2017
Separados, pero aún unidos
Noviembre de 2017


Separados, pero aún unidos

En la Iglesia, a pesar de nuestras diferencias, ¡el Señor espera que seamos uno!

En junio de 1994, manejaba entusiasmado de regreso a casa del trabajo para ver en la televisión a nuestro equipo nacional de fútbol jugar en la Copa Mundial. Apenas empecé el recorrido, vi de lejos en la acera a un hombre yendo con prisa en una silla de ruedas, la cual me di cuenta de que estaba decorada con nuestra bandera brasileña. ¡Entonces supe que él también iba a casa a ver el partido!

Cuando nos acercamos el uno al otro y nos miramos a los ojos, por una fracción de segundo ¡me sentí fuertemente unido a ese hombre! Íbamos en direcciones opuestas, no nos conocíamos y claramente nuestras condiciones sociales y físicas eran diferentes, pero ¡nuestra misma pasión por el fútbol y nuestro amor por el país nos unieron en ese momento! No he vuelto a ver a ese hombre, pero hoy, décadas después, todavía puedo ver esos ojos y sentir esa fuerte conexión con aquel hombre. Después de todo, ¡ganamos el partido y la Copa Mundial ese año!

En la Iglesia, a pesar de nuestras diferencias, ¡el Señor espera que seamos uno! En Doctrina y Convenios, Él dijo: “Sed uno; y si no sois uno, no sois míos”1.

Al entrar todos a una capilla o a un templo para adorar como grupo, debemos dejar atrás nuestras diferencias, incluso nuestra raza, posición social, preferencias políticas, logros académicos y profesionales, y, en lugar de ello, concentrarnos en nuestros objetivos espirituales comunes. Juntos cantamos himnos, meditamos sobre los mismos convenios durante la Santa Cena y decimos en alto “amén” simultáneamente después de los discursos, las lecciones y las oraciones, mostrando conjuntamente que estamos de acuerdo con lo que se dijo.

Estas cosas que hacemos en forma colectiva ayudan a crear un sentido de unidad en la congregación.

Sin embargo, lo que realmente determina, consolida o destruye nuestra unidad es la manera en que actuamos cuando estamos lejos de los miembros de la Iglesia. Como todos sabemos, es inevitable y normal que en algún momento hablemos los unos de los otros.

Dependiendo de lo que elijamos decir unos de otros, nuestras palabras “[entrelazarán nuestros] corazones con unidad”2, como enseñó Alma a aquellos que bautizó en las aguas de Mormón, o destruirán poco a poco el amor, la confianza y la buena voluntad que debe existir entre nosotros.

Hay comentarios que sutilmente destruyen la unidad, tales como: “Sí, es un buen obispo, ¡pero deberías haberlo visto cuando era joven!”.

Una versión más constructiva de ello podría ser: “El obispo es muy bueno, y ha crecido mucho en madurez y sabiduría con los años”.

Con frecuencia etiquetamos de forma permanente a las personas al decir algo como: “La presidenta de la Sociedad de Socorro es una causa perdida, ¡es tan terca!”. Por el contrario, podríamos decir: “La presidenta de la Sociedad de Socorro ha sido un poco menos flexible últimamente, a lo mejor está pasando por dificultades. ¡Ayudémosla y sostengámosla!”.

Hermanos y hermanas, no tenemos derecho a definir a nadie, incluidos los de nuestro círculo en la Iglesia, como un producto muy mal acabado. Más bien, lo que decimos de nuestro prójimo debe reflejar nuestra creencia en Jesucristo y en Su expiación, y que, en Él y por medio de Él, siempre podemos cambiar para mejor.

Algunas personas empiezan a criticar y a distanciarse de los líderes y de los miembros de la Iglesia por cosas muy insignificantes.

Tal fue el caso de un hombre llamado Simonds Ryder, que se bautizó en la Iglesia en 1831. Después de leer una revelación concerniente a él, quedó perplejo al ver que su nombre estaba mal escrito, Rider, con la letra i en vez de con la letra y. Su reacción a ese acontecimiento contribuyó a sus dudas respecto al profeta y, con el tiempo,lo condujo a perseguir a José y a alejarse de la Iglesia3.

También es probable que todos nosotros recibamos corrección por parte de nuestros líderes eclesiásticos, lo cual pondrá a prueba nuestra unidad con ellos.

Yo solo tenía 11 años, pero recuerdo que hace 44 años, el centro de reuniones al que asistía mi familia iba a ser totalmente remodelado. Antes de que comenzaran los arreglos, hubo una reunión en la que los líderes locales y los líderes del Área analizaron la forma en la que los miembros participarían con mano de obra en ese empeño. Mi padre, que anteriormente había presidido esa unidad por años, expresó su firme opinión de que el trabajo lo debían hacer contratistas y no aficionados.

No solo se rechazó su sugerencia, sino que oímos que había sido reprendido severa y públicamente en esa ocasión. Él era un hombre muy dedicado a la Iglesia y también fue un soldado en la Segunda Guerra mundial en Europa, acostumbrado a resistir y a luchar por lo que creía. Uno podría preguntarse cuál sería su reacción después de ese incidente. ¿Persistiría en su opinión y seguiría oponiéndose a la decisión que ya se había tomado?

Habíamos visto familias del barrio que se habían debilitado en el Evangelio y dejado de asistir a las reuniones porque no pudieron ser uno con aquellos que los dirigían. Yo también vi a muchos de nuestros amigos de la Primaria que no se mantuvieron fieles en su juventud porque sus padres siempre encontraban fallas en las personas de la Iglesia.

Sin embargo, mi padre decidió seguir siendo uno con los santos. Unos días después, cuando los miembros se reunieron para ayudar en la construcción, “invitó” a nuestra familia a seguirlo al centro de reuniones donde nos pondríamos a disposición para ayudar en lo que fuera necesario.

Yo estaba furioso. Sentí el deseo de preguntarle: “¿Papá, por qué vamos a ayudar con la construcción si te oponías a que los miembros lo hicieran?”, Pero la mirada en su rostro me desanimó a hacer esa pregunta. Quería estar bien para la rededicación; así que, afortunadamente, decidí quedarme callado y simplemente ir y ayudar en la construcción.

Mi padre no llegó a ver la nueva capilla, ya que falleció antes de que se terminara la obra; pero nosotros, la familia, dirigidos ahora por mi mamá, continuamos haciendo nuestra parte hasta que se completó, y eso nos mantuvo unidos a mi padre, a los líderes y, aun más importante, ¡al Señor!

Tan solo momentos antes de Su experiencia agonizante en Getsemaní, cuando oraba al Padre por Sus Apóstoles y todos nosotros, los santos, Él dijo: “… para que todos sean uno, como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti”4.

Hermanos y hermanas, testifico que al decidir ser uno con los miembros y líderes de la Iglesia —cuando estemos reunidos con ellos y especialmente cuando estemos separados de ellos— también nos sentiremos más perfectamente unidos a nuestro Padre Celestial y al Salvador. En el nombre de Jesucristo. Amén.