2003
Palabras de los apóstoles de la antigüedad: La edificación de la Iglesia
septiembre de 2003


Palabras de los apóstoles de la antigüedad: La edificación de la Iglesia

“Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios” (1 Corintios 3:9).

A lo largo de sus ministerios, los apóstoles Pedro y Pablo proclamaron el Evangelio, organizaron ramas e instruyeron a los santos sobre sus responsabilidades eclesiásticas. Sus palabras y hechos revelan tres elementos básicos necesarios para el establecimiento de la Iglesia:

  1. La organización y la estructura de la Iglesia deben ser establecidas por representantes autorizados y según el designio divino.

  2. Dios revela la doctrina y los principios verdaderos por medio de Sus profetas.

  3. Todos los miembros comparten la responsabilidad de contribuir a la edificación de la Iglesia.

Estos tres principios siguen plenamente vigentes en la actualidad.

1. La organización y la estructura de la Iglesia deben ser establecidas por representantes autorizados y según el designio divino.

El Señor instituyó el proceso de la organización de la Iglesia mediante la debida aplicación de las llaves del sacerdocio y por conducto de la revelación. Para Él no hay alternativas aceptables a este procedimiento.

Pablo dijo sobre el otorgamiento de la autoridad del sacerdocio: “Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Hebreos 5:4). El poder del sacerdocio es un don de Dios para los que están preparados espiritualmente; no se concede simplemente porque se pide, como bien ilustra el encuentro de Pedro con el mago Simón:

“Cuando vio Simón que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero,

“diciendo: Dadme también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo impusiere las manos reciba el Espíritu Santo” (Hechos 8:18–19).

Pedro le reprendió diciendo:

“Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero.

“No tienes tú parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios” (Hechos 8:20–21).

Nadie puede comprar el poder del sacerdocio ni obtenerlo para fines egoístas; debe ser conferido por aquellos que tienen la debida autoridad para hacerlo. De igual modo, los llamamientos en la Iglesia los extienden las personas que tienen esa autoridad y que ejercen para ello las llaves del sacerdocio bajo la influencia del Espíritu Santo. Si no existiera ese principio fundamental, la Iglesia se establecería de forma diferente en todo el mundo, atendiendo a la personalidad de las personas y a las costumbres locales.

Cuando Pablo instruyó a Timoteo, le dijo: “No impongas con ligereza las manos a ninguno” (1 Timoteo 5:22), pues sabía que la oración, la meditación y la inspiración deben preceder al otorgamiento de cualquier llamamiento.

Muchas experiencias me han confirmado que nuestra Iglesia es guiada de forma divina y que los líderes del sacerdocio son inspirados en cuanto a quién llamar. Una de esas experiencias sucedió en 1997, cuando acababa de ser llamado como Autoridad General. Una de mis primeras asignaciones consistió en ayudar al élder Robert D. Hales, del Quórum de los Doce Apóstoles, en la reorganización de una estaca. Aunque ansiaba tener esa oportunidad, me sentía un poco cohibido a causa de mi inexperiencia.

Durante el proceso de la reorganización, entrevistamos a muchos poseedores del sacerdocio de la estaca, y era obvio que varios de ellos eran plenamente capaces de llevar a cabo de manera satisfactoria las responsabilidades de un presidente de estaca. Entonces surgió la pregunta: ¿A cuál de ellos deseaba llamar el Señor?

Después de analizarlo y meditarlo considerablemente, el élder Hales y yo tuvimos la impresión de seleccionar a un candidato determinado. Luego, el élder Hales me pidió que ofreciera una oración. Lo que sucedió a continuación fue una de las experiencias más espirituales de mi vida. Durante la oración, pedí la confirmación del Espíritu y, al mencionar el nombre de este hermano del sacerdocio, el Espíritu Santo me testificó de manera tan poderosa que él era el elegido del Señor, que apenas pude terminar la oración. Tanto el élder Hales como yo supimos por revelación que aquél era el hombre que el Señor había elegido. Cuán bendecidos somos por ser miembros de la Iglesia, ¡una Iglesia dirigida por inspiración divina!

2. Dios revela la doctrina y los principios verdaderos por medio de Sus profetas.

Pablo describió el fundamento sobre el que se asienta la Iglesia de Jesucristo: “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios,

“edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:19–20).

Pedro exhortó a los santos a que “[tuvieran] memoria de las palabras que antes han sido dichas por los santos profetas”, advirtiéndoles que en los últimos días muchos se alejarían de ellas: “…en los postreros días vendrán burladores, andando según sus propias concupiscencias” (2 Pedro 3:2–3).

Los profetas nos revelan la mente y la voluntad del Señor para que no seamos “llevados por doquiera de todo viento de doctrina” (Efesios 4:14). Pablo enseñó que si nos mantenemos dignos y protegemos la pureza de esta doctrina revelada, recibiremos grandes bendiciones: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (1 Timoteo 4:16).

