará una parte de ese atesorado amigo.

En más de una ocasión, el presidente Hinckley utilizó la letra de uno de sus himnos predilectos como parte de su mensaje; todos ustedes lo conocen:

Para siempre Dios esté con vos;

con Su voz Él os sostenga;

con Su pueblo os mantenga.

Para siempre Dios esté con vos.

Para siempre Dios esté con vos;

con Sus brazos Él os cubra;

Su amor Él os descubra;

para siempre Dios esté con vos.

Para siempre Dios esté con vos;

que os guíe Su bandera;

que la muerte no os hiera;

para siempre Dios esté con vos.

Hasta ver, hasta ver,

hasta vernos con el Rey,

para siempre Dios esté con vos5.

Comparto con ustedes las palabras que dijo en las conferencias generales después de citar ese himno. Ésa es su despedida a todos nosotros. Él dijo: “Para siempre Dios esté con vos, mis amados colegas. He cantado esas sencillas palabras en miles de lugares de todo el mundo… con amor y cariño”6. “Las he cantado en inglés cuando los demás las cantaban en un sinnúmero de idiomas. He levantado mi voz con esas bellas y sencillas palabras en ocasiones memorables en todos los continentes de la tierra. Las he cantado en la despedida de misioneros, con lágrimas en los ojos. Las he cantado con hombres vestidos para la batalla durante tiempos de guerra… En miles de lugares y en diversas circunstancias a lo largo de casi innumerables años, he elevado mi voz junto con la de muchas otras personas en estas palabras de despedida”7. “Dios los bendiga, mis queridos amigos”8.

De parte de cada uno de nosotros, mis hermanos y hermanas, extiendo nuestra despedida final a nuestro amado profeta, el presidente Gordon B. Hinckley: Para siempre Dios esté con vos. En el sagrado nombre de Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor. Amén

Notas

  1. Lucas 2:52.

  2. Hechos 10:38.

  3. “A las mujeres de la Iglesia”, Liahona, noviembre de 2003, pág.115.

  4. 3 Juan 1:4.

  5. “Para siempre Dios esté con vos”, Himnos N° 89.

  6. “Santos de los Últimos Días en toda la extensión de la palabra”, Liahona, enero de 1998, pág. 102.

  7. “Para siempre Dios esté con vos”, Liahona, enero de 2002, pág. 104.

  8. Liahona, enero de 1998, pág. 102.