2003
A uno de estos… más pequeños
septiembre de 2003


A uno de estos… más pequeños

Cuando rendimos cuidado y servicio a nuestros semejantes, sentimos el verdadero gozo que procede del servir a Dios.

Era sábado y tenía trabajo en mi bufete, pero como presidente de estaca, me había comprometido a asistir a un proyecto de servicio con las hermanas de la Sociedad de Socorro de la estaca. Las hermanas iban a visitar a unos niños enfermos y madres embarazadas en el hospital Sergio Bernales de Collique-Comas de Lima, Perú. Les iban a dar apoyo espiritual y entregarles acolchados y juguetes que habían hecho a lo largo del año.

Al dejar a un lado todo lo que tenía que hacer y dirigirme al hospital, vinieron a mi mente las palabras del primero de muchos pasajes de las Escrituras que recordé aquel día: “¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:39–40).

Una sensación cálida y tranquila inundó mi corazón y supe que ésta iba a ser una experiencia especial. El Espíritu también me susurró que el Señor me había llamado como presidente de estaca para amar y ayudar a los demás, en especial a los enfermos y afligidos. A lo largo de ese día, tuve siempre presente al Salvador y Sus ministraciones caritativas, y en cierto modo, estábamos siendo como Él.

Al llegar al hospital, fui recibido por los 60 corazones más cálidos y las 60 sonrisas más agradables que jamás había visto. Cuando las hermanas de la Sociedad de Socorro entraron en el hospital, observé cómo aquel sitio triste y sombrío empezaba a llenarse de luz y gozo.

“Y ocurrió que Jesús los bendijo… y los iluminó la luz de su semblante” (3 Nefi 19:25).

Visitamos en primer lugar a un pequeño con neumonía que estaba conectado a un respirador, con su madre sentada al pie de la cama. “Tenga fe”, dijeron las hermanas para animarla. Pude ver la esperanza y la felicidad que sintió al escuchar las palabras de consuelo de esas buenas hermanas.

“…Jesús… les dijo: Tened fe en Dios” (Marcos 11:22).

Luego conocimos a un padre cuyo hijo estaba enfermo. Puso al pequeño en una silla de ruedas para que pudiera tomarse una fotografía con nosotros. Una de las hermanas dio al niño unos pantalones tejanos que parecían haber sido hechos especialmente para él. “Cuando salga, ya me los pongo”, dijo el pequeño muy animado.

“…El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene” (Lucas 3:11).

Visitamos a unas jóvenes madres que acababan de dar a luz. Una era una chica de apenas 14 años cuyo hijo había nacido muerto. Las hermanas pusieron sus manos sobre los hombros de la muchacha para consolarla y le dieron buenos consejos. Mis ojos se inundaron de lágrimas mientras contemplaba a esas maravillosas mujeres de Sión que habían hecho a un lado sus propios problemas, que eran muchos, para dar de lo que tenían.

“…estáis dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras” (Mosíah 18:8).

En un cuarto había una mujer sola sentada en la cama de su hija, cuyo cerebro había dejado de funcionar. Aquella madre llevaba muchos días viviendo y durmiendo en el hospital porque no era de la ciudad y no tenía dónde alojarse. Me sentí inspirado a decirle: “Soy poseedor del sacerdocio de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. ¿Desea que le dé una bendición a su hija?”. Sus ojos se llenaron de lágrimas y respondió: “Sí”. Nunca había sentido algo como en aquella ocasión y agradecí al Padre Celestial la oportunidad de poseer Su santo sacerdocio y de bendecir a aquella pequeña.

“Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía” (Marcos 10:16).

Las hermanas entregaron a esa mujer afligida un ejemplar de la revista Liahona y le prometieron volver otro día.

“Respondió Jesús y le dijo:… el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:13–14).

Al término de la visita, sentí que cada una de las personas a las que habíamos visitado aquel día en el hospital era una persona nueva. Al ver las hermosas sonrisas en el rostro de las hermanas, me di cuenta de que cuando cuidamos y prestamos servicio a nuestros semejantes, sentimos el verdadero gozo que procede del servir a Dios.

“Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (Juan 13:17).

Víctor Guillermo Chauca Rivera es miembro del Barrio La Mar, Estaca Comas, Lima, Perú.