Durante la sesión del domingo por la tarde de la conferencia general de abril de 1998, el presidente Gordon B. Hinckley la concluyó con el anuncio de la construcción de 32 templos nuevos. Mientras esas palabras salían de sus labios, el Espíritu Santo me testificó que Gordon B. Hinckley era un profeta viviente y que era la voluntad del Señor que se edificaran aquellos templos. Recibí una confirmación idéntica del Espíritu Santo durante la conferencia general de abril de 1999 cuando el presidente Hinckley anunció la construcción del Templo de Nauvoo, Illinois.

El Señor siempre ha revelado Su voluntad y el poder y la autoridad de Su sacerdocio por conducto de Sus siervos, los profetas (véase Amós 3:7). Él dirige Su reino de igual forma ayer, hoy y para siempre.

3. Todos los miembros comparten la responsabilidad de contribuir a la edificación de la Iglesia.

En 1 Corintios, capítulo 12, el apóstol Pablo hace hincapié en que cada uno de los miembros es indispensable para el establecimiento eficaz de la Iglesia:

“Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo…

“…el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos…

“Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito, ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros…

“Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular.

“Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas” (versículos 12, 14, 21, 27 y 28).

Todo miembro de la Iglesia ha sido bendecido con dones y talentos especiales. Piensen en la dificultad que entrañaría para un obispo o un presidente de rama dotar de liderazgo a un barrio o rama si todos sus miembros tuvieran los mismos talentos. Un buen líder de los jóvenes puede tener talentos diferentes de los del director del coro, pero ambos son importantes para el bienestar general del barrio o de la rama. Así como cada parte del cuerpo es esencial para la salud y la fortaleza de todo el cuerpo, cada miembro es esencial para la salud y la fortaleza del barrio o de la rama.

Cuando los miembros donan voluntariamente de sus dones y talentos a la Iglesia, sus testimonios crecen y su vida espiritual se fortalece. En diversos lugares, entre los miembros de la Iglesia, he presenciado el cambio en la vida de ellos una vez que se entregan por completo a su establecimiento. Dos de esas personas son Carlos y Rosario Casariego.

Conocí a Carlos y a Rosario cuando me hallaba sirviendo en una misión de tiempo completo en Uruguay. En ese entonces eran unos adolescentes muy receptivos al Evangelio y dispuestos a vivir según sus principios.

Carlos se bautizó en diciembre de 1970 y tres meses más tarde conoció a Rosario cuando se le invitó a hablar en el servicio bautismal de la familia de ella. Después de los bautismos, tanto a Carlos como a Rosario se les llamó para servir con los jóvenes y pronto fueron los presidentes de sus respectivos grupos. Se contaban entre los primeros alumnos de seminario e instituto cuando estos programas se iniciaron en Uruguay. Además, Rosario sirvió en la presidencia de la Primaria de la estaca y Carlos apareció en Nuestro Mundo, el programa semanal de televisión de la Iglesia.

En 1975, Carlos y Rosario estaban planeando su boda, pero al asistir a una conferencia regional, los planes que tenían cambiaron. Durante dicha conferencia, el presidente Spencer W. Kimball (1895–1985) dijo a los jóvenes que todo muchacho capaz debía considerar seriamente el servir en una misión de tiempo completo y que las jovencitas debían apoyarles en esa meta.

Carlos y Rosario decidieron seguir el consejo del profeta y ese mismo año Carlos recibió su llamamiento para servir en la Misión Uruguay-Paraguay y Rosario inició una misión de tiempo completo en Argentina seis meses después. Gracias al servicio dedicado de ambos, muchas buenas personas y futuros líderes se bautizaron en la Iglesia.

Desde su matrimonio en julio de 1981, Carlos y Rosario han tenido cuatro hijos y han servido en numerosos llamamientos en la Iglesia. Han hecho todo lo que estaba a su alcance por contribuir al establecimiento de la Iglesia en su país, Uruguay. Su dedicación al Señor ha sido una bendición no sólo para aquellos a quienes han servido, sino para ellos mismos; son ejemplos de buenas personas que se han dedicado al establecimiento de una Iglesia fuerte y multigeneracional en su propio país.

Pablo nos dice en 1 Corintios 3:9: “Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios”. Asimismo, Pedro enseñó: “vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual… para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). Comprometámonos individualmente a hacer nuestra parte en la edificación de Su Iglesia. En palabras de un gran profeta moderno, Brigham Young (1801–1877): “Cuando nos decidamos a edificar una Sión, así lo haremos, y esta obra comienza en el corazón de cada persona”1.

Nota

  1. Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Brigham Young, 1997, pág. 122.